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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (48 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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—Pues regálalo, o qué sé yo, pero sácalo de aquí. No quiero verlo más. Me parte el corazón.

Más claro, imposible. Y ¿qué puedo decir yo? Lo comprendía. Maurus no podía saber que en mi interior también se había extendido un desierto blanco, que yo también tenía una gran sensación de vacío y de absurdo. Todos echábamos de menos a Nina. Ninguno de nosotros podía entender la arbitrariedad con la que se distribuía la vida y la muerte entre los seres humanos. En las últimas semanas habíamos sido conscientes de que Nina no lo conseguiría, y aun así habíamos esperado un milagro. La impotencia y la imposibilidad de salvar a su hija habían llevado a Maurus al borde de la locura.

Ilona me regaló a Gyula, el primo de Nina, que tenía nueve años.

—Mira qué oso más simpático —le dijo Zsuzsa, su madre.

—No lo quiero —replicó Gyula, haciendo un mohín con la boca.

—¿Y por qué no? Necesita un nuevo hogar.

—Porque era de Nina.

—Sí, es cierto. Y seguro que ahora al osito le gustaría tener otro compañero de juegos.

No, gracias
.

—Nina está muerta. No lo quiero.

Vi que Zsuzsa sonreía a Ilona, disculpándose. Las palabras del niño fueron como latigazos para Ilona.

—Bueno, quizá no era una buena idea… Volveré a llevármelo.

—No, déjalo —se apresuró a decir Zsuzsa—. Estoy segura de que pronto se harán amigos.

Ilona dirigió una mirada dubitativa a su cuñada.

—Nina quería mucho a este oso —dijo—. Sé que parecerá una tontería, pero me gustaría que estuviera bien.

—No te preocupes, aquí estará bien. Gyula está pasando por una fase de terquedad, y nunca está contento con nada, ¿sabes? Serán cosas de la edad.

Nina no era así
.

—Se llama Mici Mackó —dijo Ilona, y noté que se sintió extraña al decirlo.

Gracias, Ilona
.

Después de una despedida tensa, Zsuzsa cerró la puerta detrás de Ilona y mi vida continuó, lo quisiera o no.

Lo diré sin rodeos: Gyula y yo nunca fuimos amigos. Lo único que compartíamos era nuestra preferencia por los canales de televisión del oeste, eso era todo.

Tenía la sensación de que mi vida se reducía cada vez más a un único sentimiento: la nostalgia. Cuanto más viejo me hacía, a más personas extrañaba, más dolorosa era la añoranza y más anhelaba un lugar tranquilo y duradero. No sospechaba en absoluto adónde me llevaría el tranvía llamado deseo. De lo contrario, quizá habría preferido quedarme con Gyula, en vez de con Sidonie Federspiel, su abuela.

Gyula no tenía ganas de ir a visitarla (después de que se abrieran las fronteras, ya no era una aventura viajar a los países occidentales) y tampoco tenía ganas de llevarme con él, y cuando por fin terminó la semana de visita obligada a la abuela se fue aliviado y se olvidó de mí, así, sin más, y, conociéndolo como lo conozco, seguramente a propósito. Por lo tanto, bien mirado, no me quedé en la Döblinger Hauptstrasse por casualidad, sino por voluntad de Gyula.

Madame Federspiel tenía la caja de zapatos en el regazo. Normalmente sacaba las fotografías de una en una. La copa de champán que tenía al lado estaba medio vacía. El disco había terminado y vi que el brazo del tocadiscos estaba apoyado en el centro del disco negro y enviaba sonoros crujidos por los altavoces. Pasaba casi cada día, porque siempre se quedaba dormida antes de que Tosca consiguiera matar al malvado Scarpia.

Yo seguía absorto en mis pensamientos cuando Lisette saltó de repente del regazo de su dueña y volcó la copa de champán. El líquido se derramó chapoteando sobre la moqueta. Madame Federspiel dormía como un tronco. Pero aunque se hubiese despertado, habría reaccionado al desliz de la gata gris meneando cariñosamente la cabeza. Era indulgente con sus favoritos.

La pandilla de gatos se alborotó. Eso no auguraba normalmente nada bueno, ya que yo solía pagar entonces el pato en sus juegos sádicos. Ping, Pang y Pong corrían por la habitación con la cola tiesa, entonando un concierto de maullidos que no tenía nada que envidiar a los de su dueña.

¿Qué mosca les había picado a esos estúpidos bichos? ¿No podían concederme un poco de tranquilidad por las tardes?

No pararon de maullar, y solo cuando anocheció y Sidonie Federspiel seguía durmiendo en su sillón, se me ocurrió pensar que posiblemente nunca despertaría.

La observé sin pestañear. Una hora, dos, tres, cinco. No se movió. Los gatos siguieron maullando y se apretujaron en el pasillo.

Madame Federspiel no se despertó. Se había dormido para siempre en medio de sus recuerdos más hermosos.

Qué diferente fue esa muerte de la de Nina. Entre ambas habían pasado diez años, diez años que le habían sido regalados a aquella anciana, diez años que a Nina le habían sido negados. Era tan pequeña… Había sido tan improcedente… ¿Y madame Federspiel? Ella había disfrutado de la vida, había vivido su vida, su tiempo había acabado por sí solo: de una ampolla del reloj de arena a la otra. El reloj de arena de Nina se había roto cuando la ampolla superior estaba todavía casi llena. Se había roto en mil pedazos, la arena se había esparcido y el viento la había arrastrado en todas direcciones.

No sentí pena, solo noté un ligero suspiro en mi interior por haber vuelto a sobrevivir a otra persona.

Pasé el cambio de siglo en la diminuta tienda de muñecos de Ferdinand. Después de que los gatos armaran jaleo durante tres días, una vecina había llamado a la policía. Después, se llevaron a los gatos al asilo para animales, los muebles a la planta de reciclaje y todos los demás objetos se los dieron a un trapero. Yo formaba parte de ellos. El resto es historia.

9

D
urante las últimas horas no he parado de oír el chirriar de los motores cuando impulsan los aviones al cielo.

He reflexionado mucho.

Como tantas veces antes, espero a que alguien se haga cargo de mi destino y lo determine. Si miro atrás, puedo decirme con orgullo que he hecho bien mi trabajo. Mi vida, la vida de Henry N. Brown, ha sido una vida plena, emocionante, variada y movida, aunque en mi opinión no tendría por qué acabar forzosamente.

Oigo pasos.

Alguien entra y me saca de la bandeja.

Lo percibo todo y nada.

—Bueno —dice una voz desconocida—, vamos a ver con qué nos has provocado tantas molestias.

Venid a buscarme. Contemplad el amor que ha determinado mi vida. Sostenedlo en vuestras manos y sentid cómo late. Tal vez os ayude. Tal vez despierte en vosotros la fe en la bondad de una nueva vida. Tal vez cobréis aliento. Tal vez vosotros también os acordaréis de mí toda la vida. De Henry N. Brown, el oso de peluche que llevaba dentro de sí el amor.

Con el rabillo del ojo veo acercarse un cúter y espero la primera incisión.

Epílogo

L
os cálidos rayos del sol caen a través del follaje ralo del abedul que hay delante de la ventana. Un herrerillo azul se ha posado en una rama y gorjea una melodía.

La escritora deja la taza de té encima del escritorio, se sienta en la silla de oficina y pone en marcha el ordenador.

Sobre la pila de libros que tiene al lado hay un pedazo de terciopelo negro. Acaricia con el pulgar la tela brillante, luego abre el cajón del escritorio y saca un corazón dorado. Es de oro y destella a la luz del sol. Así pues, ese es el aspecto del amor.

Con la uña del pulgar, la escritora acciona un mecanismo diminuto y la tapa de la joya se abre de golpe. Se pone bien las gafas para poder ver mejor, aunque hace tiempo que conoce de memoria la inscripción. Lee a media voz: «
A&W. May our hearts beat like one
».

Sonríe y levanta la mirada. Tuerce ligeramente la cabeza a un lado.

—Así qué, Henry, ¿manos a la obra? —dice, y me guiña un ojo.

El corazón me palpita de excitación. Le devuelvo el guiño desde mi sitio en la vitrina de madera de cerezo.

Comienza a escribir.

ANNE HELENE BUBENZER, nació en 1973 en la actual Siegen (Alemania). Es escritora, editora y traductora.
La fabulosa historia de Henry N. Brown
, que ha cosechado éxito de crítica y ventas en su país, es su primera novela publicada en nuestro mercado.

www.anne-bubenzer.de

Notas

[1]
La cita pertenece al libro
Una habitación con vistas
, de E.M. Forster, traducido por Marta Pessarrodona.
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