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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (8 page)

BOOK: La esclava de azul
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—Puede ser una teoría.

—Ya se me ocurrió a mí. Pero el combate con los nubios estaba concertado mucho antes de que Siderobros visitase a la bruja.

—Tal vez la cicatriz fuese falsa, pintada por alguien que estaba al corriente de la profecía.

—Lo mismo pensé yo. Por eso al acabar el festival fui en busca del nubio y palpé su cicatriz. Era tan legítima como las mías.

—Pasemos a otro punto. ¿Conocías al mirmillón que hizo pareja con Siderobros?

—Muy por encima. El dueño del anfiteatro lo compró a un lechero de la vía Aurelia hace una semana. Tenía buenos músculos para acarrear leche, pero contra dos reciarios profesionales no suelen ser suficientes. Fue una barbaridad hacerle combatir tan pronto.

—¿Podrías averiguar quién le proporcionó su escudo? —Alyx sonrió victoriosamente.

—Investigué un poco por mi cuenta. Normalmente los novatos son armados a costa del anfiteatro, pero esta vez el encargado del material jura que llegó completamente pertrechado —advertí, con no poco desaliento, que todas mis teorías habían sido anticipadas por el númida. Si no fuese por su irrefrenable propensión a cerrar los ojos cada vez que pensaba, que tanto hubiera desconcertado a sus clientes, habría podido ejercer el oficio con el mismo éxito que yo. Recordé la pista sugerida por Baiasca y me así a ella como última posibilidad.

—¿Sabes si alguien apostó alguna cantidad importante contra Siderobros?

—Es fácil de averiguar. ¡Paulo! —voceó Alyx. El lanista se acercó—. Además de preparar a los novatos Paulo trabaja de corredor durante los festivales.

—¿Qué haces ahí parado con ése? —le recriminó el canoso—. Ni siquiera quiere ser gladiador.

—¿Cuánta gente apostó por los nubios en el festival de ayer?

—Muy poca. Me han hablado de un siciliano que ganó dos mil denarios.

—Ya sé quien los perdió —asentí decepcionado. Por mucho que le escocieran a Publio Antonio, no eran bastantes para justificar un complot. Sentí como la última pista se perdía.

—Aparte, naturalmente, de los cincuenta talentos del epirota —agregó el lanista. Creí no haber entendido bien.

—¿Cincuenta talentos?

—Los repartió entre los corredores, con la orden de aceptar cualquier apuesta contra Siderobros. Se agotaron inmediatamente. Luego recogió las ganancias y se marchó sin dejar un mal sextercio de propina. ¡Maldito tacaño!

—¿Dónde vive? —me apresuré a preguntar.

—Supongo que en el Epiro. Nos dijo que estaba de viaje por Italia y que había visto combatir a los nubios en Pompeya. Todos creímos que estaba loco.

—Descríbelo con detalle.

—Era muy poca cosa, bajito y con los hombros estrechos. Una nulidad como gladiador.

—¿Rubio o moreno? —Paulo hizo un esfuerzo de memoria.

—La verdad es que me fijé más en sus cincuenta talentos. Creo que moreno.

—Necesito alguna seña distintiva. ¿Era cojo, o tuerto, o tartamudo?

—Hay mucha gente que tartamudea —medió Alyx—. Y no veo nada malo en ello.

—Si te sirve tenía la nariz muy ganchuda, en forma de apagavelas, y los ojos saltones.

—Algo es algo. Pero en una ciudad como ésta debe de haber miles de narices así.

—Si te resulta un consuelo, sería peor en Jerusalén.

—¿Y si ni siquiera fuese epirota?

—Lo era. Yo soy dálmata y no me hubiera engañado sobre este punto —creí agotada la información que pudiera extraer de mis interlocutores. La probabilidad matemática de hallar al apostador era de una entre varios centenares, pero disminuiría cuanto más demorase su búsqueda. Agradecí la colaboración y me dispuse a abandonar el recinto.

—Avísame cuando lo encuentres —rogó Alyx—. Matar a Siderobros estuvo muy mal, pero no hay crimen más horrible que hacer trampas en el anfiteatro.

Baiasca me aguardaba a la salida.

—Las panteras llevan un rato calladas —comentó—. Empezaba a preocuparme qué les habían echado de comer.

—Los atenienses producimos ardor de estómago. Antes que nada, ¿sabrías reconocer un epirota entre la multitud?

—Creo que no demasiado.

—Deberemos intentarlo —y procedí a relatar a la esclava los resultados de mis investigaciones.

—Has hecho muchos progresos —me felicitó.

—No servirán de nada si se nos escapa el apostador. ¿Por dónde empezamos a buscarle?

—Conozco a un epirota con la nariz ganchuda —dijo Baiasca—. Es un pordiosero, que Alcímenes usaba a veces como confidente. Suele mendigar por el mercado del Aventino —hice un gesto negativo.

—No nos sirven los mendigos. Buscamos un hombre acaudalado, capaz de arriesgar cincuenta talentos. Pero a falta de otra cosa podemos preguntar a tu amigo si sabe de algún compatriota rico que haya visitado últimamente la ciudad. También debemos ir a ver a un lechero de la vía Aurelia. Pero antes nos esperan la familia de Elio Manlio y su estatua homicida. Resulta curioso cuánta gente se conoce en esta profesión, ¿verdad? ¿Está lejos la vía Nomentana?

—Empieza detrás de aquellas casas.

—¡Excelente! Temía que nos aguardase otra caminata.

—Tiene más de quince millas —comunicó lúgubremente la esclava.

No recorrimos más que una, por fortuna, hasta encontrar la casa de Elio Manlio Helvético, héroe de las Galias. Respondía exactamente al curioso concepto que de una mansión lujosa tienen los romanos, es decir, un caserón formidable y amurallado, sin resquicios al exterior, más apto para resistir un cerco de rebeldes germanos que para la regalada vida de sus moradores. La rodeaba un jardín frondoso, limitado por las púas de una verja de hierro. Unos cuantos perros feroces mostraron sus dientes al otro lado de los barrotes, mientras Baiasca y yo aguardábamos a que fueran reducidos por los porteros.

Entre los oscuros setos del jardín destacaba el mármol blanco de diez o doce esculturas, en las que se hallaba representado casi todo el panteón romano. Las examiné con ojo helénico, esperando descubrir los habituales dislates anatómicos del arte indígena. Resultaron de una calidad muy estimable, pero los hechos ocurridos en la villa daban al conjunto un aire vagamente amenazador, como si Júpiter y su olímpica familia estuvieran planeando un nuevo escarmiento para los mortales.

Acudió a recibirnos un hombrecillo rechoncho, de espesas guedejas y tenaz bizquera, que se definió como el siervo en jefe Cocleo. Un exquiriente propenso a dejarse llevar por las apariencias le habría declarado culpable sin más averiguación.

—Las señoras te aguardan en el salón —comunicó—. Pero me han encargado que antes te acompañe al lugar de los hechos y conteste a todas tus preguntas. Tu esclava puede esperar aquí fuera. —Baiasca miró de reojo hacia el jardín, no sé si a las estatuas o a los perros que seguían ladrando junto a la verja, y no pareció muy feliz, pero me indicó con el gesto que no replicara.

Escolté al bisojo por el suntuoso interior del edificio hasta el atrio descubierto. El hogar de Elio Manlio estaba decorado al gusto de un patricio romano, con la increíble variedad de riquezas que un buen depredador puede acumular en sus esforzados años de servicio en provincias. Los tesoros se amontonaban, conforme a tal usanza, al estilo de las urracas en su nido, a base de colocar ánforas micénicas sobre calderos dorados de druida.

—Aquí se celebró el banquete —explicó—. Al lado de la fuente estaba la mesa presidencial y alrededor las de los invitados. En esa explanada, bajo las escaleras, se hallaban los actores representando la tragedia.

—¿Qué tragedia?

—¿Qué tiene que ver eso con la muerte del señor?

—En realidad nada, pero soy muy aficionado al teatro.

—Las Euménides, de tu compatriota Esquilo. Siempre me duermo con esos dramones griegos. Prefiero a Plauto —le lancé una despreciativa mirada, como indicando que tal predilección era propia de un ser tan ínfimo como él, pero la ignoró y continuó—: Cuando mi amo se sintió indispuesto se levantó de la mesa, rodeó el escenario y subió por esta escalera. Esa es la puerta de sus aposentos —agregó, señalando al final de los peldaños.

—¿Iba solo?

—Completamente. Yo le seguí con la vista, porque estaba muy demacrado y me inquietaba su estado. Le vi abrir la puerta con esta llave, así, y volverla a cerrar —habíamos accedido a una pequeña antesala. El siervo me advirtió—: Resulta algo impresionante.

—En este oficio es difícil... ¡Por la piel de la cabra Amaltea! —exclamé en griego, apenas traspasado el umbral, sintiendo cómo se erizaban todos mis cabellos.

La habitación entera era una mancha de sangre seca. El suelo, las paredes, las ropas de la cama adoselada, estaban cubiertas por su costra granate. Y presidiendo aquel espectáculo desde el pedestal la diosa de la venganza fruncía su ceño horrible y extendía los dedos crispados en un sobrecogedor gesto de amenaza. En la basa se leía: «La venganza de Noviodunum te ha alcanzado».

Supongo que un exquiriente veterano, endurecido en el contacto diario con crímenes sanguinarios y espíritus del Averno, no hubiese vacilado en un acto tan inocuo como el de palpar una estatua de piedra. Por lo que a mí respecta no puedo negar que al extender la mano ésta temblaba, más de lo tolerable en un descendiente de los vencedores de Salamina. Pasé las yemas de los dedos por su rígida cabellera, la tensa musculatura de los brazos, los pliegues de la túnica. Resultaron tan duros y fríos al tacto como correspondía al mármol en que fue esculpida.

Una mano se posó en mi hombro, haciéndome dar un respingo de regular dimensión. Era el ruin Cocleo, provisto de un afilado estilete.

—Es el arma homicida —definió en un susurro. Comparé mentalmente el tamaño de su empuñadura estriada con el del hueco de la palma derecha de la diosa. Encajaban perfectamente.

Algo más tranquilizado examiné la estatua. No era de gran volumen, algo más de una cuarta por debajo de las dimensiones naturales, pero pese a su horripilante gesto tenía toda la majestad que cabe exigir a una divinidad olímpica. Si su procedencia era humana resultaba obvio que sólo un artista griego, y no del montón, había podido delimitarla en la piedra.

Por el contrario el pedestal presentaba unos feos ornamentos afiligranados, en forma de guirnaldas anudadas, de indiscutible escuela romana. Así lo indiqué a Cocleo, quien respondió:

—La basa no vino con la estatua. Sostenía una figura de Hebe que se rompió hace tres días. La señora tuvo un vahído y al apoyarse en ella le quebró un brazo. Por eso mi amo decidió sustituirla por la que le enviaba su amigo de Éfeso.

Me asomé a la ventana del dormitorio. Abría a buena altura sobre el jardín, frente a la verja de hierro junto a la que patrullaban el portero y sus perros. Baiasca estaba sentada en los peldaños de la entrada, sin quitar ojo a los mastines. Sobre mi cabeza sobresalía el voladizo del tejado.

—La fachada estaba iluminada con motivo de la fiesta —dijo Cocleo, anticipándose a mis pensamientos—. Nadie pudo saltar por la ventana sin ser visto por los porteros. Y los perros despedazarían a cualquiera que vagase por el jardín de noche. Tampoco era posible salir por la puerta sin llamar la atención de los espectadores de la tragedia.

—¿Cuál es entonces tu teoría?

—Un esclavo no tiene teorías. Sólo sé que en el momento de su muerte mi señor estaba solo. Solo con Némesis, naturalmente.

Dominando mi aprensión hacia la sangre seca, tanteé las paredes y el suelo, incluso debajo de la cama.

—Debe de haber algún pasadizo para salir de aquí —expuse. Cocleo disimuló una sonrisa.

—La casa de un patricio romano no tiene pasadizos —afirmó—. Esas cosas sólo ocurren en las comedias griegas —abandoné la búsqueda sin resultados.

—¿Por qué cerró Elio Manlio la puerta?

—Siempre lo hacía para tomar su tónico. Era muy receloso y temía que alguien descubriera el lugar donde lo escondía y le privara de él en el momento en que lo necesitara.

—¿Dónde lo guardaba?

—Aquí dentro —sobre el aparador había una terracota policromada, representando a una muchacha con un cántaro en brazos. Cocleo apretó su codo y al instante el recipiente se inclinó y dejó caer varias gotas de un líquido verdoso.

—Me has dado una idea —señalé. Y regresando junto a la estatua comencé a palparla en busca de algún posible resorte que activase un ignorado mecanismo. Tras oprimir todos sus puntos salientes llegué, en un ademán algo irreverente, a tirar de las orejas de la diosa.

—Si ella vuelve no le va a gustar todo esto —auguró fúnebremente Cocleo.

—Era una posibilidad —alegué, desistiendo del intento—. Bien, llévame junto a tus amas. No hay mucho más que ver aquí.

—¿Podemos limpiar la habitación?

—Hacedlo cuanto antes. Según un proverbio ático la sangre llama a la sangre.

Guardé el estilete bajo mi túnica y descendí las escaleras sumido en hondas meditaciones. Nada más llegar al salón mis clientes iban a pedirme la explicación racional de lo sucedido. Echar la culpa a una estatua de mármol podría ser una hipótesis más o menos defendible, pero no acababa de justificar los mil denarios de mi tarifa.

—Olvidé dar un recado a mi esclava —indiqué a Cocleo—. Di a tus amas que regreso enseguida.

Baiasca continuaba sentada en los escalones.

—¿Qué tal ahí dentro? —se apresuró a preguntar. Le narré rápidamente mis actividades y añadí:

—Tengo una teoría. Elio Manlio estaba enfermo y agobiado por los remordimientos. La tragedia que se representaba, sobre las furias infernales vengadoras, debió despertar el recuerdo de su traición. ¿Y si hubiese querido lavar su infamia al estilo de los antiguos romanos, clavándose un puñal en el pecho? —la cémpsica hizo un gesto de asentimiento—. Pero eso no justificaría cómo la diosa del amor se transforma de repente en un ser horripilante.

—Tampoco cómo un hombre con un estilete en el corazón tiene tiempo y humor para manchar las paredes con su propia sangre —replicó Baiasca. Mi hipótesis se derrumbó con un estrepitoso sonido de cristales.

—Temo que estamos en un callejón sin salida. ¿Qué voy a contar a mis clientes?

—No les cuentes nada. Pregúntales tú a ellos.

—¿Tú crees?

—Estás en el comienzo de la investigación. Si un enigma se resolviera con un simple paseo por el lugar de los hechos cualquiera podría ser exquiriente.

—Tienes razón —apoyé—. Pero nadie va a explicarme cómo se puede apuñalar a un hombre solo en una habitación cerrada. ¿Estuvo alguna vez Alcímenes ante un misterio parecido?

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