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Authors: Leopoldo Abadía

La hora de los sensatos (3 page)

BOOK: La hora de los sensatos
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6

E
L BIEN COMÚN

 

H
an pasado unos días. Llamo a mi amigo, porque tengo que darle deberes. Como él habla de la revolución civil que
ESTAMOS
haciendo, pues que trabaje. No vaya a ser que el único que discurra sea yo y la gloria nos la llevemos los dos.

Mi amigo no está en casa. Hablo con su mujer y le doy el encargo de que le diga que piense qué es eso del bien común.

La mujer de mi amigo es muy lista, y esas preguntas le parecen tan elementales que se ríe y me dice: «Pero ¿todavía estáis en esas cosas? Yo pensaba que habíais adelantado más». Y como su marido le ha debido de contar lo de la revolución civil, y lo de mis amigos de izquierdas —Paco y Pedro— que querían echar a Franco, me comenta: «A este paso, para cuando vosotros hagáis la revolución civil, os habréis muerto de viejos».

Como es muy amable, me asegura que, de todos modos, se lo dirá a su marido.

Mi secreta esperanza está en que, además, le diga lo que es el bien común, porque así nos ahorramos tiempo y podemos hacer la revolución civil cuando todavía estemos con una cierta capacidad de discurrir.

 

D
ESAYUNO IMPORTANTE

 

Mi amigo viene preparado y serio. Se ve que su mujer le ha hablado de que estamos gastando demasiado en desayunos y que no se ven los frutos. Supongo que también le ha dicho que le parece que, con lo del nuevo campo del Español, se está distrayendo y no se ocupa con seriedad de las cosas de la patria.

Para romper el hielo, digo que alguien me habló de que el bien común tenía dos características: que era «bien» y que era «común».

La mirada de mi amigo es todo un poema, mezcla de desilusión, de desprecio, de pensar que como un día él cuente por ahí mis brillantes intervenciones en los desayunos, se acabó de repente mi fama y vuelvo a ser el perfecto desconocido que era hace poco tiempo.

Por mi parte, ya comprendo que, si me quedo con esta definición de bien común, alguien me dirá que es insuficiente. Y ese alguien me dirá eso si es educado, porque si no lo es, quizá oiré cosas peores.

Lo que pasa es que yo pienso que si no hay masas, sino personas, y esas personas son eso,
PERSONAS
, el bien común es el bien de todas esas personas. No digo
DE ESOS VOTANTES
. Digo
DE ESAS PERSONAS
. Distinción que me parece fundamental.

O sea, que si veo a una persona y le deseo el bien, cuando veo muchas personas les deseo también el bien. Pues eso es el bien común.

¿Y qué es el bien de una persona? En primer lugar, todo lo que podamos hacer para que esa persona sea eso:
PERSONA
.

Y si eso no le gusta a alguien, pues no pasa nada. Ejemplos:

 

1. Si yo sé que es un bien para una persona el que sepa leer y escribir, y a alguien no le gusta, le diré que no aplauda, pero que voy a seguir adelante con lo de enseñar al que no sabe.

2. Si yo sé que es un bien para una persona el que se alimente dignamente, y a alguien no le gusta, pues ya sabéis lo que haré: darle de comer.

3. Si yo sé que es mejor enseñarle a pescar que darle un pescado —frase que no tiene en sí ninguna novedad—, pues buscaré alguien que le enseñe a pescar, porque yo no sé y he tenido la suerte de que mis padres me dieran el pescado sin tener que aprender a pescarlo —además, como, en general, el pescado no me gusta, sería mal maestro.

4. Si yo sé que es bueno que la persona tenga libertad, lucharé con uñas y dientes para que esa persona y los que le rodean sean libres, y haré todo lo que pueda para evitar que cualquier dictadorcete democrático —que son los peores— le vaya poniendo trabas en su vida, bajo pretexto de que así le protege.

5. Si yo sé que es bueno que los niños nazcan, no haré el más mínimo caso a un politiquillo que diga que «negarse a interrumpir embarazos es desobediencia civil». Mejor dicho,

que le haré caso y le
DESOBEDECERÉ CIVILIZADAMENTE
—por cierto, ¿quién se habrá creído este señor que es?

6. Si yo sé que es bueno que las personas sean responsables, procuraré evitar todo lo que conduzca a que las personas individuales, esas con cara y ojos, se conviertan en una manada de borregos, bajo el silbato de ese que, democráticamente por supuesto, ha decidido erigirse en salvador de las gentes.

7. Si yo sé que es bueno no mentir a esas personas, y que si les miento les quito la libertad, porque elegirán en función de algo falso que les habré contado yo con cara muy seria, procuraré no mentirles.

8. Si yo sé que es bueno que las personas cumplan con sus obligaciones y se respeten sus derechos, haré todo lo posible para que haya un sistema en el que se garanticen los derechos y se hagan cumplir las obligaciones.

 

Mi amigo no para de escribir. Le he impresionado, no sé si a favor o en contra. Pero es que esto del bien común me parece muy sencillo. Me parece —bueno, estoy convencido— que no hay un bien común cuando llegan los conservadores, y otro cuando llegan los progresistas. Y, aunque no viene a cuento, aprovecho esta ocasión para pedir a Dios que nos libre de los conservadores que se dicen conservadores y de los progresistas que se dicen progresistas, porque a mí unos y otros me parecen unos cantamañanas.
Singer morning,
les llama un amigo mío que también estuvo en Harvard.

Acabamos el desayuno, esta vez con Cardhu. Pago —hoy me toca a mí—, mi amigo recoge sus papeles, yo me guardo tres servilletas en las que he apuntado cosas y nos vamos.

Mi amigo me acompaña hasta el coche. Y, mientras vamos, me dice: «Esto del bien común es muy serio. Y difícil de conseguir, porque nunca podremos decir que ya está. Y, además, con lo de la globalización esa que te gusta tanto, ¿me tengo que preocupar del bien común de todo el mundo?».

Un embajador español me habló de algo parecido hace algunos meses. No se lo comento a mi amigo porque ya le conozco: llegará a su casa diciendo: «El embajador y yo pensamos…».

Me callo, pero pienso que esto del bien común hay que afrontarlo con sentido común. Y el sentido común, como su mismo nombre indica, es común para el embajador y para mi amigo de San Quirico. Y no se conocen. Y no han ido al mismo colegio. Pero piensan lo mismo. ¡Qué cosas pasan!

 

7

L
A POLÍTICA

 

A
mi amigo le gustó lo del bien común. Y me da la impresión de que a su mujer también. Porque la que llama esta vez es ella, para preguntar si puede venir al próximo desayuno.

Le digo que sí, por educación. En el fondo no me hace gracia que venga nadie más, ni la mujer de mi amigo, ni mi mujer, ni ningún otro.

Y no es porque tenga manías. Es porque me parece que discurrimos bien cuando estamos los dos solos. Y no sé cómo discurriremos cuando el número aumente.

Ella desayuna menos que nosotros. Quiere un café con leche y unas tostadas con mantequilla. Nosotros, fieles a la tradición, atacamos con gran entusiasmo el bocadillo de jamón ibérico y el vino tinto.

Como la mujer de mi amigo es muy educada, nos da explicaciones de su interés por estar en el desayuno. Dice que no ha venido para vigilarnos, porque ya sabe que somos de fiar. Pero es que no ha podido resistir la tentación y ha leído los apuntes de mi amigo. Este es uno de los inconvenientes de no usar servilletas. En la libreta las cosas quedan mucho más claras y las puede leer cualquiera.

Y, al leer los apuntes, ha visto que el próximo tema era «la política» y que eso no se lo quiere perder, porque es una cosa que le preocupa mucho. Dice que a ella, de pequeña, sus padres le decían que no se metiera nunca en política, que solo le daría disgustos. Dice que, además, con los casos de corrupción que lee, como es decente, sería como una mosca en un plato de leche. Dice que «esta gente» son unos impresentables y que ella ha visto ahora que los de un partido que le caía bien son tan impresentables como los demás. Y eso que es un partido de mucha tradición en la comarca, «de los de toda la vida».

Mientras ella habla, su café con leche se enfría y nosotros acabamos el bocadillo y media botella de vino. Y se calla y se pone a desayunar y nos mira como diciendo: «A ver qué decís».

Mi amigo pide dos Cardhus y me hace seña de que ya puedo empezar.

Y digo que esto de la política para mí es muy simple. Y que voy a comenzar diciendo lo que
NO
es la política:

La política
NO
es el arte de conquistar el poder. Por tanto, el buen político
NO
se mide por su capacidad de ganar elecciones.

La política
NO
es el arte de mantenerse aferrado al poder, diciendo: «De aquí me sacan con los pies por delante».

Como consecuencia, la política
NO
es el arte de eternizarse en el poder, tú mismo, o los de tu partido o tus parientes o tus conocidos o los chicos de tu colegio.

Por supuesto, la política
NO
es el arte de hacer dinero, y de hacerlo rápidamente, porque «esto se acaba y hay que aprovechar».

La política
NO
es el arte de mentir al personal.

La política
NO
es el arte de decir al personal lo que el personal quiere oír.

La política
NO
consiste en estudiar continuamente las encuestas de intención de voto, para virar en cada momento según
ME
convenga y asegurarme el puesto. (Virar = decir hoy
blanco
y mañana
negro,
sin que se me altere un solo músculo de la cara).

Y cuando estoy embalado, ella me corta: «Y entonces, ¿qué es la política?». Mientras intento recuperarme del frenazo, sigo:

La política
ES
luchar por conseguir el bien común.

La política
ES
el arte de conseguir sacar lo mejor que la gente —formada por
PERSONAS—
lleva dentro, que es
MUCHO
.

La política
ES
el arte de decir las verdades a esas personas, pase lo que pase.

La política
ES
el arte de animar a las personas de la nación, diciéndoles la verdad y huyendo de animar al estilo
mayorette,
con frases como «Somos los mejores», «Estados Unidos a nuestro lado es una filfa», «Hala, que les ganaremos a todos», «El G-20 se debería llamar G-1 —nosotros— + 19», etc.

La política
ES
el arte de exigir a las personas.

La política
ES
ser modelo de exigencia para que cuando se exija a las personas, ellas vean que los políticos son los primeros en dar ejemplo.

La política no es más que un encargo temporal que las personas que constituyen la sociedad dan a otras para que administren la cosa pública. Esto trae como consecuencia que esas personas que tienen ese encargo no son una clase aparte. Son unos señores que llevan a cabo el encargo que se les dio y que, cuando lo acaban, en vez de intentar perpetuarse en su encargo temporal —con la intención de que pase a ser encargo eterno—, se van a su casa, se toman un mes de vacaciones y a trabajar en otra cosa. O a buscar empleo.

Y la mujer de mi amigo me vuelve a cortar y dice: «Has dicho no sé cuántas veces que la política es un arte. Entonces, lo de los tecnócratas no te gustará, supongo». Y le digo:

 

1. Que si al competente le llaman tecnócrata, me gustan los tecnócratas.

2. Que si ese competente se cree que todo se arregla con medidas técnicas —lo que los cursis llamarían
mecanicistas—,
es que es un incompetente.

 

Tenemos el Cardhu a medias. La mujer de mi amigo ha acabado de desayunar. El tema de la política no da para más en este desayuno. Dará para más, para mucho más, en lo sucesivo. Pero hoy no toca.

 

8

L
A ECONOMÍA

 

H
ace poco, la gente no hablaba de economía. Mejor dicho, no hablaba de lo que algunos dicen que es la economía. Pero hablaban. Cuando una señora le dice a su marido que no llega a fin de mes, está hablando de economía. Cuando el marido le dice a su mujer que le han subido el sueldo y que, con lo que gana ella, ahora podrán comprarse el sofá que necesitaban, están hablando de economía.

Lo que pasa es que con el lío que han armado las entidades financieras en el mundo y con las explicaciones a toro pasado que han dado los economistas de todo lo que ha ocurrido, la gente se ha enterado de que hay unos señores por ahí que dicen cosas extrañas, que aciertan con poca frecuencia y que hablan en un idioma raro.

Y ya no digamos cuando dicen que la crisis ha llegado a la economía real, lo que lleva a pensar que «la otra» es irreal. Y lo irreal a mí me suena a Harry Potter, o sea, a algo extraño que sucede en un mundo de misterio, lleno de personajes atrabiliarios, que, según la Real Academia Española, son los «pertenecientes o relativos a la atrabilis», que nadie sabe qué quiere decir, pero seguro que nada bueno.

Ahora todo el mundo habla de economía. Y hacerlo es preguntarse cosas muy sencillas. Preguntas como las siguientes:

 

1. Cuando dicen que nos podemos endeudar más y lo presentan como una buena noticia, ¿de verdad es una buena noticia? Porque en mi casa, cuando yo me iba endeudando cada vez más para poder pagar los recibos de los colegios de mis hijos, lo considerábamos una salida a la desesperada, pero nunca una buena noticia.

2. Cuando hablan de recuperación, a la vez que hablan de más de cuatro millones de parados, ¿de verdad hay recuperación? Porque no sé con qué cara se puede decir a esos parados que hay recuperación. Bueno, sí que lo sé, porque he hablado con personas de alguna asociación de parados y echaban humo.

3. Cuando hoy hablan de cuatro millones cien mil parados y mañana dicen que el número de parados es de tres millones y medio, ¿es que son una maravilla de gobernantes o es que han cambiado el método para contar los parados?

4. Cuando se gasta más de lo que se ingresa —o sea, lo que se llama déficit—, en mi casa es una mala noticia. Y supongo que en la casa de todos —España— debe ser mala también. Y esta gente habla de déficit con una tranquilidad pasmosa.

5. Cuando las Comunidades Autónomas tiran y tiran de la Caja —¿de qué caja?— y dicen triunfalmente que han conseguido un buen acuerdo de financiación, que no se sabe en qué consiste, pero que les ha dejado a todos muy contentos de sí mismos, aunque hay quien dice que la suma de todo lo comprometido es mayor que el dinero que hay, los que no sabemos de economía podemos pensar que aquí hay una cuadrilla de señores que son muy peligrosos.

6. Y cuando un señor de un partido de la oposición dice que una deuda que llaman histórica —no sé de qué historia es la deuda— la quiere cobrar en efectivo, yo digo: «¡Yo también!». Lo que pasa es que, una vez dichas estas dos insensateces —la suya y la mía—, nos tendrían que pagar un hotel de lujo a los dos lejos de España, en algún hotel de alguna cadena española, y tenernos allí una temporada larga a cargo de los Presupuestos Generales del Estado, porque aquí somos dos peligros públicos, él y yo. Y esto no sería enviarnos al exilio. Sería decirnos: «Por favor, discurran con la cabeza. Y cuando les hagamos un examen y veamos que discurren bien, les traeremos a casa de vuelta en
business».

 

Mi amigo de San Quirico me dice que él conoce un maestro viejo de un pueblo de aquí cerca que se podía encargar de hacer ese examen. Que el maestro es un señor que nunca ha salido de su pueblo y que si le mandásemos unos días a ese hotel de lujo, con su mujer, se lo pasaría bien y haría un examen perfectamente equilibrado.

Y que, como ese maestro es honrado, no gastaría ni un céntimo que no fuese necesario, sobre todo sabiendo que ese céntimo saldría de los Presupuestos Generales del Estado. Y mi amigo recuerda, de alguna servilleta vieja, que esos Presupuestos dicen el dinero que va a ingresar el Estado y el que va a gastar.

Y recuerda también que, en lo que el Estado va a ingresar hay una partida que a él le preocupa mucho, que son los impuestos. Y dice mi amigo que cada locura de «estos» se puede pagar de muchas maneras, pero que, al final, «lo acabaremos pagando los de siempre».

Esta frase me suena, porque la he oído muchas veces en estos últimos meses. La gente se considera «los de siempre». Y piensa que «los de alguna vez», o sea, esos que están una temporada en un puesto y otra en otro y cuando no tienen el puesto conspiran para tener otro puesto aunque sea con un ligero o no tan ligero cambio de chaqueta, están en un mundo distinto del mundo de «los de siempre».

Y pienso que eso de la revolución civil consiste simplemente en que los de siempre nos demos cuenta de que somos muchos más que «los de temporada», que así se llaman también «los de alguna vez».

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