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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (6 page)

BOOK: La esclava de azul
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—Alyx es formidable —aprobó Antonio—. ¿Qué te está pareciendo?

—¿No sería igual de emocionante con jabalinas despuntadas? —planteé, mientras el derrotado añadía un nuevo surco rojo al suelo amarillento. Antonio me dirigió una mirada de estupefacción, como si le asombrase que un amigo suyo pudiera decir tales tonterías.

Durante estos preliminares Siderobros había permanecido al borde de la arena, contemplando las evoluciones de los actuantes. Un clamor general anunció que había llegado su turno. El gigante avanzó entre su compañero y los dos nubios, se detuvo frente a la presidencia, elevó su espada en señal de saludo y se ciñó el casco.

—Traía dos mil denarios para apostar por Siderobros —proclamó Antonio—. Lástima que no hallaré un solo loco que quiera arriesgarse en contra.

—Quizá te equivoques —respondió una voz, con fuerte acento siciliano, desde la fila de atrás. Correspondía a un hombre mal afeitado, de cejas pobladas—. Dos mil por los nubios —indicó al corredor. Antonio asintió y entregó a éste las monedas haciéndome un gesto expresivo acerca de la cordura de su interlocutor.

—No sabe lo que hace —comentó—. Siderobros se los va a merendar como dos higos negros. Bien, el otro día vi un curioso modelo de biga, traído de Persia. Creo que con los dos mil denarios tendré para el primer pago.

Los nubios se despojaron de las túnicas y descubrieron su sólida musculatura, empequeñecida en aquellos momentos por el contraste con la de Siderobros. Una enorme cicatriz, vestigio de algún antiguo combate, surcaba el pecho de uno de ellos; una línea blanca diagonal, atravesada por dos cortos segmentos y culminada en un ensanche. Sentí un nudo en la garganta. Cualquier observador hubiera identificado el dibujo de un lagarto.

Pese a la distancia pude observar cómo Siderobros palidecía. Dio un paso atrás y de pronto, con la expresión desencajada, dirigió unas palabras a su compañero y los dos mirmillones intercambiaron sus escudos. A pesar de mi escasa fe en el brasero de Ishtar creo que yo habría hecho lo mismo.

El presidente dio la señal y los combatientes se emparejaron dos a dos. El hombre-lagarto, que empuñaba el tridente con la zurda, chocó su arma con Siderobros, sin que pudiera determinarse de quién había sido la iniciativa. Pensé que mi cliente quería eliminarlo antes de que, tras matar conforme a la profecía al portador del león, se uniese al segundo nubio contra él.

Pronto se hizo evidente la disparidad de ambos enfrentamientos. Mientras el otro negro acorralaba a Glauco con arteras fintas de su red, Siderobros inició un demoledor ataque contra su rival, al que arrinconó ante nuestro mismo palco. El nubio intentó mejorar su posición con un forcejeo cuerpo a cuerpo, pero un golpe seco del escudo de Siderobros lo derribó sobre la arena, entre los vítores del público.

—En un buen mirmillón el brazo izquierdo es tan peligroso como el derecho —empezó a explicar Antonio—. Fíjate como ahora...

Enmudeció en este punto, como todos los espectadores del anfiteatro. Siderobros había levantado su espada para el golpe decisivo y el nubio trataba desesperadamente de protegerse con su tridente. Y en ese momento el escudo del mirmillón se desprendió de su antebrazo y rodó hasta caer boca abajo en la arena. Mi cliente lo siguió con la vista y paralizó su movimiento, como petrificado por la sorpresa. Cuando quiso reaccionar ya el tridente del reciario, impulsado con todas las fuerzas, se había incrustado en su pecho. El gigante dio varios pasos tambaleantes, con los dedos engarriados sobre su herida, y se desplomó entre una nube de polvo.

El hombre-lagarto saltó por encima del cuerpo del rival y acudió en ayuda de su compañero, que a juzgar por el cerco a que tenía sometido a Glauco bien poco la necesitaba. Entre los dos envolvieron al joven en sus redes, y tirando en sentido opuesto, dieron con él en tierra y le apuntaron con sus tridentes. Esta vez los pulgares se levantaron unánimemente. La muerte de Siderobros parecía haber impresionado tanto al público que ni los peores hematófagos querían más sangre en aquel lance. Antonio se tiraba de los pelos.

—¿Cómo es posible una suerte tan negra? —se lamentaba—. ¡Una rodela en malas condiciones! ¡Y ese grandullón que se la queda mirando, en vez de rematar el golpe!

Un rugido de desaprobación atronó los aires. El presidente, desoyendo la petición de clemencia, había bajado el pulgar y fue el hombre-lagarto, con una sonrisa inhumana, quien hincó las púas en el pecho de Glauco. Un silencio absoluto acompañó el recorrido de Siderobros y su compañero camino del espolario. Me incorporé de mi asiento.

—¿Dónde vas? —se sorprendió Antonio—. Yo soy quien debía ir a arrojarse a las panteras. ¡Dos mil denarios!

—Después te lo explicaré.

Pisoteando túnicas, odres de vino y calvas de litocéfalos llegué a la salida y corrí por el pasillo abovedado. Cerca de la reja deambulaba el portero de antes.

—¿Has visto lo de Siderobros? —me interceptó—. ¡Es increíble!

—Abre la puerta, rápido.

Seguí corriendo hasta el espolario. Siderobros había sido depositado en uno de los escalones cubierto de serrín, junto a Glauco y sus dos desgraciados antecesores. Sobre su pecho, perforado por tres cavernas ensangrentadas, reposaban su espada y el escudo.

Así la rodela y le di la vuelta. La abrazadera se había desprendido, pero no fue aquel detalle el que me impresionó. En el cuero del envés se dibujaba en pintura negra un león rampante, idéntico al cincelado en el escudo propio de mi cliente. Un manotazo en el hombro, que a punto estuvo de lanzarme sobre el hoplomaco, cortó mi gesto de sorpresa.

—Dame eso —mandó el agresor, tras un tartamudeo inicial, arrancando la rodela de mis manos—. ¿Qué haces tú aquí? —reconocí la hercúlea silueta de Alyx el númida.

—Era amigo de Siderobros —empecé a explicar. Mi interlocutor cerró y abrió los ojos tres veces seguidas, como si la indignación le impidiera fijar la vista en mí, antes de proclamar:

—Éste es un lugar sagrado para los gladiadores y no queremos curiosos. ¡Lárgate o te rompo los huesos!

Un orgulloso ateniense, cuyos antepasados lucharon en Maratón, no suele acatar órdenes proferidas en semejante tono. Claro que la regla admite excepciones y una de ellas tiene lugar cuando la amenaza proviene de una montaña de músculos, con todas sus arterias en tensión, que acaba de ensartar a un hombre como si fuera un cabritillo a la brasa. Miré al coloso con expresión lo bastante despreciativa como para que la dignidad ática quedase a salvo y, aplazando la investigación para mejor momento, abandoné el espolario. En la sala contigua rugían las panteras, tratando inútilmente de hacerse entender entre los rugidos del público.

Antonio condujo sus caballos durante el trayecto de vuelta a un trote cansino, en un silencio tan inhabitual en él que no supe si atribuirlo al dolor por la muerte del favorito popular o a la pérdida de sus dos mil denarios. Mientras los apulianos se encaminaban a su pesebre relaté lo sucedido a Baiasca, que nos aguardaba sentada en el poyo de la plaza. Pareció muy impresionada.

—Para ser mi primer cliente no puede decirse que me haya durado mucho —lamenté.

—Tú no has tenido ninguna culpa —me consoló la esclava.

—He dejado de ganar trescientos denarios, pero no es eso lo que me afecta. Había cogido cierta estima a Siderobros. ¿Crees en hechicerías y encantamientos? —Baiasca hizo un ademán indeciso.

—En mi país abundan las brujas. Pero nunca he visto un conjuro capaz de pintar un león en el envés de un escudo.

—El león pintado fue la causa de la muerte de Siderobros —asentí—. Un veterano como él habría sabido reaccionar al quedarse sin rodela, en especial cuando ya tenía acogotado a su rival. Fue al ver el dibujo cuando se paralizó, como si pensara que la profecía le alcanzaría hiciese lo que hiciese. Bien, murió siendo mi cliente y creo que, aunque no completase el pago de mis honorarios, tengo el deber moral de investigar su muerte.

—Alcímenes habría hecho lo mismo —aprobó la cémpsica.

—Empiezo a presentir que entre mi tío y yo hay unas cuantas diferencias. Llevo todo el camino de vuelta cavilando y no tengo una sola idea sobre lo que puede haber sucedido.

—Tu tío no se limitaba a meditar.

—¿Qué más hacía?

—Muchas cosas. Reconstruía la acción, interrogaba a los sospechosos; a veces se disfrazaba y se introducía en el ambiente de la víctima —proclamó con orgullo la esclava—. Tenía mucha facilidad para los disfraces y para adoptar acentos extranjeros —moví la cabeza negativamente.

—Podría hacerme pasar por gladiador y morir muy realistamente en el próximo festival del anfiteatro, pero no tengo la menor intención. Interrogar sospechosos sí está a mi alcance. ¿Quién es sospechoso? —Baiasca reflexionó la respuesta.

—Creo que Alcímenes investigaría a Alyx el númida. Y también iría a hablar con la bruja de Ishtar.

—Me parece una gran idea. ¿Qué es lo primero que haría?

—Atender a su nuevo cliente.

—¿Qué cliente?

—Espera en tu despacho. Es una patricia romana.

Ocupé mi asiento frente a la visitante, con la satisfactoria impresión de que la calidad de mi clientela mejoraba por momentos. Se trataba de una joven rubia, apenas una adolescente, que asomaba sus mejillas sonrosadas bajo unas gasas de luto. Le indiqué cortésmente que empezara.

—Me llamo Domitila —dijo—, aunque en la familia me conocen como Mitis. Soy hija de Elio Manlio Helvético, que ganó una palma en las Galias.

—Me suena —afirmé con la vaguedad habitual.

—Murió anteanoche.

—Lo lamento.

—Le encontramos apuñalado en su dormitorio —comunicó Mitis, con un hilo de voz.

—Eso es terrible.

—Cumplía cuarenta años y daba una fiesta a sus amigos. En plena representación de los actores que había contratado se sintió indispuesto y subió a su aposento para tomarse el tónico.

—¿Qué tónico?

—Padecía del corazón y siempre tenía preparado un tónico para prevenir los ataques. De pronto escuchamos un grito espantoso. Corrimos escaleras arriba y lo hallamos en el suelo de su habitación, con un puñal clavado en el pecho —los ojos de la joven se humedecieron—. Fue horroroso.

—Ya lo imagino. ¿Hay algún sospechoso?

—Sí —afirmó la patricia—. Némesis.

—Empezaré por interrogarla. ¿Dónde vive?

—En el Olimpo —pensé que aludía a algún barrio de Roma.

—¿Dónde queda eso?

—Me refiero al monte Olimpo. Es la diosa de la venganza.

Esta declaración motivó la pausa de sorpresa que cabe imaginar.

—Creo —aseguré— que este asunto merece una explicación mucho más detallada —ella bajó los ojos hacía la mesa y continuó:

—El mismo día de su cumpleaños mi padre recibió un regalo de un antiguo amigo suyo, que ahora vive en Éfeso; una estatua de Venus con una leyenda en su pedestal que decía: «Que la paz y la ventura reinen siempre en esta casa». Mi padre la colocó en su dormitorio y antes de empezar la fiesta la mostró a los invitados. Cuando por la noche, tras oír el grito, regresamos a su habitación estaba llena de sangre, que manchaba el suelo, las paredes, las ropas de la cama... Venus había desaparecido y en su lugar se hallaba una horrible representación de la diosa Némesis, con gesto amenazador y la cara contorsionada en una mueca de ira. Y en el pedestal se leía: «La venganza de Noviodunum te ha alcanzado».

—¿Cuánto tiempo pasó entre que tu padre salió hacia el dormitorio y escuchasteis su grito?

—Muy poco. El justo para que subiera las escaleras, abriese la puerta y se sirviera el tónico. La copa estaba derramada en el suelo cuando entramos.

—¿Hubo ocasión de que alguien entrara o saliera en ese intervalo?

—La puerta estaba cerrada por dentro.

—¿No hay ventana?

—Da a la puerta principal del jardín. Cuando los porteros oyeron el alarido miraron inmediatamente hacia la fachada y no vieron salir a nadie —hasta el momento la historia me parecía bastante impresionante.

—¿Qué es Noviodunum? —me interesé.

—Una ciudad de la Galia transalpina.

—¿Y qué venganza podía recibir tu padre desde ella? —Mitis se ruborizó.

—A un exquiriente no se le debe ocultar nada, ¿verdad?

—Sería funesto para la investigación.

—Me va a dar mucha vergüenza contártelo.

—Haz un esfuerzo.

—Mi padre fue un héroe de la guerra contra los helvecios. Mandaba una cohorte que cayó en una emboscada, muy cerca de Noviodunum, y fue rodeada por cinco mil bárbaros. Sus tropas resistieron heroicamente y sucumbieron hasta el último legionario. Mi padre fue el único que se salvó, cubierto de heridas, después de atravesar las líneas enemigas en una carga desesperada. El senado le concedió la palma y el apellido de Helvético.

—Una gesta muy loable —aplaudí. La patricia enrojeció aún más.

—Todo fue una patraña —reveló en tono apenas audible—. La realidad es que mi padre fue un traidor y un cobarde, que vendió a sus compañeros de armas a cambio de salvar la vida —mi visitante se tapó la cara con las manos, hizo una breve pausa y continuó—: Hace un par de años, tras los primeros ataques al corazón, tuvo una crisis de conciencia. Un día nos reunió a su esposa y a sus hijos y nos confesó la verdad. Los helvecios habían ofrecido una rendición honrosa, pero sus subordinados se negaron a aceptarla. Entonces salió a parlamentar y mientras en apariencia les transmitía la negativa en realidad proponía desguarnecer un ala de la fortificación para que los enemigos entrasen por ella. Hicieron una carnicería y después de decapitar al último de sus hombres le causaron varias heridas superficiales, para que de vuelta a las líneas romanas pudiera simular haber escapado tras feroz combate. Mi padre estaba lleno de remordimientos y soñaba todas las noches con las cabezas de romanos que los bárbaros apilaban mientras él huía a caballo. Dime, ¿fue Némesis quien le mató?

—¿Sigue estando la diosa en su sitio?

—No hemos tocado nada.

—Deberé empezar por ver la casa, la habitación y la estatua de Némesis.

—Vivimos en la vía Nomentana, junto al templo de Quirino. Por favor, no digas a mi hermano que sabes lo de Noviodunum. Me mataría por descubrir los secretos de la familia. Fue el más afectado por las revelaciones de mi padre.

—Pasaré mañana sin falta —dudé durante unos instantes si debía plantear tan indelicado tema, hasta resolver que, a fin de cuentas, era un profesional—. Suelo cobrar parte de los honorarios por adelantado.

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