La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (8 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—Mañana le visitaré y acabaré de averiguar la verdad de esa racha de asesinatos —dijo
El Coyote
.

—Haré vigilar la parte superior de la casa —dijo Fiske.

—Es lo mejor; pero aguarde a que yo me haya marchado.

—Ahora me siento mucho más tranquilo —murmuró Fiske—. Nunca hubiese creído que un delito pudiera pesar de esta manera sobre la conciencia. Adiós, señor
Coyote
.

—Adiós, señor Fiske. Le deseo buena suerte.

El Coyote
saludó con una inclinación de cabeza al dueño de la casa y abandonó la estancia después de asegurarse de que nadie le podía ver. Sin hacer ruido subió al último piso y entró en una habitación cuya ventana abrió para salir al tejado de pizarra, por el que subió hasta uno de los ángulos sobre el cual se extendía la rama de uno de los grandes árboles que crecían en el jardín. Con infinitas precauciones fue avanzando hasta el borde del tejado. Allí la rama era ya lo bastante gruesa para sostener su peso. Colgándose de ella, alcanzó el tronco, y luego, siguiendo por otra rama, llegó a uno de los árboles que crecían ya en la calle. Antes de bajar permaneció varios minutos en atenta vigilancia y cuando se hubo asegurado de que por allí no había nadie saltó a tierra, se quitó el antifaz, envolvióse en la capa y se encaminó hacia la casa de Edmonds Greene.

Capítulo VI: La fiesta del presidente

—¿Y cómo le explico yo al presidente la llegada de las esmeraldas? —preguntó Edmonds Greene a su cuñado.

—Eso es lo más fácil del mundo —rió don César—. Le dices que te las ha enviado fray Anselmo con un mensajero especial.

—¿Y por qué ha de enviármelas a mí y no directamente al general Grant? El Presidente podría, incluso, ofenderse. Lo lógico hubiera sido mandárselas a él.

—Explícale que las esmeraldas fueron enviadas por medio de un fraile, a quien nadie podía imaginar portador de semejante tesoro. Fray Anselmo pudo hacer eso por haber oído ciertos rumores de que los bandidos intentaban atacar a los soldados encargados de escoltar las piedras. Y como el fraile no podía presentarse en la Casa Blanca, pues le habría sido muy difícil ser recibido por el Presidente, fray Anselmo le encargó que viniera a verte, porque nadie ha olvidado en California tu actuación como delegado del Gobierno allí
[2]
. Y tú no haces más que cumplir con tu deber al aceptar el encargo.

—Y la persona que está enterada de que las esmeraldas fueron robadas y estaban en poder de Fiske sabrá que no ha podido enviarlas fray Anselmo, y cómo es posible que ya sepa que
El Coyote
anda metido en el asunto, al enterarse de que yo entrego las esmeraldas atará unos cuantos cabos y dirá: Greene entrega las joyas. En su casa está su cuñado don César de Echagüe. Don César viene de Los Ángeles. En Los Ángeles actúa
El Coyote
. Pero
El Coyote
ha sido visto en Washington por el embajador de Austria y también por el señor Fiske. Por lo tanto,
El Coyote
es don César de Echagüe.

—Exacto. Eso es lo que yo estoy deseando.

—Pues yo no deseo que den un susto a Beatriz, que si es tu hermana, es también mi mujer y la madre de mis hijos. ¿No te acordabas de eso?

—Claro que me acordaba. Y también sé que tú estás diciendo todo esto para darte importancia y lograr mi admiración, ¿no?

—Eres un loco. Te podría decir mil cosas acerca de esa locura tuya de vivir dos vidas y exponerte continuamente a romperte la cabeza haciendo el mono por los árboles, o a que te la rompa alguien de un tiro. Pero todo lo que se pueda decir contra
El Coyote
lo has dicho tú infinidad de veces.

—Y lo seguiré diciendo; pero ahora no se trata de decidir si
El Coyote
es un tonto o un loco, sino de entregar ciento sesenta mil dólares en esmeraldas al Presidente Ulises Grant. No desaproveches la oportunidad de lucirte. Cuando reciba las esmeraldas te agradecerá tu intervención y tú puedes decirle que has trabajado para los presidentes Polk, que te envió a California, Taylor, Pillmore, Pierce, Buchanan, Lincoln y Johnson, a todos los cuales has servido tan fielmente como ahora le sirves a él. No te perjudicará nada el que se fije un poco en ti.

—Está bien; le entregaré las esmeraldas, pero no le diré nada de lo otro.

—Como quieras. Nunca serás alguien en política. Te falta flexibilidad.

—Sube a arreglarte, pues ya es tarde —aconsejó Edmonds.

Don César entregó a su cuñado la bolsa que contenía las esmeraldas y subió a la habitación que ocupaba en la casa en sus raras visitas a la capital de la Unión.

—¿Verás al general Grant? —le preguntó su hijo.

—Creo que sí. Pero no es la primera vez que le veo. Le conocí en California cuando era un simple teniente de artillería.

—¿Verdad que no le admiraste?

—Entonces, no. Éramos enemigos. Pero ahora todo es distinto. Es un gran hombre, un gran general, y…

—¿Qué?

—Iba a decirte que es sólo un político regular; pero es un caballero, y eso, para nosotros, es muy importante. Quiero decir que es importante para los que también somos unos caballeros. Además es muy valiente.

—Eso es importante, ¿verdad?

—Sí. Por cierto que me gustaría saber si tú eres ya muy valiente.

—Lo soy.

—¿Te verías con ánimo de disparar sobre un hombre?

El pequeño César palideció.

—¿Debo matar a alguien?

—No; sólo debes disparar; pero si le mataras no tendría importancia. Esta noche espero una visita. Es posible que venga alguien a esta casa con la mala intención de registrar mi equipaje. Si lo hiciera, se encontraría un antifaz, un cheque de un millón de dólares y algunas cosas más que me comprometerían mucho y que no puedo destruir, pues me son necesarias. No tengo a nadie de confianza para guardarlas. Sólo tú.

—Las defenderé.

—Bien. Te daré un revólver con seis tiros. Si ves que alguien entra en el jardín, dispara. En cuanto se crea descubierto huirá.

—¿Nada más?

—Y nada menos. Toma el revólver.

El muchacho cogió el revólver que le tendía su padre y lo miró cariñosamente.

—Es muy hermoso —dijo.

—Y muy seguro; pero ya te he dicho que no es necesario que tires a dar. Basta con que hagas ruido.

Mientras su hijo acariciaba el revólver, don César se vistió con gran cuidado. En los bolsillos interiores guardó dos pistolas de un solo tiro, explicando:

—No me gusta ir desprevenido, ni siquiera a una recepción del general Ulises Grant.

El general Grant encontrábase en el cénit de su popularidad. Aún no habían llegado los años en que su crédito se resintiera a causa de su escasa preparación para el cargo de Presidente de los Estados Unidos, ya que conducir a la nación entera no era lo mismo que llevar a la victoria a sus soldados. Esto nadie lo hizo tan bien como él; pero lo otro lo habían hecho muchos infinitamente mejor que él pudo hacerlo.

Era aquélla una de las primeras recepciones que se daban en la Casa Blanca y el Presidente fue saludado con gran cariño por todos los invitados.

Cuando Edmonds Greene le entregó la bolsa que contenía las ocho esmeraldas hubo una gran expectación en la sala y un murmullo de asombro se escapó de todos los labios cuando la luz se reflejó en las ocho extraordinarias piedras.

—Son maravillosas, señor Greene —declaró el presidente—. ¿Cómo han llegado tan pronto? Hasta el próximo mes no pensaba enviar por ellas.

Greene dio la explicación sugerida por su cuñado, y Harold Bradford, el jefe de policía de la capital, aprobó:

—Ha sido una buena idea la de fray Anselmo. Los caminos de California aún no son seguros.

—Allí no disponemos de un jefe de policía de su capacidad, señor Bradford —dijo César de Echagüe, que acompañaba a su cuñado.

—Además tienen ustedes al
Coyote
—sonrió el jefe de policía, mirando maliciosamente a César—. Resulta inconcebible que en más de veinte años no hayan podido detenerle.

—Algún día le agradeceré, don César, que me dé usted algunos datos acerca de ese famoso
Coyote
—dijo el presidente—. Cuando en mil ochocientos cincuenta y cuatro me separé del ejército,
El Coyote
ya era muy famoso. Mis compañeros de entonces decían de él que era un bandido; pero los californianos le adoraban. En una ocasión dije que si yo fuera jefe del Ejército no tardaría ni una semana en terminar con
El Coyote
. He sido jefe del Ejército, ministro de la Guerra y ahora soy presidente, y
El Coyote
aún sigue actuando.

—Porque el señor presidente no ha dispuesto aún de una semana que dedicar al
Coyote
—sonrió don César—. Cuando el cazador va en busca de jabalíes y jaguares, no es de extrañar que desprecie a los coyotes.

El presidente sonrió ante el halago.

—Sí —dijo—. He tenido que cazar tigres y leones de uniforme gris. Además creo que California se ofendería si la privase de su más famoso personaje. De todas formas, algún día quiero que me hable del
Coyote
y, también, de cómo ven sus compatriotas el problema de los chinos. Llegan muchos a California. ¿Les gusta eso a los californianos?

—A los antiguos no nos importa demasiado, señor presidente. Pero los de raza sajona no se sienten contentos.

—Gracias, don César. Antes de marcharse solicite una audiencia y… ¿Qué ha sido del fraile que trajo las esmeraldas, señor Greene?

—Regresó en seguida a California, señor presidente —respondió Greene.

—Entonces, si no tiene usted inconveniente, don César, le entregaré una carta para fray Anselmo de San Benito de Palermo. Hasta luego, don César.

El presidente se alejó para entregar las esmeraldas a uno de los oficiales que estaban de guardia en la Casa Blanca, y don César quedó con Greene y Bradford. En aquel momento reunióse con ellos el embajador de Austria.

—Hermosas esmeraldas —comentó el conde de Hagen—. ¿De dónde proceden?

—De California —explicó Greene.

—Las ha traído un franciscano a quien me gustaría mucho conocer —declaró Bradford.

—Es lamentable que ya se haya marchado —dijo Greene, algo nervioso.

—Debe de ser un hombre genial —siguió el jefe de policía—. Mis servicios de información me tienen al tanto de todas las llegadas a Washington. Sin embargo, nadie me ha advertido de que hubiese llegado un fraile californiano.

—Fray Anselmo debió de elegirlo por eso —dijo César—. No hubiera confiado una fortuna en piedras preciosas a un hombre que se hubiese hecho notar por los agentes de policía.

—¿Puede decirme por dónde llegó? —preguntó Bradford a Greene—. Quisiera dar una reprimenda a los agentes que no se fijaron en él.

—No sé por dónde vino, ni casi podría describir a ese fraile —dijo Greene—. Llegó a mi casa, me entregó la bolsa de las esmeraldas, me pidió que firmara un recibo y desapareció antes de que yo viera si era rubio o moreno, alto o bajo.

—Pero vestía hábito, ¿no? —preguntó César.

—No, no. Iba de seglar —tartamudeó Greene, dirigiendo una fulminante mirada a su cuñado.

—¿Y cómo supo usted que era un fraile? —preguntó el conde de Hagen.

—Porque él lo dijo. Si me permiten un momento, iré a atender a mi esposa. ¿Vienes, César?

—No se lleve usted a don César —pidió Bradford—. Necesito abrumarle a preguntas acerca del
Coyote
.

—Una especie de bandido generoso que tenemos en California para asustar a los niños malos —dijo don César.

—¿Una figura legendaria? —preguntó Hagen.

—No; aún vive, y de cuando en cuando aparece en público con la cara cubierta por un antifaz —explicó don César—. Se ofrecen casi cien mil dólares por su captura. Un buen premio, ¿verdad, señor Bradford?

—Desde luego.

—¿Por qué no trata usted de ganarlo? —preguntó Hagen, sacando una petaca de oro y ofreciendo a Bradford y a don César unos cigarros cortos, como cigarrillos, pero muy suaves, a la vez que explicaba—: En Viena esto lo fuman las damas; pero aquí ninguna se atrevería a hacerlo y, por lo tanto, los he de fumar yo. Traje una gran reserva y la estoy repartiendo entre mis amigos.

—Son muy suaves —admitió Bradford, dando unas chupadas al corto cigarro—. Muy suaves. Realmente, a veces he pensado que podría ir a disfrutar de unas vacaciones en California y, para distraerme, detener al
Coyote
y ganar el premio. Pero nunca creí que dieran tanto por la cabeza de un coyote.

—Es que debe de ser un coyote con colmillos de tigre —sonrió el conde de Hagen.

—Su fuerza debe de reposar, principalmente, en la ayuda que le prestan los californianos —dijo Bradford—. Seguramente don César le ha cobijado alguna vez en su casa, ¿no?

—Varias veces —rió César—. Y él me ha ayudado en diversas ocasiones.

—¿Y qué hace ese bandido generoso? —preguntó una joven que había escuchado la conversación.

Bradford hizo las presentaciones:

—La señorita Donna Hayden, hija de una de las más antiguas familias de la capital. Su abuelo y su bisabuelo lucharon con el general Washington en la Guerra de la Independencia. Señorita Hayden: el embajador de Su Majestad Imperial Francisco José y el señor don César de Echagüe, un hidalgo californiano.

Los hombres saludaron a la joven, que correspondió, además, con una deliciosa sonrisa.

—Mientras usted le explica a la señorita Hayden quién es
El Coyote
, yo iré a ver qué desea uno de mis hombres que acaba de hacerme una seña —dijo Bradford—. La Casa Blanca está muy vigilada. No quisiéramos que ocurriese un atentado como el que costó la vida a nuestro gran presidente Lincoln.

—Para usted no hay fiestas, señor Bradford —dijo la señorita Hayden.

—Gracias a su espíritu de sacrificio, Washington es una de las ciudades más seguras —sonrió el embajador, mientras Bradford se alejaba hacia un extremo del salón, donde cambió unas palabras en voz baja con uno de sus criados, después de lo cual salió apresuradamente.

—Hábleme del
Coyote
—pidió Donna Hayden.

—A mí también me interesa saber algo de ese personaje —dijo el conde de Hagen.

—En pocas palabras se explica quién es
El Coyote
—dijo don César—. Es una especie de loco que anda por el mundo disfrazado como si todo el año fuera carnaval. Ayuda a los pobres y a quien lo necesita. Parece disponer de una gran fortuna, aunque, de cuando en cuando, desvalija alguna diligencia. A los malos les pega un tiro en la oreja y los deja marcados. Y cuando son muy malos los marca en el corazón. Por su culpa mi hacienda ha sido registrada no menos de cuarenta veces por algún sheriff impaciente por añadir a su colección de cabezas la del
Coyote
.

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