La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (4 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—He dicho la verdad, señor
Coyote
. A usted no le engañaría.

—Me has estado engañando mucho rato.

—Es que no había visto el oro.

Con una sonrisa,
El Coyote
extrajo un cartucho de su cinturón canana y lo dejó sobre la mesa, delante de la india.

—Fíjate bien en él —dijo—. No olvides que también has visto el plomo.

—No lo olvidaré, señor
Coyote
.

—Si lo haces así es posible que aún llegues a vieja; pero si te olvidaras…

El Coyote
terminó la frase con un significativo golpe dado con el dedo contra el cartucho, que estaba sostenido sobre su base y que al recibir el golpe rodó por la mesa.

*****

La muestra de la taberna era muy curiosa. En cierto modo era, incluso, artística. Dos obreros del ferrocarril sostenían un carril dorado sobre el cual se leía, con grandes letras: «El Carril de Oro»; todo ello pintado en una tabla rectangular que coronaba la amplia puerta de entrada.

Ogden era una ciudad importante desde que el ferrocarril llegó a ella. En aquellos momentos seguía siéndolo, puesto que desde allí se estaba tendiendo la vía que debía llevar el ferrocarril hasta Los Ángeles. Antes de ser importante por los ferrocarriles, lo había sido por el número de mormones que vivieron en ella desde que Brigham Young la fundó. Ya se había puesto coto a la afición que los mormones sienten por la poligamia; pero, no obstante, Ogden seguía siendo una ciudad con más mujeres que hombres. Esta superioridad del elemento femenino sobre el masculino, tan extraordinario en el Oeste, donde los hombres siempre están en mayoría, sólo duraba de lunes a viernes. En los sábados y domingos, cuando volvían los obreros del ferrocarril y acudían a Ogden cientos de vaqueros de todos los ranchos de los alrededores, los hombres volvían a estar en la proporción de diez a cinco por cada mujer. Entonces la sonrisa femenina que el lunes se cotizaba a un par de dólares, subía a cinco o diez, de acuerdo con la gracia del rostro que se adornaba con ella. A veces el hacerse con una de dichas sonrisas costaba, además del dinero, unos centavos de plomo y pólvora. Si los disparos estaban justificados y el Comité de Vigilantes de Ogden no tenía nada que oponer, se enterraba al muerto y se brindaba por su matador; pero si había habido alguna ilegalidad, entonces el autor de los disparos era formalmente ahorcado y enterrado junto con su víctima. Y la sonrisa femenina quedaba un momento sin dueño.

Don César de Echagüe se dirigía a Washington y, por una vez, en lugar de tomar el tren en San Francisco, había hecho un largo viaje hasta Ogden para seguir, desde allí, por ferrocarril. Como llegó pocos minutos después de la partida del tren, tuvo que quedarse en la ciudad para tomar el del domingo. Instalóse en un hotel con su hijo y poco después salió con él a recorrer la población. Fue un instructivo paseo.

—Contra ese poste —explicó don César, señalando uno de los que sostenía el porche de una de la más viejas tabernas— mataron a «Tornillos» O'Fallion, un irlandés que era maestro en colocar tornillos y en disparar el revólver. Lo malo para él fue que en el momento en que necesitaba ser más diestro en el manejo del revólver estaba muy borracho y confundió el revólver con una llave inglesa. Cuando se dio cuenta de su error ya tenía tres balas en el cuerpo. Por eso sólo pudo matar a cuatro de los seis que disparaban contra él. Dicen que el último tiro lo disparó con el corazón ya parado. Algún día le levantarán un monumento.

—¿A quién? ¿A ese «Tornillos»?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque hizo algo fuera de lo corriente. Allí, en aquella esquina, cazaron con lazo a Samuel Stevens, el mormón. Luego te enseñaré dónde lo soltaron después de arrastrarlo por todo Ogden.

—¿Por qué lo arrastraron?

—Porque imaginó que podía tomar por esposa a una de las mujeres que estaba casada con otro. Son detalles que para un mormón tal vez no tengan mucha importancia; pero el marido de aquella mujer era californiano y no opinó igual. Cazó con lazo a Samuel Stevens y galopó hasta que Stevens estuvo muerto.

—¿Y qué le hicieron los hombres del sheriff?

—Le felicitaron calurosamente y enterraron a Stevens.

—¡Qué estupendo! ¡Cuéntame más cosas de esas!

—Entremos en ese bar. Es «El Carril de Oro». Seguramente en él habrán ocurrido cosas muy curiosas.

En aquellos momentos «El Carril de Oro» estaba vacío de clientes; pero la actividad que en él reinaba era enorme. Se estaban haciendo los preparativos para la noche del sábado, que empalmaría con todo el domingo hasta la madrugada del lunes. Se hacían rodar barriles de cerveza, recién llegados a Ogden; barrilillos de whisky, de ginebra, de licores mejicanos y de alcohol purísimo perfumado con granos de anís o cominos. Esto último era para las gargantas ya insensibilizadas por otras bebidas menos potentes.

Durante unos minutos, don César y su hijo permanecieron junto al larguísimo mostrador de caoba sin que nadie se presentara a atenderlos. Y sin duda hubieran estado allí mucho tiempo si un hombre de mediana estatura, pero de gran volumen, cuyo rostro se hallaba adornado con el más perfecto bigote que se podía encontrar en aquella tierra, no hubiese acudido desde el interior, preguntando en español, por haber identificado en seguida como compatriota suyo al madrugador cliente:

—¿Qué tomará el señor?

—Sírvame una botella de vino de Jerez. Lo quiero seco y legítimo, Guerrero.

—Lo tendrá, señor —respondió el hombre—. Precisamente guardamos unas cuantas botellas por si alguna vez un caballero nos pide algo digno de él. Cuando veo lo que bebe la mayoría de nuestra clientela, me horrorizo. ¿El niño también tomará jerez?

—¿Qué te parece? —preguntó don César a su hijo.

—Tomaré jerez —replicó el niño.

—A mí sírvame una copa de caballero y a mi hijo sírvale una de niño.

—¡Oh, papá! ¡Yo quiero una como la tuya!

—¿Puedes pagarla? —preguntó don César.

—No; pero tú sí que puedes.

—Tienes razón. Y como ya eres un hombre creo que te gustara más un vasito de ajenjo. Eso sólo lo beben los hombres de pelo en pecho. ¿Hace?

El pequeño César movió negativamente la cabeza.

—No, papá. Beberé el vino.

El tabernero alejóse sonriendo y volvió al cabo de un momento con una empolvada botella de vino. La limpió cuidadosamente, la descorchó y acercóla a don César, invitando:

—Huélalo. La gentuza de aquí no es capaz de comprender la gloria de este vino.

—Hace nueve años bebí un vino casi idéntico a éste. Fue en España. Aquél era de la cosecha dé mil ochocientos cuarenta. Éste debe de ser de mil ochocientos cuarenta y nueve o cincuenta.

—Cuarenta y nueve —dijo el tabernero—. Tiene usted buen olfato, caballero.

—Debo tenerlo —sonrió don César—. Al fin y al cabo mi olfato es el que me ha traído hasta aquí.

El tabernero le dirigió una suspicaz mirada.

—No recuerdo haberle visto antes —dijo—. ¿Cómo conoce mi nombre?

—Mario Guerrero, ¿no?

—Sí; pero…

—Sólo alguien que se apellidara Guerrero sería capaz de lucir unos bigotes tan magníficos. Son propios de un guerrero.

—¿Quién es usted?

—Un amigo, Guerrero, un amigo. No se asuste. Sírvame ese jerez. Está malgastándose su aroma.

Cuando el tabernero empezó a servir el vino en la fina copa que había colocado ante don César, éste siguió:

—Mi olfato me ha traído aquí desde la Misión de San Benito de Palermo… ¡Cuidado! Está vertiendo el vino. Y eso es como malgastar oro en polvo.

Con firme mano sostuvo la de Guerrero, que temblaba convulsivamente.

—¿Es que el nombre de San Benito de Palermo le recuerda algo malo? —preguntó.

—¿Quién es usted? —preguntó con voz quebrada Mario Guerrero.

—Un fantasma del pasado.

—No bromee. Yo no tengo nada que ver con aquello.

—¿De veras? ¿No robó usted una de las ocho estrellas de la Blanca Paloma?

—Oiga, señor. Si desea bromear vaya a otra parte…

—No, Mario Guerrero, no. No puedo marcharme y dejarle tan enfermo como parece usted estar ahora. Sería un crimen. Un crimen peor que el cometido en la persona de Ambrosio Navarro. ¿Se acuerda de su amigo Ambrosio Navarro?

Mario Guerrero estaba lívido.

—Yo no sé nada. No he hecho nada. No tengo nada que ver…

—¿Por cuánto vendiste la estrella?

En aquel momento otro hombre que vestía por el estilo de Mario Guerrero, pero que era más alto y menos grueso y lucía un bigote mucho menos interesante, aproximóse a Guerrero.

—¿Qué ocurre, Mario? —preguntó.

—¡Ah! Ya ha llegado el amigo Calixto Valdés.

—¿Quién es usted? ¿Cómo sabe que soy Calixto Valdés?

—Lo he sospechado y usted ha confirmado mis sospechas.

—Ha sido la mala bruja de Basilia —jadeó Guerrero, volviéndose hacia el recién llegado—. ¡Ya te dije que cometiste una locura hablándole! Ella no nos hubiese reconocido.

—¡No seas imbécil! —replicó Valdés—. ¿Quién es ese hombre?

—Un inspector de Hacienda que trata de averiguar sus ingresos. ¿Cuánto les pagaron por las dos estrellas de la Blanca Paloma?

Ahora fue Valdés quien palideció.

—¿Cómo sabe eso?

—De la misma manera que sé otras muchas cosas. Sé que ustedes robaron la Diadema de las Ocho Estrellas. Y sé que hace algo así como un mes estaban a, punto de tener que cerrar este local; pero alguien vino a verles y les compró las dos estrellas que les habían correspondido. Con aquel dinero pagaron deudas, remozaron el local y la suerte volvió a sonreírles.

—¡Es el mismo diablo! —gimió Guerrero, cuyo bigote temblaba como si lo estuviera agitando un vendaval.

—No soy aún el diablo; pero soy bastante malo cuando me obligan a ello. Las esmeraldas estaban valoradas en veinte mil dólares cada una, y eso fue lo que cobraron, ¿no?

—Oiga, señor… Venga más tarde —pidió Calixto Valdés—. Se lo contaremos todo. Hace mucho tiempo que nos arrepentimos de aquello. Todo fue cosa de Joab Wetach. Él nos obligó a hacerlo. Y él mató a Navarro; pero… Vuelva a las cuatro. Ahora tenemos que atender… a esos caballeros…

Un grupo de hombres acababa de entrar en la taberna. Venían cargados con instrumentos musicales y Mario Guerrero acudió a su encuentro.

—Vuelva a las cuatro de la tarde —repitió Valdés, que sudaba copiosamente—. Se lo diré todo. ¿Es usted policía?

—¿Lo parezco? —preguntó don César.

—Los buenos policías no deben parecerlo —replicó Valdés.

—Tiene motivos para decir eso, ¿no?

—Sí, sí. Pero vuelva luego.

—¿No tratarán de huir?

—No —suspiró Valdés—. Aquello fue un sacrilegio y ahora estoy deseando limpiar mi alma. Se lo diré todo.

—Le voy a decir algo que le prevendrá contra todo intento de fuga. Me envía
El Coyote
. ¿Sabe quién es?

Valdés asintió con la cabeza, murmurando:

—Siempre temí que él se lanzara en pos de nosotros. Fuimos unos locos… Adiós, señor.

Don César bebió lentamente el jerez y tras dejar cinco dólares sobre el mostrador abandonó «El Carril de Oro», seguido por su hijo. En la calle, éste declaró:

—Yo no le hubiese dicho que me enviaba
El Coyote
, papá. Ahora creerá que tú eres
El Coyote
.

—Está demasiado asustado para creer nada. Además, no podemos perder el tiempo. Ahora visitaremos el Banco del Pacífico. Es el más antiguo e importante de Ogden. Claro que si tú fueses todo lo hombre que ya crees ser podrías hacerme un gran favor.

—¿Cuál, papá? —preguntó, anhelante, el chiquillo.

—¿Te acuerdas de Valdés y de Guerrero?

—Claro.

—Pues si te quedaras por estos alrededores, vigilando «El Carril de Oro», podrías seguir a cualquiera de los dos, si intentaran marcharse.

—Lo haré, papá.

—Aquí tienes veinte monedas de cinco dólares. Si tienes que seguir a Guerrero o a Valdés, hazlo hasta donde creas prudente. Una vez allí busca a algún muchacho y le das una de las monedas, diciéndole que vaya al hotel y me diga dónde estás. Si tienes miedo no lo hagas; y si te ves en algún peligro abandona la persecución.

Don César entregó a su hijo las monedas y después de acariciarle la cabeza alejóse en dirección al Banco del Pacífico.

El presidente del Banco le recibió en persona tan pronto como le fue pasada su tarjeta. El nombre de don César de Echagüe pesaba mucho en el Banco del Pacífico, pues un gran paquete de acciones del mismo obraba en poder del rico hacendado.

—¿En qué puedo servirle, don César? —preguntó, obsequioso, el presidente de aquella sucursal.

—Necesito algunos informes particulares y privados.

—¿Acerca de alguno de nuestros clientes?

—Sí. Se trata de los propietarios de «El Carril de Oro». ¿Qué crédito le merecen?

El banquero se acarició las grandes patillas que enmarcaban su rostro.

—Actualmente su crédito es bueno; pero hace un mes era muy malo.

—¿Y qué ocurrió hace un mes? Se lo pregunto porque mis informes acerca de los señores Valdés y Guerrero eran muy malos. Me dijeron que su local estaba hipotecado y en un estado lamentable y me ha extrañado verlo casi nuevo.

—Hace un mes cobraron cuarenta mil dólares —explicó el banquero—. Con ese dinero pagaron la hipoteca que teníamos contra ellos, renovaron el local y aún les quedan ocho mil dólares en cuenta corriente.

—¿Puede decirme quién les pagó esos cuarenta mil dólares?

—No estoy seguro de obrar bien diciéndoselo, don César; pero tratándose de usted no creo que haya mal alguno en hacerlo. Calixto Valdés y Mario Guerrero me entregaron dos cheques certificados de…

—¿De quién?

—De Elias Fiske.

—¡Oh! ¡Elias Fiske! El rey del acero. ¡Acero Fiske, para todos los usos!

—Asombroso, ¿verdad?

—Verdaderamente no creí que dos taberneros de Ogden tuvieran negocios con Elias Fiske. Ese nombre es una garantía, ¿no?

—Sí, desde luego. Las fundiciones del señor Fiske están surtiendo de carriles al ferrocarril Unión Pacífico y Pacífico del Sur. En unos años ha ganado varias decenas de millones.

—Ahora está en Washington, ¿verdad?

—Estuvo aquí un par de días y luego volvió a la capital.

—Muchas gracias por sus informes. No creo que haya peligro en conceder a Valdés y a Guerrero un crédito de diez mil dólares. He aprovechado mi estancia en Ogden para saber por mí mismo cómo iban los negocios de ese par de taberneros.

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