La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (9 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—¿Es atractivo? —preguntó Donna Hayden.

—Lo es —dijo, distraídamente, el conde de Hagen, quien, en seguida, se apresuró a rectificar—: Quiero decir que debe de serlo. Yo, como es natural, no sé nada de él; pero los hombres de su tipo suelen ser atractivos.

—California debe de ser muy hermosa —dijo Donna Hayden—. Hace mucho tiempo que deseo visitarla; pero mi padre se ha entregado tanto a la política que no dispone de un minuto pasa mí.

—Eso es lo malo de la política —replicó don César—. Acapara todas las energías de uno, le hace prisionero con sus halagos, y, por último, le demuestra que ha perdido lastimosamente el tiempo.

—Pero siempre queda la gloria futura —dijo el conde de Hagen.

—¡La gloria! —Don César ahogó un bostezo—. ¿Qué es la gloria? En un artista es algo, pero en un político no es nada. Un político hace grandes cosas, se desvive por su pueblo, lo convierte en algo que vale la pena, y el pueblo, agradecido, le levanta en vida un monumento. Pasa el tiempo, el político se muere, viene otro que gana gloria y fama deshaciendo todo lo que hizo el otro político y que hace culminar su actuación derribando la estatua de aquel primer gran político, con lo cual todos se alegran y utilizan las piedras del primer monumento, y hasta el bronce del mismo, para levantar un mejor monumento al segundo político; pero viene un tercer político, que también deshace lo que hizo su antecesor, incluso el monumento, y se hace famoso y benemérito resucitando la figura del primer político, devolviéndole todo el lustre que empañó el otro y devolviéndole, también, el monumento, con lo cual el pueblo, agradecido, le levanta un monumento a él. Viene un cuarto político, diciendo que el segundo fue un genio, y éste ya no derriba los dos monumentos, sino que hace levantar el del segundo político. Con esto demuestra que nadie tiene tanto derecho como él a tener un monumento. Y sus admiradores se lo erigen.

—Es una forma algo escéptica de ver las cosas —dijo el conde de Hagen.

—Es una forma real. Yo considero estúpido molestarse por los demás. ¿Qué me importa su felicidad? Si yo hiciera felices a todos los habitantes de California, sólo conseguiría empezar a hacerlos desgraciados.

—¿Por qué? —preguntó Donna Hayden.

—Porque, como dice un amigo mío, el hombre sólo es feliz cuando no sabe que es feliz. Si se da cuenta de su felicidad, deja de ser feliz porque empieza a sentir miedo de perderla.

—En eso tiene algo de razón —admitió Donna Hayden—. Recuerdo algunos momentos de mi infancia que entonces me parecían terriblemente aburridos y que, en cambio, ahora me parece que fueron de gran felicidad. En cambio, ahora todo es muy aburrido.

—¿Me permite invitarla a una copa de champaña? —preguntó don César.

—Con mucho gusto —replicó Donna Hayden, apoyando la mano en el brazo de don César, quien la condujo hasta el salón donde se servían los refrescos, en tanto que el conde de Hagen se reunía con un grupo de amigos.

—Buen champaña —comentó don César, después de probar el que le habían servido.

—Es usted muy rico, ¿verdad, don César?

—Bastante rico.

—¿Y por qué, disponiendo de una fortuna, insiste en vivir en Los Ángeles, en lugar de hacerlo en Washington o en Nueva York?

—En mis árboles, señorita Hayden, anidan muchos pájaros. Tienen alas, pueden ir a donde quieran, y, sin embargo, no se mueven de allí. ¿Por qué lo hacen? Tal vez porque el sol brilla mejor en California, y las flores tienen un perfume más denso.

—¿Y porque las mujeres son más hermosas allí que aquí? —preguntó Donna.

—Esa era también mi opinión hasta hace… —El californiano se interrumpió para consultar su reloj, terminando luego—: Hasta hace, exactamente, cuarenta y dos minutos.

—¿Qué ocurrió hace cuarenta y dos minutos para que cambiase de opinión?

—La vi a usted.

—Es un agradable cumplido, don César. Veo que no miente la fama que de ser muy corteses tienen los de su tierra.

—En efecto; pero en este caso la cortesía es muy fácil, puesto que responde a la realidad, señorita.

—¿Les dice cosas así a muchas mujeres?

—Sólo a aquellas que lo merecen.

—Entonces sospecho que debe usted de tener muchas complicaciones sentimentales.

Don César miró desconcertado a la joven, que, advirtiéndolo, se echó a reír, comentando:

—Veo que puse el dedo en la llaga. Los hombres que saben halagar a las mujeres pueden conseguir mucho de ellas; pero también se exponen a cosas que no les deben de resultar agradables.

—¿De quién ha heredado tanta sagacidad?

—De mi madre. Se enamoró locamente de mi padre; pero mi padre no se enamoró de ella hasta que se dio cuenta de que mi madre era la única persona en el mundo que le comprendía. Sin embargo, mi madre dice muchas veces que no entiende nada de cuanto hace mi padre; aunque entonces comprendió lo suficiente para herirle en su punto más flaco: la vanidad.

—Son ustedes una familia muy notable. Pero usted hace mal tratando a ciertas personas.

—¿Por ejemplo?

—Quien juega con fuego acaba quemándose, señorita Hayden.

—¿Soy yo la que juega con fuego?

—Sí.

—¿En qué sentido?

—Si se lo dijese sabría usted tanto como sé yo. Además, podría equivocarme, en cuyo caso se reiría de mí. En cambio, limitándome a decirle que va por mal camino, la dejo perpleja… ¿O acaso no?

Donna Hayden movió negativamente la cabeza.

—No. No me deja perpleja, porque ha dado usted un palo de ciego. En cambio, yo acerté al decirle que su cortesía le produce grandes complicaciones sentimentales, ¿no?

—Sí; acertó usted; tal vez porque también se ha enamorado de mí.

—¿Eh? —Donna Hayden desorbitó los ojos—. ¿Qué está usted diciendo?

—Que sus ojos me dicen que se ha enamorado de don César de Echagüe, o acaso de su fortuna. Parece mentira lo atractivo que resulta un asno cargado de oro.

Haciendo un violento esfuerzo, Donna Hayden se echó a reír, para replicar luego:

—Es usted un hombre extraordinario, don César. Otra mujer se hubiera ofendido a causa de sus palabras.

—Y me habría cruzado la cara, plantándome luego aquí, sin importarle el momento ni el lugar, ¿no es eso?

—Sí.

—Pero usted no lo ha hecho.

—No; no lo he hecho.

—Y no por falta de ganas, ¿verdad?

—Si hubiese sentido un deseo irresistible, lo habría hecho.

—No le han faltado ganas; pero… juega usted con fuego, ¿no?

—¿El fuego de su pasión por mí, don César?

—Perdone que no responda a su pregunta, señorita. Tengo que atender a unos amigos. Además no quiero ser grosero. Y siento un sueño tan grande que me parece que voy a abandonar la Casa Blanca…

—¿Tan pronto? —preguntó Harold Bradford, quien se había acercado a la mesa y alargaba la mano hacia una copa de champaña helado.

—Sí. En Los Ángeles doy todas las semanas una recepción y todos los meses una fiesta. Estoy saturado de fiestas.

—El presidente tomaría a mal que se marchara usted antes de que terminara la fiesta. Pero si desea encontrar un rincón reservado donde nadie le moleste puedo indicarle uno.

—Se lo agradeceré.

—La señorita Hayden puede indicárselo. Ella conoce bien la Casa Blanca. La tercera biblioteca es el rincón más reservado. Además tiene un par de magníficos sillones. Con su permiso, señorita Hayden. Hasta luego, don César. Debo dar algunas órdenes. Un jefe de policía no dispone jamás de un minuto para él.

—La han convertido en mi guía, señorita Hayden. Emocionante, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir? —preguntó la joven.

—Nada más que eso. Que resulta emocionante para una mujer…

Abandonaron el salón y siguieron uno de los pasillos. Al cabo de unos instantes, Donna Hayden pidió:

—¿Por qué no acaba de decir lo que resulta emocionante para una mujer?

—El hacer de policía es emocionante; pero es peligroso, y, además, quita feminidad.

—Es natural que un policía no tenga nada de femenino.

—Si opina usted así, ¿por qué trabaja a las órdenes del jefe de policía? ¿Por dinero? ¿Por ambición? ¿O acaso porque él posee algún secreto sentimental de usted?

—¿Por qué me ha insultado antes? —preguntó Donna.

—No ha respondido a mi pregunta.

—Responda usted a la mía. ¿Por qué me insultó?

—Quise ver si reaccionaba como una dama o como un policía.

—¿Lo hice como un policía?

—Sí. ¿Me vigilaba por orden del señor Bradford?

—Sí.

—Ahora reacciona como una dama. Así me gusta más. Una mujer dedicada a detener criminales es muy desagradable. ¿Qué delito me achaca el jefe superior de policía?

—No lo sé. Sospecha que es usted alguien muy distinto de lo que parece.

—Me parece que no me refugiaré en la biblioteca. ¿Usted lo haría?

—Yo, sí.

—Quiero decir si lo haría en mi lugar.

—En su lugar, tal vez no. Preferiría pasear por el jardín.

—Gracias; creo que me instalaré en la biblioteca. No quiero crearle complicaciones. Además, dígale al señor Bradford que voy armado y que unos disparos en la Casa Blanca estropearían la fiesta.

—Se lo diré. Y le diré también que ya me he cansado de hacer de policía por afición. Quiero ir a visitar Los Ángeles. Hasta luego, don César.

—Adiós, señorita Hayden. Y muchas gracias.

A las dos de la madrugada terminó la fiesta y cada uno se marchó a su casa.

—Bradford está sospechando de ti —dijo Greene, cuando estuvieron en el coche que les debía conducir a casa de Edmonds—. Y lo peor es que también sospecha de mí. Sabe que no ha llegado ningún fraile y debe de creer que
El Coyote
interviene en lo de las esmeraldas. Creo que, además, sospecha con mucho acierto quién es
El Coyote
. Es un hombre muy sagaz. Te has enfrentado con enemigos peligrosos y muy inteligentes.

—Todas las sospechas del mundo no significan nada sin pruebas. Y, por ahora, Harold Bradford no las ha conseguido.

—Pero, si se lo propone, las obtendrá.

—Lo dudo. No estoy desprevenido.

—Me da miedo tu audacia, César. Algún día nos arrastrarás a todos en tu ruina.

—¿Cómo hay tanta luz en casa? —preguntó en aquel momento Beatriz de Echagüe, que hasta entonces había escuchado en silencio a su marido y a su hermano—. ¿Habrá ocurrido algo?

—No —dijo César—. Seguramente que mi hijo habrá hecho algún disparo y habrá alarmado a todos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Beatriz—. ¿Le has dejado tu revólver?

—Sí.

—¿Habrá matado a alguien?

—No, no. Sólo le permití que disparara contra el jardín si veía en él a alguien sospechoso.

Cuando el coche se detuvo ante la casa, Beatriz subió corriendo a averiguar el motivo de que todas las ventanas de la casa estuviesen iluminadas. Su hermano, entró en el jardín y, tras un breve examen, señaló hacia el suelo, indicando:

—Aquí se hundió una bala.

Cerca del agujero producido por el proyectil se veía un objeto negro que César recogió y, tras un breve examen, tiró lejos.

—¿Qué era? —preguntó su cuñado.

—La tarjeta de visita del hombre contra quien disparó mi hijo.

—Pero si aún no sabes nada…

—Claro que sé. Alguien quiso entrar en casa y fue descubierto por César, que, siguiendo mis instrucciones, disparó mi revólver. El visitante escapó, olvidando algo que le denuncia. Te agradeceré mucho que averigües dónde vive el señor André Fransac, viejo hacendado del Sur, arruinado por la guerra, que odia a los nordistas y, sin embargo, vive en Washington.

—¿Cómo quieres que dé con él?

—El señor Bradford te lo dirá. Él debe de estar enterado de dónde vive cada uno de los habitantes de Washington.

En aquel momento apareció Beatriz de Echagüe. Dirigiéndose a su hermano, gritó:

—Debes castigar a tu hijo. A las once y pico de la noche se le ocurrió disparar tu revólver, despertando a todos y haciendo que Evangelina se llevase un susto terrible. Ha habido que avisar a un médico, pues la pobrecita padece un terrible ataque de nervios.

—¿Cómo has educado a tu hija, que un simple disparo es suficiente para producirle un ataque de nervios?

—La he educado mejor que tú a César —replicó Beatriz—. Con el tiempo será un salvaje como su padre.

—Has sacado el mal genio de papá —sonrió César, tratando de acariciar la barbilla de su hermana, cosa que ésta impidió—. El mundo se perdió a un gran hombre el día en que tú naciste mujer.

—El mundo ya tenía a un gran hombre —replicó Beatriz—. No quise hacerte sombra; pero te repito que como tu hijo vuelva a hacer
El Coyote
en mi casa, le echaré de ella.

Cuando don César entró en su habitación encontró a su hijo entre orgulloso y asustado.

—Le disparé en cuanto le vi, papá —dijo—; pero tía Beatriz…

—No le hagas ningún caso. Las mujeres siempre protestan por todo. Dentro de algún tiempo dirá a todo el mundo que fuiste tú el que ahuyentaste a un secuestrador que pretendía robar a Evangelina para pedir un rescate por ella. Y si le decimos que no ocurrió así, también protestará.

—Entonces…, ¿me he portado bien?

—Sí. Yo, a tu edad, no me habría portado como tú.

Y don César acarició, sonriente, la cabeza de su hijo. Era posible que con el tiempo el muchacho llegara a ser, como decía su tía, un hombre como él; pero, de ocurrir así, don César no lo lamentaría.

Capítulo VII: Elias Fiske paga una deuda

César de Echagüe fue despertado violentamente por su cuñado.

—¿Qué ocurre? ¿Qué hora es?

—Son las nueve de la mañana. Ocurre algo grave.

—Lo más grave es que me has despertado.

—Muchos millones daría Elias Fiske porque alguien pudiera despertarle del sueño en que se encuentra —replicó Greene.

—¿Le han asesinado? —preguntó César.

—Sí. Degollado. En la mano derecha le encontraron una esmeralda falsa.

—¡Pobre hombre! —César se sentó en la cama y se pasó las manos por entre los cabellos, frotando con fuerza, como si quisiera despertar su cerebro—. Eso le hace pensar a uno que en este mundo es peligroso portarse mal. Tarde o temprano se paga el mal que se ha hecho. ¿Se sabe quién le asesinó?

—André Fransac. Por poco me meten en la cárcel cuando pregunté por él.

—¿Fuiste a ver a Bradford?

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