La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (2 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—¿Cómo sabe…? —empezó, inquieto, el franciscano.

—Él me lo dijo.

—¿
El Coyote
?

—Sí.

—¿Le ha hablado de mí?

—Si no recuerdo mal, fue en el año mil ochocientos cincuenta. ¿O acaso no? Yo tengo mala memoria para las fechas.

—Aquella fecha nunca la olvidaré. Era en el mes de mayo y, exactamente, el diecinueve. Un domingo. Un domingo de mucho sol y, no obstante, muy triste para mí.

—Creo que
El Coyote
llegó advertido por un indio…

—Ambrosio Navarro. Era uno de los pocos indios que permanecieron fieles…


El Coyote
le encontró con tres balas en el cuerpo y un soplo de vida en los labios.

—Sólo tuvo tiempo de decirle que la Misión necesitaba auxilio —dijo el fraile—. Fue el azar el que condujo al
Coyote
a aquel sitio.

—¿No cree que fue la mano de Dios? —preguntó don César.

—Tal vez. Ambrosio Navarro sólo pudo decirle que se presentara aquí.

—¿Y
El Coyote
lo hizo?

—¿Por qué lo pregunta? ¿No sabe que sí?

—Es cierto. Casi lo había olvidado. Sí, acudió… Pero…
El Coyote
no hacía falta en la Misión de San Francisco de Palermo.

—Mentí —musitó fray Anselmo—. Ambrosio salió en pos de ellos. Los alcanzó, pero le mataron.

—Si usted hubiese dicho la verdad, entonces
El Coyote
hubiera…

—No —interrumpió el franciscano—. No. Los hubiese alcanzado. Eran hombres violentos. Habría tenido que matarlos a todos. Eran ocho vidas humanas. No me arrepiento de haber evitado ocho muertes.

—Tal vez no hubiera sido necesario matarlos a todos.

—Sí. Aquellos hombres traían la violencia en la sangre. Si no se detuvieron ante la imagen de la Madre de Dios…

—Fray Anselmo —rió don César—. Usted olvida que, salvo honrosas excepciones, se le tiene más respeto a la imagen de un Colt de seis tiros que a todas las de este templo. Aquellos hombres hubieran hecho más caso de los doce tiros que podía disparar
El Coyote
que de la excomunión a que se exponían.

—Se hubiera derramado demasiada sangre. Aquellos ocho hombres llevaban ya sobre su conciencia un sacrilegio y un crimen. Por eso callé. Por eso hace veinte años le dije al
Coyote
que no había ocurrido nada. Que alguien debía de haber dado muerte a Ambrosio Navarro por error o por algún motivo personal de odio…

—Para ser usted sacerdote, mintió mucho, fray Anselmo.

—Mentí para salvar unas vidas humanas; pero ya sé que lo grave es haber mentido. Aunque no es lo peor el haberle mentido al
Coyote
. Cuando él se presentó ante mí le conté la falsedad de que ya le he hablado. Insistió varias veces, comprendiendo que yo le ocultaba la verdad; pero me mantuve firme. Al fin se encogió de hombros y me dijo: «Está bien, fray Anselmo. Usted sabrá por qué hace eso y qué secreto me está ocultando; pero si algún día cambia de opinión, aunque hayan transcurrido muchos años, avíseme. Entonces yo le prestaré la ayuda que ahora no quiere aceptar. A menos, claro está, que yo haya muerto». Después de eso se marchó y yo me alegré de que se fuera; pero ahora las cosas han cambiado. Veo que pronto moriré y no quiero que mi secreto muera conmigo. Además…

—¿Qué?

—El Gobierno de los Estados Unidos ha solicitado de nuestro superior el permiso de exponer en Washington…

—Continúe…

—No, no se lo puedo decir a usted, don César. Perdóneme. Sólo podría hablar al
Coyote
. Sólo él debe saberlo. De usted sólo deseo un favor: que vea la forma de avisarle, de decirle que venga a verme…

En aquel momento abrióse una de las puertas de la iglesia y un muchacho de unos diez u once años entró corriendo y llamando:

—¡Papá, papá! He comido…

—¡Ssssst! —ordenó don César, llevándose un dedo a los labios—. No grites tanto.

El pequeño César de Echagüe se detuvo, turbado por la orden y por la comprensión de la falta cometida. Más despacio fue hasta su padre y el fraile y después de besar la mano de éste aguardó a que don César le preguntara qué había comido. Cuando, al fin, la pregunta fue formulada, el muchacho explicó:

—He comido unas uvas de una parra plantada por el padre Ugarte. Es una parra que fue traída de Valencia.

—Yo soy uno de los pocos hombres que tuvieron el honor de conocer al padre Ugarte —murmuró fray Anselmo—. Fue un gran hombre que enseñó a los indígenas incluso el difícil arte de construir buques. Él trajo muchas cosas a California. Y entre ellas la parra de que habla su hijo, don César. No existen uvas más dulces que las de esa parra. Vayamos a probarlas.

Don César habíase detenido ante el altar de la Virgen conocida en San Benito de Palermo con el nombre de La Blanca Paloma. Con voz algo temblorosa, fray Anselmo explicó:

—Esa imagen fue tallada por los indígenas a quienes adiestró el padre Ugarte.

—Y ésa es la famosa diadema de las ocho estrellas, ¿verdad?

—Sí —respondió fray Anselmo—. Es… es una diadema de esmeraldas peruanas. Pero no nos entretengamos más. Deseo que pruebe las uvas de nuestra parra.

—Encantado, fray Anselmo. Esta misión es muy hermosa. A veces yo he lamentado no poderme encerrar en una de estas casas y terminar mis días en la paz que reina en estos lugares.

Cuando la puerta se cerró tras ellos y la claridad del encalado claustro sustituyó a la penumbra de la iglesia, fray Anselmo replicó con una sonrisa casi burlona:

—Está usted demasiado habituado a los placeres del mundo para hallar agradable la vida en estos sitios.

—¿Quién sabe? —sonrió don César—. No sería el primero de mi raza que abandona todo lo mundano por la paz del claustro.

—Usted ya tuvo la oportunidad de hacerlo cuando murió su esposa —replicó el fraile—. Luego…

—Sí, sí, es mejor que no lo removamos —rió don César—. Iba a salir un poco manchado.

—Además, es usted excesivamente escéptico y el escepticismo no encaja en la vocación religiosa. Creo que es usted un hombre feliz.

—Nunca me había dado cuenta de ello.

—Eso les ocurre a todos los que son verdaderamente felices —musitó el fraile—. Sólo se puede ser feliz cuando no se sabe que se es feliz. En cuanto se da uno cuenta de que lo es, empieza a temer que va a dejar de serlo y, al momento, ya no es feliz. Ésa es la parra del padre Ugarte. Fue plantada hace casi cien años.

—Y durante ese tiempo ha vivido feliz porque no se ha dado cuenta de nada. Ni siquiera de que era una parra.

—Bien me devuelve mi comentario —sonrió el fraile—. ¿Quiere probar las uvas?

—Son muy buenas, papá —aseguró el muchacho.

—Haremos la prueba —asintió don César, alcanzando un racimo y comiendo unos granos—. Son excelentes —declaró luego—. En la próxima primavera vendré a buscar un injerto para mi rancho. Quiero tener uvas del padre Ugarte.

—Disponga de ellas.

—Ahora, si nos lo permite, fray Anselmo, nos marcharemos. El coche debe de estar ya dispuesto.

—Sí, papá. Ya lo han limpiado y los caballos han bebido y comido.

—Entonces, fray Anselmo, nos marchamos. Muchas gracias por las uvas y por su amable conversación. No olvidaré su encargo.

—Se lo suplico. Haga un esfuerzo… si le es posible.

—Lo haré; pero no confíe en verle antes de un par de meses.

—Ya lo sé. Creo que viviré hasta entonces. Adiós, don César.

—Adiós. Por cierto que me ha preocupado con sus palabras de antes. Empiezo a tener miedo de dejar de ser feliz.

—Temo haber cometido un nuevo pecado al privarle de su paz.

—Si es así, yo le concedo mi perdón. Y ojalá pudiese perdonarle sus otros pecadillos.

—Ésos me los ha de perdonar Dios. Buen viaje, don César. Adiós, pequeño.

Don César y su hijo abandonaron la Misión de San Benito de Palermo y subieron al carricoche que les aguardaba ante la portalada del edificio. Una serena paz había llegado con la puesta del sol. Unos cuantos frailes habían abandonado el huerto para despedir al famoso don César de Echagüe, que por primera vez les visitaba y que desde el pescante del cochecillo respondió con un ademán a las cordiales despedidas de los franciscanos; luego, haciendo restallar el látigo sobre las cabezas de los caballos, los hizo partir a buen paso en dirección a las suaves colinas.

—¿Por qué has dejado que ese fraile te dijese tantas cosas malas, papá? —preguntó, de pronto, César a su padre.

—¿Qué hubieses hecho tú en mi lugar?

—Le habría dicho la verdad. Todos los frailes te quieren.

—Te equivocas, César. Sólo unos pocos me aprecian. Hay muchos que no ven con buenos ojos al
Coyote
.

—¿Por qué?

—Unos porque me creen un terrible pecador; otros porque temen que lleve la rebelión a los corazones de los campesinos. Son muchos los frailes y los sacerdotes que ven en mí a un enemigo del orden.

—Pero tú impones el orden, ¿verdad?

—No siempre. A veces me porto un poco mal.

—No es posible. Tú siempre te portas bien.

—¿Es eso lo que dicen mis enemigos? —preguntó, sonriente, don César.

—Ésos son malos. ¿Qué van a decir?

—Ellos se creen buenos y a mí me consideran muy malo.

—¿Cómo van a creerse buenos si son malos?

—César, te metes por difíciles caminos —rió el padre del muchacho—. ¿Es bueno el pez que se come a otro?

—No sé… Pero a mí me parece que no es bueno.

—¿Y es bueno el martín pescador que de un picotazo pesca al pez?

—Ése es el que castiga al pez por haberse comido al otro pez —declaró el chiquillo.

—¿Y el cazador que de un tiro mata al martín pescador? ¿También es malo?

—Claro que es malo. No debiera matarlo.

—Entonces, cuando veas a un cazador que ha matado a un pájaro que se comía peces vivos, o a un águila que ha matado a un gavilán, dispárale un tiro y procura matarle, y ya verás cómo los jueces te hacen ahorcar.

—Pero tú no eres malo. Eso no lo creeré nunca.

—Así debe ser. Ahora necesito pedirte un favor. Te vas a tener que quedar en medio del campo, entre unos árboles, durante un par de horas.

—¿Qué has de hacer?

—Un trabajo. No olvides que los auxiliares del
Coyote
nunca hacen preguntas. Se limitan a obedecer. ¿O es que tienes miedo?

El pequeño vaciló un momento y luego asintió con la cabeza.

—Un poco —dijo.

—¿Y crees que no te será posible dominarlo?

—Haré un esfuerzo.

—Eso está bien. El miedo es algo que llevamos dentro y que nos ha sido metido allí cuando hemos sido creados. Se tiene miedo de la misma manera que se tiene gana. Lo importante es no dejar que el miedo salga de dentro y se nos vea. Porque una vez ha salido de dentro, ya no quiere volver a encerrarse. Por eso conviene no dejarle salir de un sitio donde podamos dominarlo. Si se escapa, entonces él es quien nos domina. Se convierte en nuestro dueño y ya no podemos hacer nada contra él.

—¿Y yo lo tengo aún dentro?

—Creo que sí.

—Entonces, si procuro que no se escape lo dominaré, ¿no?

—Eso supongo.

—Pues no se escapará.

—Bien. Seré muy feliz si lo consigues.

Capítulo II: La diadema de las ocho estrellas

Fray Anselmo regresó al interior de la misión cuando el cochecillo en que se alejaban don César y su hijo se perdió de vista para los demás frailes, ya que para él esto ocurrió apenas estuvo el coche a unos treinta metros. Poco después congregóse la reducida comunidad en la iglesia y más tarde en el comedor.

A las nueve, fray Anselmo subió lentamente a su celda. Sus pensamientos habían estado muy lejos de todo cuanto le había rodeado en las últimas horas. Sentíase un poco culpable por haber solicitado la ayuda de aquel hombre a quien muchos consideraban casi un enviado de Dios; pero al que otros calificaban utilizando los peores nombres. Aunque esta opinión de unos fuese exagerada, la realidad indudable era que
El Coyote
resolvía con la violencia los problemas con los cuales se enfrentaba.

Fray Anselmo entró en su celda, cerró la puerta y dirigióse hacia la mesa sobre la cual se encontraba el candil. Tras algunos esfuerzos consiguió encenderlo, pero al volverse su mirada tropezó con algo que no esperaba encontrar allí, y de sus temblorosas manos cayeron el eslabón, el pedernal y la yesca utilizada, mientras de sus labios brotaba un nombre apenas susurrado:

—¡
El Coyote
!

—Creí que no me recordaría, fray Anselmo —replicó el enmascarado, que se hallaba sentado en uno de los incómodos sillones que había en la humilde habitación—. Han transcurrido casi veinte años desde que nos vimos por primera vez.

—Sí…, casi veinte años —tartamudeó el fraile.

—Casi una vida, aunque usted apenas ha cambiado, fray Anselmo.

—Algo debo de haber cambiado —replicó el franciscano.

—Así lo espero. Quisiera que hubiese cambiado usted interiormente. Que ya no pensara igual que cuando me dijo que… creo que se llamaba Ambrosio Navarro, ¿no? Sí, eso es: Ambrosio Navarro. Un indio que murió asesinado hace veinte años. Murió después de decirme que
El Coyote
hacía falta en la Misión de San Benito de Palermo. Pero usted me aseguró que no había ocurrido nada anormal.

—No me recuerde aquello, señor. Se lo ruego.

—Creí que si deseaba verme era, precisamente, para recordar aquello.

—¿Es que don César le ha avisado ya?

—No, El inefable don César anda ahora camino de Los Ángeles, preguntándose cómo diablos… ¡Oh, perdón! He querido decir que se pregunta cómo podrá avisarme.

—Si no le ha avisado él, ¿quién lo ha hecho?

—Un pajarito. Sí, sí. No olvide, fray Anselmo, que los pajaritos han jugado un papel muy importante en la vida del mundo. Sobre todo cuando sabían hablar. Yo tengo unos cuantos de aquellos pajaritos habladores. Los he repartido por California, y los pobres, tan pronto como saben algo, se dan prisa en comunicármelo. Y si estoy lejos utilizo un pajarraco lo bastante fuerte para llevarme a cuestas. Así cruzo el espacio…

—No se burle usted de mí, señor —pidió el fraile—. Sus ironías no encajan en este lugar y en estos momentos. ¿Sabe para qué le necesito?

—Lo sé.

—¿Todo?

—Todo.

—Pero yo no le he dicho a don César…

—No olvide que yo no he hablado con don César. Él no me ha contado nada. Le doy mi palabra de honor.

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