La lectora de secretos (12 page)

Read La lectora de secretos Online

Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

BOOK: La lectora de secretos
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Nueve qué?

—Nueve puntadas, supongo.

—Eso es absurdo.

—No lo he inventado yo.

—Creo que tiene razón —dice Anya.

—¿Por qué nueve puntadas? ¿Por qué no ocho? ¿O treinta y dos? —Beezer no se queda convencido.

—Son nueve —Anya está muy segura.

—Tú eres noruega —repone Beezer dubitativo.

—¿Y qué? ¿Como soy noruega no cuenta? En cualquier caso, debería conseguir más puntos por ser noruega —señala ella.

—¿Qué puntos? No estamos jugando por puntos —dice Beezer, y niega con la cabeza.

—No venderemos ni una rima antes de tiempo —dice Jay-Jay impostando su mejor imitación de Orson Wells.

—Te has quedado colgado —le dice Irene a Jay-Jay.

—Los dos nos hemos quedado colgados —dice Beezer.

Cuando llego a la tercera planta, todos están yendo hacia la puerta. Anya, que ya no se fía de Beezer en absoluto, quiere ver con sus propios ojos la estatua de Roger Conant, y Beezer ha accedido a enseñársela. Jay-Jay quiere estar presente cuando Anya «vea la luz». E Irene también se apunta sólo porque quiere vigilar a Jay-Jay.

Lo único que yo quiero es llegar a la cama y tumbarme. Pero las cosas se han alejado otra vez, y aunque la cama está tan sólo a un par de metros de la puerta, parecen kilómetros. Los sonidos se distorsionan, tienen eco. Cada paso me lleva una eternidad. Camino a través de agua.

Me dejo caer en la cama, agradecida por la paz del sueño, pero entonces, de repente, siento como si no pudiera respirar. Temo que, si me hundo, nunca podré volver a la superficie. Necesito aire.

Me abro paso hasta la superficie, subo la escalera hasta la balconada. Ya siento el aire sobre mi, en la diminuta habitación acristalada que conduce al exterior. Empujo la ventana pero está trabada, pesa mucho más de lo que pesaba el día que estuve buscando a Eva. Los puntos me tiran. Apoyo el hombro contra la ventana, de pie en la escalera, espirando mi último aliento por el esfuerzo. La ventana se abre de golpe, desplazando una enorme gaviota que planea sobre la balconada. Extiende su envergadura, que debe de alcanzar los dos metros. El aire que crea su ascenso desciende sobre mí, cálido y fétido. Debe de haber anidado aquí y haber aovado. Es temporada. Se queda suspendida en el aire, por encima de mí, tapando las estrellas y, por un instante, estamos juntas en el tiempo y el espacio. Hay un momento de entendimiento entre nosotras, esa enorme criatura y yo, pero entonces, antes de que me dé tiempo a definir el momento, ya ha pasado. Se eleva y desaparece, dejándome atrás con el nido, el guano y la peste. Me quedo allí de pie como una tonta, capaz de respirar al fin, pero incapaz de sentarme como solía hacerlo, incapaz de tranquilizarme aquí. Lo que hago en cambio es apoyarme en la barandilla y mirar la ciudad, absorbiéndolo todo por primera vez desde que he llegado, reconociéndolo, de algún modo.

Veo a Anya y a Beezer al otro lado del parque Common rodeando la estatua de Roger Conant, intentando divisar la ofensiva postura. Jay-Jay se ha quedado a un lado, animándolos y dándoles instrucciones. Sus risas destacan y resuenan por las silenciosas calles de más abajo.

Más allá del fin de la tierra se extienden las aguas oscuras pasado el cabo Peach, en Marblehead, hasta Yellow Dog Island. Alcanzo a ver la luz de la habitación de May. En realidad, son dos luces. Eso es nuevo. La luz más brillante, la lámpara de queroseno, siempre ha sido visible desde aquí, y es la razón principal por la que Eva me asignó estas habitaciones hace tanto tiempo, para que pudiera comprobar que estaba la luz de May, y de esa forma constatar que estaba bien, que estaba viva y no había resbalado en las rocas y quedado malherida ni se había congelado hasta morir durante el invierno. Eva me dijo que podía subir aquí y echar una ojeada a May cuando quisiera. Solía comprobar esa luz todas las noches, más de una vez. De hecho, miraba a ver si estaba tan a menudo que sigue siendo parte de mi ritual antes de acostarme, al menos en mi mente, algo que debo hacer cada noche antes de dejarme ir. Incluso a cinco mil kilómetros, en California, tan lejos como puedo ir sin caerme por el borde de la Tierra, puedo ver la luz de May. En realidad, es reconfortante, porque me doy cuenta de que es eso lo que me ha traído aquí hoy. No se trataba de que no pudiera respirar, sino de que necesitaba ver esa luz, no en mi memoria, sino en la realidad, para conciliar el sueño. Eso era todo.

Pero la realidad es diferente de la memoria. Esta noche no hay sólo una luz, sino dos. Me pregunto desde cuándo tiene May esa nueva luz y, en cierto modo, que las dos imágenes no se correspondan me parece extraño. Y lo es porque no tiene sentido. Al igual que Eva, May es una persona austera. Mantener dos lámparas encendidas es un lujo que no se permitiría a sí misma.

Entonces recuerdo el Stelazine que me dieron en el hospital y cómo después de tomarlo padecí de doble visión durante una época. No tuve los tics que le daban a otras personas (lo que nos delataba, según mi médico), pero sí me acuerdo de que tenía problemas para tragar (algo que no ha desaparecido del todo nunca). Y recuerdo ver dos de todo. Cuando volví aquí, parecía como si May tuviese dos lámparas encendidas, pero era una mera ilusión óptica.

«Dos si vienen por mar»
[4]
, dice una voz, y no soy capaz de distinguir si es la de Eva o la mía, pero pienso que es bueno que esté sola, porque hablar conmigo misma o responder a las voces que oigo no es algo que pueda permitirme hacer en público. Si me lo preguntaran a mí, diría que eso me delata más que los tics.

Aun así, las cosas han cambiado mucho desde que estuve en el hospital y, en general, el tiempo y el sentido común me han enseñado a distinguir lo real de lo imaginario. Sé que las luces que estoy viendo son reales, aunque las voces de mi cabeza no lo sean. Pienso en la frase «dos si vienen por mar» tratando de dar con un significado más profundo y simbólico, pero mi mente se desvía hacia la historia de Paul Revere. Él colgando el farol en la iglesia de Lexington o de Concord, o de donde demonios fuera, y me pregunto de dónde he sacado esa imagen. Probablemente de alguna lección de historia de la vieja escuela roja, cuando todavía era nuestra escuela, antes de que la cerraran para siempre y nos obligaran a Beezer y a mí a mudarnos a la ciudad y vivir con Eva.

Desde la calle me llega el sonido de la risa de mi hermano.

Y rompo a llorar. Lloro por Eva, y por Lyndley, y por todos los que han muerto, y por mí, por tener que volver a este lugar, e incluso por Beezer y Anya y su fe en el futuro. Porque, si uno se para a pensarlo, ¿cuáles son sus posibilidades realmente? ¿Qué posibilidades tiene Beezer de que salga bien su matrimonio? Hoy en día las posibilidades de cualquiera son bastante escasas, pero las nuestras son menos aún que las de los demás. Durante unos minutos lloro por todo el mundo. Estoy lista para llorar toda la noche, me he acomodado para hacerlo, pero después de un rato las lágrimas dejan de brotar. Estoy demasiado seca después del viaje, la operación y del mismo dolor para verter más lágrimas. Estoy demasiado seca para que éstas lleguen a formarse.

Sus voces son como un eco. Ahora ríen todos, Jay-Jay y Beezer observan a Anya, que al fin tiene el ángulo apropiado de la estatua y ve a Roger Conant haciendo sus cosas. Están dominados por la risa, por la absurdidad del error del escultor. Me viene a la cabeza que ésa es la despedida de soltero de Beezer, ya que él y Anya se van a Noruega mañana. Probablemente tenían otros planes. Seguramente, sus compañeros del MIT lo habrían llevado por ahí, por lo menos a algún bar en Cambridge o incluso a la ruta 1, al Golden Banana o algo por el estilo (aunque es difícil visualizar a todos esos profesores cretinos en un sitio como ése). En cualquier caso, no ha ocurrido. Están todos en el parque por la noche: Beezer y Anya, Jay-Jay e Irene. Hoy la estrella es el viejo Roger Conant, ha sustituido al Golden Banana, y entonces me veo pensando que Ann Chase seguramente tenía razón, que Eva realmente se está divirtiendo con nosotros esta noche.

Capítulo 10

George Washington no vino a Ipswich por motivos políticos, sino porque Martha quería un encaje negro para el chal que le estaban haciendo. Fue todo un fenómeno, La industria creada y dirigida por mujeres prosperaba como ninguna otra lo había hecho antes.

Guía de
la lectora de encaje.

Guardo una pastilla de Stelazine en el bolsillo. Es de hace tiempo y está caducada, y podría matarme si me la tomo. Aunque es más probable que no me hiciera ningún efecto. No obstante, es mi seguro de vida, mi pasaporte a la cordura. En caso de emergencia, tomate la pastilla. Me veo a mí misma comprobando mi bolsillo durante el trayecto a Yellow Dog Island.

Vamos allí para la lectura del testamento de Eva.

Originalmente, nuestra isla se llamaba Yellow Island por la fiebre. Era el lugar en el que las embarcaciones de Salem dejaban a los marineros enfermos de regreso al puerto. En esa época todavía creían que la fiebre amarilla era contagiosa, y muchos marineros murieron en la isla, algunos a causa de la fiebre, pero más aún por la exposición.

La isla no se convirtió en Yellow Dog Island hasta mucho después, cuando alguien dejó dos golden retriever de tierra firme allí. Quien fuera que los abandonó entre el canal que une nuestra isla y Miseries probablemente lo hacía con la esperanza de que se ahogaran, pero el viento y las mareas fueron benévolos por una vez, y los perros lograron nadar hasta la orilla. Dado que había conejos salvajes por toda la isla, así como ratas y miles de gaviotas, los perros prosperaron y se convirtieron en grandes cazadores. Como los coyotes en Los Ángeles, los perros rara vez se aproximan a la gente. Excepto a mi madre. Los perros se vuelven mansos con May: se tumban, ruedan y levantan las patas en el aire cuando ella se acerca, como si estuvieran esperando que les rascara la tripa, algo que ella casi nunca hace.

Habría sido más cómodo (y más lógico) leer el testamento en la ciudad, en la oficina del abogado de Eva, o incluso en su casa, pero, naturalmente, May no iría a la ciudad.

Nadie se alegra de estar aquí. Beezer, Anya y yo cogemos el whaler. Dentro de la bahía el mar estaba calmo, pero una vez sorteamos el cabo Peach, se levanta viento y las olas alcanzan los dos metros en algunos puntos.

—No sé por qué tenemos que ir —le dice Anya a Beezer—, Ya sabemos que se lo va a dejar todo a Emma.

Beezer no contesta y se concentra en atracar el barco a la perfección en la plataforma, como corresponde al chico isleño que es. Si Anya no está impresionada, debería estarlo.

El abogado aparece con el doctor Ward. Estamos en lo alto del muelle cuando vemos el taxi de agua girar y entrar al canal. Beezer vuelve atrás para recibirlos.

—Echo de menos a Eva —dice Anya, de pie observando la ciudad.

—Yo también —convengo.

Me doy cuenta de que no me cree. Sobre todo porque nunca vine de visita, ni una vez. Desde el punto de vista de Anya, ninguno de nosotros se salva. May no asistió al funeral. Yo nunca vine a ver a Eva. No nos entiende. Piensa que no la queríamos. En eso se equivoca. Yo quería a Eva más que nada en el mundo. Y aunque estoy enfadada con May por no ir al funeral, sé que ella también la quería.

Caminamos hacia la casa en silencio.

Desde la colina que hay junto a la torre, diviso la vieja escuela roja y a las encajeras trabajando. Hay unas veinte mujeres sentadas con las sillas dispuestas en círculo, alrededor de la lectora. Los niños están sentados a un lado formando un círculo más pequeño. Parece que una de las mujeres está dirigiendo sus clases.

Las leyes han cambiado. Ahora es legal la escolarización en casa. Me doy cuenta de que me estoy preguntando qué habría cambiado si nos hubieran permitido a Beezer y a mí quedarnos aquí para estudiar. Si no hubiéramos tenido que ir a la ciudad ese otoño, a vivir con Eva.

Anya se detiene de golpe. Está intentando decirme algo, pero el viento ahoga todos los sonidos. Señala las rocas. Los perros aparecen por todas partes, salen de sus cuevas para ver qué sucede. Es como los puzles que teníamos cuando éramos pequeños: «¿Cuántos perros ves en esta fotografía? ¿Cinco? ¿Diez?… ¿Más?» Los observo rodearnos, siguiendo cada paso del abogado con la vista. Estoy segura de que Beezer también los ve, pero sigue caminando, señalando las áreas relevantes de la zona, apartando la vista de todo el mundo de los acantilados. Finalmente, los perros pierden el interés y vuelven a sus cuevas.

Cuando llegamos a casa de May, los cuatro vamos juntos. Los perros salvajes se han aburrido de nosotros, pero dos de los favoritos de May, los que permite que se acerquen a la casa, están tomando el sol en el porche. Están echados cada uno a un lado de la escalera, con el pelo revuelto y las patas delanteras estiradas, como una pareja de leones de piedra.

La primera, una hembra, parece desconcertada. El macho no se mueve, pero mira al abogado a los ojos. El abogado cree que el perro está siendo amistoso y está a punto de agacharse para acariciarlo cuando May se planta entre ambos y echa a los animales del porche. La primera se va sin más, pero el que estaba mirando fijamente no se mueve.

—Byzantium…
, vete —dice May, y el perro se aleja de mala gana del porche, descendiendo la escalera. Le echa un vistazo a May como si dudara de su buen juicio, lo que hace que me guste de inmediato.

—Un nombre interesante para un perro,
Byzantium.
¿Se lo ha inventado? —pregunta el abogado.

—Golden retriever —dice Anya.

El abogado la mira extrañado.

—¿Oro? ¿El Imperio bizantino? —Anya interpreta el papel de historiadora del arte y le está provocando como si fuera uno de sus estudiantes.

—En realidad, es por el poema de Yeats —dice May corrigiendo a Anya.

Típico de May. No puede dejar que nadie tenga razón. Tal vez el perro se llame así por el poema, pero el poema era sobre el oro de Bizancio. A eso me refiero cuando hablo de mi madre.

Estamos sentados a la mesa grande de roble del comedor, el único lugar donde hay luz natural en este día oscuro. Veo que el abogado espera que May encienda una lámpara, y después se da cuenta de que no hay ninguna. Oigo sus pensamientos; espera haberse acordado de las gafas y se lleva la mano al bolsillo en su busca, pero encuentra otra cosa, unas llaves. «Maldita sea. Se suponía que debía dejar las llaves para que las cogiera ella. Gafas…, gafas. —Busca en otro bolsillo de la chaqueta—, Bingo.»

Other books

Labor Day by Joyce Maynard
Magic by Tami Hoag
Carnival of Secrets by Melissa Marr
The Implacable Hunter by Gerald Kersh
His Saving Grace by Sharon Cullen
For the Good of the Cause by Alexander Solzhenitsyn
Small Wonder by Barbara Kingsolver
Savage Beauty by Nancy Milford
Unkiss Me by Suzy Vitello