La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (3 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—Si fuera así, no comprendo…

—No se esfuerce por comprender. Usted le dijo a don César que viese de dar conmigo y si lo conseguía que me hiciera venir aquí. Don César de Echagüe pondrá un gran interés en satisfacer sus deseos, fray Anselmo; pero cuando lo consiga, las esmeraldas ya estarán en su lugar.

El franciscano no pudo disimular el asombro que le producían las palabras del
Coyote
.

—¿Sabe lo de las esmeraldas? —preguntó.

—Claro. Fueron robadas hace veinte años por ocho hombres que luego mataron a Ambrosio Navarro. Cada uno de aquellos hombres debió de quedarse con una de las esmeraldas, que, a la cotización actual de las esmeraldas del Valle de Tunca, en el Perú, cuando alcanzan, como las de la diadema de la Blanca Paloma, un peso de cincuenta y seis o sesenta quilates, es de unos veinte mil pesos o dólares, o sea que el valor total de la diadema es de ciento sesenta mil pesos, suma un poco elevada, ¿no cree? Y, además, que justifica plenamente el robo cometido aquel domingo de mayo de hace veinte años.

—¿Cómo es posible que sepa usted todo eso? —murmuró el fraile—. Yo nunca he dicho nada a nadie y…

—Por favor, fray Anselmo, no insista en hacerme preguntas que no puedo contestar. Me recuerda al labriego que trataba de explicarse el motivo de la lluvia. ¿Llovía porque Dios lo disponía así? ¿Llovía para regar sus campos? ¿Llovía para que el río tuviese más agua? Lo importante era que llovía, y el descubrir el motivo no solucionaba el problema de que a veces, cuando los campos y el río más lo necesitaban, no cayera del cielo ni una gota de agua. El que usted llegase a averiguar de qué medios me he valido para saber que las esmeraldas fueron robadas, no resolvería el problema con el cual se enfrenta usted.

—Sin embargo, quisiera saber cómo ha descubierto usted esos secretos.

—La curiosidad es un pecado en usted, fray Anselmo.

—¿Por qué habla así?

—Porque usted no habla. Me ha hecho llamar; he venido con la celeridad del rayo, especialmente porque hace veinte años prometí ayudarle tan pronto como me necesitara para resolver el misterio de la muerte de Ambrosio Navarro. Y ahora debe usted explicarme el misterio de que la diadema de las ocho estrellas esté compuesta de ocho cristales en los que interviene la arena, la alúmina, la glucina, el óxido de hierro y otro óxido que de momento no recuerdo. Se trata de unos cristales preciosos que desde hace veinte años están siendo aceptados como esmeraldas legítimas por los ingenuos indígenas de los alrededores; pero que no pueden engañar a… ¿A quién teme usted que no engañen? ¿Al Gobierno de los Estados Unidos, que trata de reunir en Washington, para exhibirlos, algunos de los más importantes objetos de arte de esta nación?

—¡Es usted el mismo diablo! ¿Cómo puede saber tantas cosas?

—Insiste usted mucho en lo mismo. ¿Cómo puedo saber? ¿Cómo puedo saber? ¿Cómo puedo saber? Si yo no supiera casi todo lo que se puede saber, hace muchos años que me hubiesen colgado de un álamo y ahora no sería más que un recuerdo legendario.

—¿Ha leído la carta que guardo en mi mesa de trabajo?

—No. De ninguna manera. Soy incapaz de violar los sencillos secretos de un franciscano de tanto prestigio como usted, fray Anselmo. ¿Dice que le han escrito una carta?

—Sí. El presidente Grant. Alguien parece haberle hablado de las maravillosas esmeraldas y desea verlas expuestas en la Exposición Nacional de Washington. Nos pide que tengamos preparadas las esmeraldas para dentro de tres meses, ya que entonces enviarán un escuadrón de caballería a recogerlas. Nos dice que si hubiese alguna dificultad de orden religioso, él en persona escribiría a Roma solicitando el permiso.

—Con lo cual le cierra a usted la única puerta de escape que le quedaba, ¿no?

—Así es.

—Por lo tanto, después de tantos años, se ha decidido a llamarme. ¿Es que durante todo ese tiempo ha confiado en un milagro? ¿Creyó que los ladrones de las esmeraldas las devolverían por su propia voluntad?

—Tal vez pensé eso.

—Es muy propio de usted. Pero si deseaba recuperar las esmeraldas debió haberme advertido antes. Cuando hace veinte años vine a esta misión, era el momento oportuno. Ahora nos va a costar mucho triunfar. ¿Qué dice el resto de la comunidad?

—Nadie conoce la verdad.

—¿Y se ha atrevido a cargar usted solo con esa responsabilidad tan grande? ¿Imaginaba que nunca se descubriría el engaño?

—No lo sé. Yo deseaba que nunca se descubriese.

—Cuénteme la historia de esas esmeraldas. Creo recordar que proceden del Valle de Mantu, aunque en realidad fueron extraídas del Valle del Tunca.

—Es cierto. La historia es muy antigua. Se remonta a los tiempos de la conquista del Perú. En el valle de Mantu los peruanos tenían un ídolo al que llamaban la Diosa Verde. En realidad, era una gigantesca esmeralda que apenas cabía entre las dos manos de un hombre. Era como un huevo de avestruz. Es imposible saber el valor de aquella piedra preciosa, que se perdió en un naufragio cuando era llevada a España. Los sacerdotes incas hacían creer a los habitantes del valle que para tener contenta a la Diosa Verde era necesario ofrendarle esmeraldas de las que tanto abundaban en el país. Así, los indígenas consiguieron rodear a la Diosa Verde de una cantidad inmensa de esmeraldas de todos los tamaños.

»Un grupo de conquistadores españoles llegó al Valle de Mantu y se apoderó de las esmeraldas, que fueron repartidas entre los hombres, reservándose para el Rey la Diosa Verde. Don Diego de Palermo, uno de los oficiales que mandaban la tropa, logró reunir ocho esmeraldas de idéntico peso, que compró o cambió a los demás. Con ellas, después de hacerlas tallar por un lapidario, formó un riquísimo collar, que regaló a su esposa. Más tarde, a finales del siglo dieciocho, una descendiente de don Diego de Palermo, cuyo hijo estaba a punto de morir, prometió ceder el collar de esmeraldas a la recién fundada Misión de San Benito de Palermo si su hijo sanaba. Ocurrió así y la dama hizo transformar el collar en una diadema para nuestra Virgen. Como el valor de las esmeraldas era fabuloso, la propia donante ordenó que se hiciese una imitación de las esmeraldas para colocarlas en la imagen todos los días, exceptuando los domingos y festividades religiosas. Si los hombres que robaron la diadema lo hubiesen hecho el sábado o el lunes, no se hubiera perdido nada; pero eligieron un domingo y se llevaron las esmeraldas legítimas. Yo oculté el robo, y como por entonces éramos sólo dos franciscanos, pude seguir ocultando el robo de las esmeraldas.

—¿Por qué lo hizo? ¿No habría sido mejor decir la verdad?

—Siempre creí que aquellos hombres se arrepentirían. Creo que me equivoqué.

—Yo también lo creo —sonrió
El Coyote
—. ¿Qué ocurrirá si se descubre que las esmeraldas han sido robadas?

—Nuestra Orden no ganará ningún crédito con ello.

—¿Y si
El Coyote
las robase? Me refiero a las falsas. Todos creerían que había dado un nuevo mal paso.

—No. No puedo aceptar eso. Si ha de haber algún descrédito, ese descrédito sólo puede recaer sobre mí. Yo soy el único culpable.

—Está bien. Tendremos que recuperar esas esmeraldas que nadie sabe dónde paran. No me encarga usted un trabajo fácil. ¿Sabe, por lo menos, quiénes eran los hombres que las robaron?

—Sólo sé dos nombres: Calixto Valdés y Mario Guerrero.

—¿Eran todos naturales del país?

—No. Los otros seis eran norteamericanos o ingleses. Entonces aún no sabíamos hablar el inglés, y los buscadores de oro tuvieron que valerse de dos de sus compañeros, que eran mejicanos o californianos, para entenderse con nosotros.

—O sea que Calixto Valdés y Mario Guerrero actuaron de intérpretes, ¿no?

—Sí, eso fue.

—¿Les conocía alguien de la misión?

—Sólo Ambrosio Navarro. Parece que fueron amigos algún tiempo antes.

—Ya tenemos una pequeña pista. No es mucho; pero menos teníamos antes. Claro que se trata de una pista sobre la cual ha llovido mucho y que, por lo tanto, está ya helada y congelada. ¿No sabe nada más?

—No.

—¿Estaba casado Ambrosio Navarro?

—Sí.

—¿Dónde vive su viuda? Si es que todavía vive.

—Permaneció algún tiempo en la misión; luego se marchó a Las Vegas, en Nevada. Creo que aún está allí.

—¿Cómo se llama?

—Basilia Posadas.

—Bien, empezaremos por ella. Veremos si por el hilo vamos desenredando el ovillo. Adiós, fray Anselmo.

—Buena suerte, señor
Coyote
—replicó el fraile—. Y a ser posible procure que las esmeraldas no se tiñan de rojo.

—Se las traeré completamente verdes, a menos que me vea obligado a lo contrario. Adiós.

Capítulo III: Una pista helada

—No recuerdo.

—Pero usted es Basilia Posadas, ¿no?

—Creo que sí.

—¿Es usted Aurora Martínez?

—No, soy Basilia Posadas.

—¿Está segura?

—Claro.

—Pero antes ha dicho que sólo lo creía.

—Es que esa máscara que lleva usted me asusta. ¿Por qué no se la quita?

—Porque soy
El Coyote
, Basilia, y si me quitara la máscara todos sabrían quién es en realidad
El Coyote
.

—¿Y qué sucedería si todos supiesen quién es
El Coyote
?

—Basilia, no he venido a charlar acerca de mí, sino acerca de usted. ¿Le gustaría ganar cien pesos?

—Sí.

—¿Se acuerda de su marido?

—¿De Policarpio…?

—No, del otro. De Ambrosio Navarro.

—Sí. Pero a veces los confundo. ¡Como los dos han muerto!

—¿Y no hay un tercero en preparación?

—Todavía no.

—Pero pronto lo habrá, ¿verdad?

—No sé.

—Una mujer que a los treinta años está tan bien conservada no debe de andar escasa de pretendientes.

—Tengo treinta y nueve años —dijo la india, cuyo bronceado rostro adquirió unas leves tonalidades rojas, de rubor.

—¡Imposible! No representa ni treinta —aseguró
El Coyote
, mientras mentalmente declaraba: «Representa cincuenta. Ni uno menos».

Estaba en la parte trasera de la mísera taberna que en Las Vegas poseía Basilia Posadas, que la había heredado de su segundo marido.
El Coyote
llevaba media hora tratando de obtener algún dato de la mujer y hasta entonces el éxito le había vuelto la espalda.

—Basilia —siguió—: Le voy a dar cien pesos para que recuerde algo de lo ocurrido el domingo en que mataron a Ambrosio Navarro, su primer marido.

—Eso fue hace muchos años. Yo no recuerdo.

—Sí que puede recordar. ¿Quiénes eran Calixto Valdés y Mario Guerrero?

—No sé.

—Eran dos mejicanos o californianos a quienes su marido conocía. El día antes de su muerte, Ambrosio los llevó a su casa para que usted los conociese. Ya los había visto antes en algún sitio, ¿no?

Súbitamente los ojos de la india se iluminaron; pero en seguida volvieron a quedar velados por una impenetrable barrera.

—No puedo recordar —Murmuró.

—Basilia, sólo traigo trescientos pesos. Creí que no harían falta más. Se los doy si usted recuerda dónde conoció a Mario Guerrero y a Calixto Valdés.

—Usted ha dicho que los conocí en San Benito de Palermo.

—Antes de eso. Mira los trescientos pesos. Son muy lindos, ¿eh? No volverás a poder ganar otros tan fácilmente. No, Basilia. Es tu última oportunidad de ganar trescientos pesos. Con tu hermosura y trescientos pesos de oro no tardarías ni dos días en encontrar un esposo tan joven como tú. Y acaso más joven, incluso. Cuidaría de ti, trabajaría en la taberna…

—No sé…

—Mira.

El Coyote
extendió sobre la mesa doce grandes monedas de oro de veinticinco dólares.

—Oro puro. Hay monedas norteamericanas y monedas mejicanas. Contémplalas.

La india alargó tímidamente las manos hacia el oro.

—¡Cuidado! —advirtió
El Coyote
—. Si no me dices la verdad no tendrás nada.

—Empiezo a recordar —murmuró la india—. Ambrosio era amigo de Guerrero y Valdés. Se habían hecho amigos en Coronado, junto a San Diego.

—¡Cuánta memoria se te ha despertado de pronto, Basilia!

—Es el oro, señor
Coyote
—sonrió la mujer.

—No hay remedio mejor para curar la falta de memoria, ¿verdad?

—Sí, es buen remedio.

—Pero en Coronado no están ni Calixto Valdés ni Mario Guerrero.

—No… —titubeó la india—. No están allí.

—¿Dónde están?

—En Ogden. Es un pueblo de Utah.

—Ya lo sé. En la línea del ferrocarril. ¿Cómo lo sabes tú?

—Estuve allí hace dos semanas, señor
Coyote
.

—Sigue. No me digas a qué fuiste…

—Sí que lo debo explicar. Fui a buscar licores más buenos. Ahora la gente no se conforma con el tequila. Quieren güisqui y ginebra y otras cosas. Me dijeron que en San Francisco no se encuentra nada, porque todo es poco para calmar la sed de los de allí; pero en Ogden hay buenos almacenes de licor. Fui en la diligencia. Y busqué una buena taberna para informarme. Encontré el «Carril de Oro», que parecía una de las mejores tabernas de Ogden. Pregunté por el dueño, explicando que deseaba conocer algunas cosas acerca de los buenos licores. Entonces…

—¿Qué?

—Entonces salieron dos hombres y en cuanto me vieron dijeron que no se podía haber dado una coincidencia más grande.

—¿Eran Mario Guerrero y Calixto Valdés?

—Sí, señor
Coyote
. Eran ellos; pero yo no los recordé hasta que ellos me dijeron quiénes eran y que habían sido amigos de Ambrosio. En realidad, tampoco los recordé entonces. Ha sido al hablar usted cuando los he recordado. Yo sólo iba allí a buscar informes acerca de los licores; pero ellos insistieron mucho en que parecía cosa de magia y que debíamos celebrarlo. Me hicieron beber mucho y brindaron… Brindaron por una cosa muy rara.

—¿Por qué brindaron?

—Por las estrellas.

—No deja de ser raro. ¿Qué más sabes?

—Nada más. De veras que no sé nada más.

—Está bien.

El Coyote
desenfundó un revólver y con el cañón del mismo empujó hacia la india los trescientos dólares en oro. Luego dijo:

—Si me has engañado, dilo ahora, porque si lo descubro por mí mismo… ¿Sabes cuántas balas dispara, una tras otra, este revólver? Seis. Seis desagradables balas de plomo. Pero yo sólo necesitaría una para castigarte como merecerías si me hubieses engañado.

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