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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (9 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Upstairs
, solía pasar el rato en la sala de los hombres o en el salón de las mujeres. Tengo que confesar que prefería con mucho la sala de los hombres, porque en el salón de las mujeres no ocurrían muchas cosas. Emily se sentaba de vez en cuando en una pequeña
chaise longue
y leía un libro, generalmente al atardecer. A mediodía tomaba allí el té o se dedicaba a alguna labor, pero eso era aburrido comparado con las aventuras que se vivían en aquella casa.

Cuando los señores estaban fuera más tiempo, miss Hold permitía a veces que hubiera música. En la biblioteca, una sala oscura y fría, y con lomos de libros haciendo las veces de paredes, había un curioso aparato con el que se podía conseguir que sonaran canciones de unos discos negros. Tenía una enorme manivela a un lado y un embudo que se estiraba hacia arriba como una enorme oreja de elefante. Esos días, Cathy ofrecía el mejor programa de entretenimiento. Limpiaba y revoloteaba, volaba de habitación en habitación con ramos frescos de lilas y hortensias, y a veces me cogía del cojín donde me sentaba y me sostenía delante con los brazos estirados.

—¿Que si quiero bailar? ¡Me encantaría, caballero! —exclamaba, y luego dábamos vueltas juntos y sus faldillas volaban.

Para, ¡me estoy mareando! ¡No tan deprisa
!

Seguíamos girando, cada vez más y más deprisa, con las piernas en el aire; el gramófono graznaba y crujía.

—Es usted muy impetuoso, mister Puddly, me estoy mareando —decía Cathy sin aliento y con las mejillas enrojecidas.

Así aprendí a bailar el charlestón. Con Cathy. En la biblioteca.

Es curioso: apreciaba mucho a Victor, me encantaba escucharlo cuando hablaba de cosas que le importaban, cuando hacía bromas o les leía algo a los niños. Leo y Lili se inventaban juegos disparatados conmigo, en los que yo participaba contento, sobre todo porque solíamos emprender expediciones a tierras lejanas, donde luchábamos contra serpientes, tigres y hucahucas. Sin embargo, con quien mejor me lo pasé en aquella época fue con Cathy. A veces se parecía un poco a Alice, no tanto por el físico como por su manera de regocijarse con las cosas. Era un regocijo que salía de dentro. Franco y sin pretensiones. Estaba tan guapa y radiante cuando bailábamos… Deseé que siempre riera y fuera feliz. Pero, por lo visto, los deseos de un oso no reciben un trato preferente en los momentos decisivos.

Emily recibía amigas muy de vez en cuando. Por lo general, los Brown organizaban cenas o reuniones sociales, y entonces venían escritores y escritoras y todo tipo de gente con otras profesiones alocadas: artistas, pintores, escultores. La mayoría se conocían de su época de estudiantes, habían sido miembros del mismo círculo en Cambridge. Por tradición, solían reunirse los jueves, y entonces había debates. El salón se llenaba pronto de voces y vida. El aire se hacía cada vez más y más denso, cargado de humo y de grandes ideas.

Esas noches, las conversaciones eran muy distintas de las historias alegres que oía en la cocina. Había muchas cosas que no entendía. Utilizaban términos con los que no asociaba nada, hablaban de cosas abstractas que me eran desconocidas. Sociedad, derechos, liberación, colonialismo. ¿Qué tenía que pensar al respecto un principiante en ese mundo como yo?

¿A qué se refería la nerviosa Virginia cuando, fumando lentamente un cigarrillo, hablaba de autodeterminación?

¿A qué se refería Strachey cuando, mesándose la larga barba y subiéndose las gafas en la nariz, se quejaba de la corrompida moral victoriana?

No lo sabía.

Sin embargo, ellos también se entregaban a cotilleos, igual que el personal
downstairs
:

—¿Te has enterado de que E. M. ha vuelto a la India? A ver al maharajá…

—Bueno, si el pobre cree que eso le servirá a su creatividad.

Entretanto, otro preguntó:

—¿Alguien ha leído la última novela de Milne? Me ha defraudado enormemente…

—¿Cuál? ¿
El señor Pim pasa
? A mí, la narración me pareció excelente.

Y un tercero comentó:

—En el periódico escriben de ese abogado indio casi a diario. ¿No es ejemplar su forma de interceder por su pueblo? Hace unos días incluso inició una huelga de hambre. Aquí, la gente es tan apática que ni siquiera sabe cómo se lucha por una causa.

De ese modo, hablaban y discutían hasta bien entrada la noche de colegas y amigos, de enemigos y conocidos.

Durante el día, se procuraba que no faltara comida ni bebida por la noche. Entonces, Mary Jane se superaba a sí misma, y miss Hold se ocupaba de que no se viera ni una mota de polvo en ningún sitio.

Por mí, las cosas podrían haber seguido así eternamente. El día comenzaba con el timbrazo del lechero por la mañana y acababa con el leve chisporroteo del fuego de la chimenea apagándose. Entremedias, horas llenas de acontecimientos, que me enseñaron más cosas sobre la vida de las que nunca habría podido mostrarme Alice. Aquella casa era el paraíso para un oso de peluche ávido de conocimientos como yo.

Pero, por desgracia, donde está el paraíso también ronda el pecado.

Como ya he señalado, fue Leo quien hizo que mi idea de la felicidad perfecta se tambaleara. Ocurrió un miércoles, en el verano de 1923.

El sol brillaba con una calidez insólita para ser Londres. Hacía un día magnífico. Tal vez no era necesariamente el día adecuado para limpiar las ventanas (más tarde aprendí con Marga Möhrche que no hay que limpiar las ventanas cuando brilla el sol, porque entonces quedan rayas), pero Cathy cogió un cubo con agua y jabón, una pila de periódicos viejos y se subió a la escalera de mano.

—Para proporcionar a los Brown unas vistas claras —le dijo a James riendo.

Yo me encontraba en el salón y desde allí pude ver de maravilla cómo daba lustre a los cristales con movimientos regulares, arriba y abajo, nunca en círculo. James le sujetaba la escalera por debajo, aunque, por lo que pude apreciar, Cathy estaba muy segura. Pero no quiero tomarme la libertad de juzgarlo.

La casa estaba tranquila. La serena tranquilidad cantarina de una tarde de verano. Desde abajo llegaba quedamente el canto de Mary Jane. Tarareaba una canción de amor: «
Daisy, Daisy, give me your answer
…».


I’m half crazy just for the love of you
. —Cathy unió su voz en el estribillo, mientras frotaba el cristal con papel de periódico hasta dejarlo reluciente.

James se rió.

—¿Es así, Daisy mía? ¿Tú también me quieres? —le preguntó, y la cogió por la cintura.

Escuché con atención. Algo había cambiado en el ambiente. El aire parecía echar chispas.

Cathy se volvió súbitamente. Las mejillas enrojecidas y el sudor brillándole en la frente.

—James. Estate quieto. ¡Si alguien nos ve!

Y apenas acabó de decirlo, la puerta se abrió de golpe. Leo entró en estampida. James y Cathy se separaron como si hubiera caído un rayo entre ambos.

Leo se plantó sin aliento delante de ellos y los miró, a uno y a otro.

—¿Se ha limpiado los pies? —preguntó James con gran presencia de ánimo.

Leo no le contestó.

—Cathy, necesito la raqueta de tenis, ¿sabes dónde está? —dijo jadeando. Sus cabellos rubios salían de su cabeza en todas direcciones.

—Tiene que estar arriba, en su habitación —contestó Cathy sin mirarlo y haciendo ver que estaba muy ocupada con las ventanas.

—No, no está, ya lo he mirado. Búscamela.

—Tengo que acabar de limpiar la ventana o quedarán rayas, iré dentro de cinco minutos.

—No, la quiero ahora. Missy y George me están esperando.

—Será rápido, solo un momento.

Algo brilló de repente en los ojos de Leo, lo vi perfectamente. El rostro del niño se transformó en ese instante, los ojos adquirieron un resplandor de dureza y parecieron contraerse con enfado. Después, ese rasgo ya no desaparecería. Leo sería siempre un niño colérico.

—Si no vas ahora mismo, le diré a
daddy
que tú y James os habéis besado.

—¡Leo!

—Y tú sabes que está prohibido.

—Y usted sabe que no es verdad —murmuró Cathy.

—Me da lo mismo. ¿A quién dirías tú que creerá
daddy
?

Cathy bajó de la escalera lentamente, sin decir nada y sin dignarse mirar a Leo. Le dio el periódico arrugado a James, se alisó el delantal y salió de la habitación. James desapareció para irse abajo. Leo se quedó y se dejó caer en el sofá. A dos centímetros de mí. Boté un poco y fui a parar a su lado.

Me cogió y me sostuvo delante de él.

Si hubiera podido, le habría apartado la mirada. En serio. Me repugnaba la conducta de aquel niño al que creía conocer tan bien, al que le tenía mucho cariño.

—Le está bien empleado —dijo, mirándome a los ojos. Pronunció las palabras con tanta rabia que me cayó saliva en la cara.

Me quedé horrorizado.

¿Qué has hecho, diablillo? ¿Te has olvidado de todo lo que Cathy hace por ti? La has chantajeado. Eso solo lo hacen los canallas
.

Leo me miraba lleno de odio.

Desde que había perdido a Alice —y de eso hacía ya un tiempo—, no había sentido tanto el amor como en aquel momento. ¡Mi Cathy! ¿Con qué derecho le daba órdenes el niño de aquella manera? Precisamente Leo, que siempre era el primero en reclamar cuando algo era injusto, se comportaba a todas luces como un canalla. Yo estaba seguro de que sus padres jamás habrían tolerado un comportamiento como el suyo. No habían educado así a sus hijos.

El pequeño Leo había mordido el anzuelo que le habían echado al nacer. Victor no había conseguido convencer al niño de que todas las personas son iguales, pues la vida le demostraba a diario lo contrario. ¡Existía una diferencia! Él podía mandar, y otros tenían que obedecer sus órdenes. De repente, daba la impresión de que no le parecía mal ese acuerdo. Creo que para él estaba más claro que el agua: Cathy era de abajo, Leo de arriba. Así habían nacido, ella abajo y el otro arriba.

Al contrario que Leo, en aquel entonces yo no entendía la diferencia. Creía que Cathy
quería
vivir abajo. Creía que ella lo había elegido así. No me daba cuenta de que había personas que no tenían elección, y que Cathy era una de ellas. Todo el mundo tiene dos brazos, dos piernas, una cabeza y una nariz. Todavía hoy continúo sin saber en qué puede reconocerse que uno es mejor o peor que el otro. Ahora lo intuyo (lo cual no significa que comprenda los motivos ni que los apruebe). Al parecer, se trata de algo que no se puede ver. Algo en la cabeza de la gente. La mayor parte de las cosas que, después de más de ochenta años, todavía no me explico tienen lugar en la cabeza de la gente.

Cuando Cathy volvió al cabo de unos dos minutos con la raqueta de tenis en la mano, Leo seguía inalterable. El gran reloj de pie hacía tictac; los trinos excitados de los gorriones penetraban desde el exterior. Por lo demás, reinaba el silencio. Un silencio cargado. Cathy dejó la raqueta encima de la mesa.

—Aquí tiene. Estaba al lado de la cama.

—Ya no la necesito. Ahora no me apetece jugar —dijo Leo.

—¿He ido a buscarla para nada?

—Eso parece.

Cathy bajó la cabeza. Vi que la embargaba la rabia. Pero reprimió cualquier comentario y aguantó sin protestar la humillación por parte de un niño de diez años.

¿Qué es esto? ¡Defiéndete! No permitas que un mocoso te haga bailar al son que él toca
.

—Entonces, volveré a llevarla arriba —dijo tranquila.

—No.

—Sí, lo haré. Es mi deber mantener el salón ordenado. Ya sabe que sus padres esperan invitados.

—Si lo haces… —La furia volvía a hervir dentro de Leo.

Todavía hoy me pregunto qué le pasó al niño aquella tarde. Él quería a Cathy, lo sé perfectamente. Ella se preocupaba por él, lo ayudaba a salir de embrollos con mentirijillas inocentes, le hacía guiños de complicidad y a veces incluso sacrificaba su escaso tiempo libre practicando lanzamientos con él. No era propio del Leo que yo conocía hacerle daño de aquella manera. Hasta entonces, el crío siempre había dado marcha atrás en el momento decisivo.

Aquel día, no.

—¿Qué? —preguntó Cathy. Saltaba a la vista que había decidido no permitirle a Leo nada más.

—¡Se lo diré! —la amenazó el niño.

Cathy cogió la raqueta de la mesa y giró sobre sus talones.

Qué orgulloso me sentí de ella. No se había doblegado.

Abrió la gran puerta de doble hoja que daba al recibidor, salió y dejó la puerta abierta a propósito.

—¡Te odio! —gritó Leo—. ¡Vaca burra!

Y entonces noté sus dedos calientes en el brazo, tomó impulso velozmente y me arrojó contra ella.

¿Cómo describir la funesta trayectoria que tomé? Fue corta. Pero el lanzamiento se había efectuado con furia, y me arrancó lágrimas de los ojos. ¿Del viento? ¿O de la decepción al ver que aquel niño se aprovechaba así de mí? Leo había practicado con Cathy, ironías del destino. Era bueno en los deportes de pelota y sabía perfectamente cómo había que lanzar para dar en el blanco. Por algo pertenecía al club de críquet.

Sus palabras seguramente no fallaron su objetivo. Pero la furia mermó su capacidad de lanzamiento y yo me estampé contra el jarrón que estaba a la izquierda de la puerta, encima del aparador. El jarrón se balanceó y durante un terrible segundo giró lentamente sobre su finísimo pie de porcelana.

Por favor, no te caigas. ¡No te caigas
!

Luego se volcó ruidosamente y cayó al suelo.

Se me cortó la respiración. Aquel jarrón era el orgullo de Emily. Nadie pasaba por delante sin admirarlo. Nadie. No había visita a la que no contaran el largo y arriesgado viaje de aquella pieza.

—Ming —decía siempre Emily—, de la más selecta calidad y con procedencia certificada de la casa del emperador.

No quería ni pensar en cómo reaccionaría Emily cuando se enterara de aquel percance.

Si los cacharros rotos traen suerte, la suerte debió de caer muy lejos de nuestra casa. A nosotros solo nos trajo desgracia. Una gran desgracia. Mil esquirlas de porcelana blanca y azul salpicaron la sala. Del jarrón solo quedó un montón de añicos. Yo estaba en medio y noté que algunos pedacitos me perforaban la piel. El dolor simbolizó toda la escena.

Leo se quedó petrificado en el sofá. Miró hacia mí y los restos del jarrón con los ojos abiertos como platos. Luego se levantó de un brinco y salió precipitadamente del salón, escaleras abajo y a la calle.

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