La lista de los nombres olvidados (19 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Me detengo delante de una fachada estrecha marcada con la estrella de David y la palabra
synagogue
, que, aparentemente, se dice igual en francés que en inglés. El corazón me late con fuerza y extiendo una mano temblorosa para tocar la pared exterior. Me pregunto cuánto tiempo llevará aquí y si mi abuela habrá venido en algún momento.

Mientras estoy de pie absorta en mis pensamientos, un aroma familiar me devuelve al presente. El aire huele apenas a los Star Pies mantecosos, con olor a canela y rellenos de higos y ciruelas, que horneo todos los días en mi propia panadería.

Me vuelvo con lentitud y me encuentro delante de una fachada de color rojo intenso con grandes escaparates rebosantes de panes y pasteles. Una panadería. Parpadeo unas cuantas veces y, como atraída por un imán invisible, cruzo la calle flotando y atravieso el umbral.

El interior de la tienda está atestado de gente. A la derecha hay un exhibidor refrigerado con carnes y ensaladas preparadas; a la izquierda, un despliegue aparentemente infinito de
bagels
, tartas de queso, pasteles, tartaletas y pastelillos, cada uno con un cartelito con el nombre en francés y el precio en euros.

Me quedo paralizada mientras mis ojos recorren la selección familiar. Veo la tarta de queso con limón y uvas que es una de las especialidades de la Estrella Polar. Hay un
strudel
de aspecto delicado que se parece mucho al que siempre vendemos en mi panadería; me acerco un paso más y advierto que es prácticamente idéntico: contiene manzanas, almendras, pasas de uva, cáscara de naranja confitada y canela, como el que hago yo. Hasta hay un pan de centeno hecho con masa fermentada como aquel con el que hace dos años gané la máxima distinción en la votación para elegir los mejores panes del año organizada por el
Cape Cod Times
.

Además, en el escaparate tienen trozos de algo que llaman «Ronde des Pavés». Estoy habituada a verlo hecho como un pastelillo individual en forma de estrella, con una tapa de masa de estructura de red, pero, cuando me agacho para mirarlo de cerca, el relleno resulta inconfundible: semillas de adormidera, almendras, uvas, higos, ciruelas y azúcar con canela. Es igual que los Star Pies que tanto le gustan a Mamie.


Que puis-je pour vous
?

Suena una voz aguda en francés a mis espaldas y me vuelvo poco a poco, como envuelta en una niebla.

—Ejem, no hablo francés —tartamudeo—. Perdón.

El corazón me sigue latiendo a mil por hora.

La mujer, que aparenta tener mi edad, sonríe.

—No importa —dice, cambiando sin esfuerzo al inglés, con acento—. Aquí vienen muchos turistas. ¿Qué le pongo?

Indico con mano temblorosa uno de los trozos de Ronde des Pavés. Me lo empieza a envolver, pero hago un gesto para detenerla. Me doy cuenta de que me tiembla la mano cuando le toco el brazo. Alza la mirada, sorprendida.

—¿De dónde vienen estas recetas? —le pregunto.

Frunce el ceño y me mira con suspicacia.

—Son antiguas recetas de mi familia,
madame
—dice—, y no las damos a conocer.

—No, no, si no es eso lo que pretendo —digo rápidamente—; lo que pasa es que tengo una panadería en Estados Unidos, en Massachusetts, y preparo las mismas cosas. Todas estas recetas que yo pensaba que venían de la familia de mi abuela…

Desaparece la desconfianza de su expresión y sonríe.

—Ah, su abuela, ¿es polaca?

—No, es de aquí: parisina.

La mujer inclina la cabeza a un lado.

—Pero los padres de ella serán polacos, ¿no? —Se muerde el labio—. Esta panadería… la abrieron mis bisabuelos, poco después de la guerra. En 1947. Venían de Polonia. Estas recetas tienen mucha influencia del este de Europa.

Asiento con la cabeza lentamente.

—Todo lo que cocinamos ha evolucionado según la
tradition ashkénaze
del pasado de mi familia. En la actualidad nos ceñimos a esas tradiciones. Su abuela, ¿es
juive
? Ejem, ¿judía?

Asiento poco a poco.

—Sí, creo que sí, pero ¿qué es la
tradition ash
…? Eso que ha dicho.

—Es el, ¿cómo se dice?,
le judaïsme traditionnel
europeo —me explica—. Se originó en Alemania, pero, hace siglos, estos
juifs
se trasladaron a otros países del este de Europa. Antes de la guerra, la mayoría de las
communautés juives
, ummm, las comunidades judías de Europa eran
ashkénaze
, como mis bisabuelos. Antes de que Hitler las destruyera.

Asiento lentamente y vuelvo a echar una mirada a los pasteles.

—Mi abuela siempre decía que su familia tenía una panadería aquí, en París —digo en voz baja—. Antes de la guerra. —Al mirar, me doy cuenta de que faltan varios de los pasteles preferidos de Mamie—. ¿Tienen pasteles de pistacho? —pregunto.

Mueve la cabeza de un lado a otro y me mira sin comprender, así que le describo los cuernos de gacela de Mamie y sus tartaletas rosadas de almendras. Vuelve a mover la cabeza de un lado a otro.

—No conozco esos dulces —me dice y, mirando alrededor, de pronto parece caer en la cuenta de lo atestada que está la tienda—. Perdone, pero me tengo que ir. A menos que quiera usted alguna pasta.

Asiento con la cabeza y señalo uno de los Ronde des Pavés, que —ya lo sé— tendrán el mismo sabor que nuestros Star Pies.

—Quiero uno de esos, por favor —le digo.

Asiente con la cabeza, lo envuelve en papel parafinado y lo mete dentro de una bolsita blanca de panadería.

—Es un regalo —dice y me lo entrega con una sonrisa—. Tal vez me dé usted un pastel, si algún día voy a Massachusetts.

Le devuelvo la sonrisa.

—Muchas gracias y gracias también por toda su ayuda.

Asiente y se da la vuelta. Cuando me estoy acercando a la puerta, oigo que me llama:


Madame
?

Me vuelvo.

—Esas otras cosas dulces que ha mencionado —dice— creo que no corresponden a la
tradition ashkénaze
del este de Europa.

Me saluda con la mano y desaparece entre la multitud de clientes que aguardan. Frunzo el ceño y me la quedo mirando, confundida.

Me como la Ronde des Pavés mientras regreso hasta la dirección que me ha dado
monsieur
Berr. No es exactamente igual a nuestro Star Pie, pero se le parece bastante. El que yo hago lleva más canela —a Mamie siempre le ha gustado mucho la canela— y la corteza del nuestro es un poco más compacta y más mantecosa. Las pasas de uva de la Ronde son doradas, mientras que yo uso las pasas oscuras tradicionales. Sin embargo, es evidente que las dos recetas tienen el mismo origen.

Cuando llego otra vez delante de la puerta de Alain, me he acabado el pastel, pero continúo con mis elucubraciones. Respiro hondo y cierro los ojos por un momento, haciéndome fuerte para resistir al desaliento que sé que me invadirá si no me contesta. Abro los ojos y llamo al timbre.

Al principio me responde el silencio. Vuelvo a llamar y, cuando estoy a punto de marcharme, me llegan del otro lado un crujido y una voz masculina apagada.

—¡Hola! —grito prácticamente dentro del portero automático y de golpe me late con fuerza el corazón—. Estoy tratando de localizar a Alain Picard.

Hay una pausa y después más crujidos y una voz masculina apagada.

—Perdón, no comprendo —digo—. Estoy… tratando de encontrar a Alain Picard.

El altavoz vuelve a crujir, la voz dice algo y entonces oigo con alivio el zumbido de la puerta al abrirse.

La empujo y entro rápidamente a un patio hermoso y diminuto, con enredaderas que trepan por los viejos muros de piedra enmarcados por rosas rojas y narcisos amarillos. Lo atravieso enseguida y me interno en el edificio. Está en el apartamento 2B, según ha dicho
monsieur
Berr. Subo un tramo de las escaleras de la esquina y por un momento me quedo sorprendida al ver que los dos apartamentos que tengo delante son el 1A y el 1B. Entonces recuerdo que, en Francia, la planta baja no cuenta como piso y subo otro tramo de escaleras.

El corazón me late con fuerza cuando llamo a la puerta del 2B. En cuanto se abre y me encuentro cara a cara con un anciano de abundante cabellera blanca y ligeramente encorvado, estoy segura. Tiene los ojos de Mamie, esos ojos gris pizarra levemente almendrados que mi madre heredó de ella. He encontrado a mi tío abuelo. Ya no me cabe duda de que Mamie pertenece a esta familia misteriosa y desaparecida, los Picard, y, por consiguiente, yo también. Respiro hondo y, cuando recupero el habla, logro preguntar:

—¿Alain Picard?


Oui
—dice él.

Me mira fijamente, mueve la cabeza de un lado a otro y dice algo en francés, muy rápido.

—Yo… Perdón —digo—, pero solo hablo inglés. Lo siento.

—Perdóneme,
mademoiselle
—dice, cambiando al inglés sin esfuerzo—. Es que se parece usted a alguien que conocía. Es como ver a un fantasma.

El corazón me palpita con fuerza.

—¿Le recuerdo a su hermana? —pregunto—. ¿A Rose?

Empalidece.

—Pero ¿cómo sabía usted…?

No acaba la pregunta.

—Creo que soy su sobrina nieta —le digo—. Soy la nieta de Rose, Hope.

—No —dice con una voz que es casi un susurro—. No, no, no puede ser. Mi hermana murió hace setenta años.

Muevo la cabeza de un lado a otro.

—Pues no —digo—, aún está viva.


Non, ce n’est pas possible
—murmura—. No puede ser.

—Ella siempre creyó que usted había muerto —le digo en voz baja.

Me mira fijamente.

—¿Está viva? —susurra al cabo de un buen rato—. ¿Está usted segura?

Asiento con la cabeza, porque las palabras se me atascan en el nudo que se me ha hecho de pronto en la garganta.

—Pero ¿cómo… cómo es que está usted aquí? ¿Cómo me ha encontrado?

—Ella me pidió que viniera a París a averiguar lo que había sido de su familia —le digo—, pero su nombre no constaba en ningún registro.

Le explico rápidamente que los empleados del Mémorial me enviaron a ver a Olivier Berr.

—Lo recuerdo —dice en voz baja—. También habló con Jacob. Hace mucho tiempo, al acabar la guerra.

—¿Jacob? —pregunto.

Abre mucho los ojos.

—¿No sabe quién es Jacob?

Lo niego con la cabeza.

—¿Es otro hermano suyo?

Me pregunto por qué Mamie no habrá puesto su nombre en la lista.

Alain mueve la cabeza de un lado a otro lentamente.

—No —dice—, pero era la persona más importante del mundo para Rose.

Alain entra en el apartamento, que es pequeño y está repleto de libros, y yo voy tras él. Hay docenas de tazas de té con sus platillos a juego en las estanterías y encima de las vitrinas e incluso hay unos cuantos enmarcados sobre las paredes.

—Mi esposa los coleccionaba —explica Alain al ver que los miro y señalando con la cabeza un estante lleno de tazas y platillos, mientras va arrastrando los pies por el corredor hacia un salón—. A mí nunca me han gustado, pero, cuando murió, no pude tirarlos.

—Lo lamento —le digo—. ¿Cuándo fue que ella…?

—Hace mucho tiempo —responde, mirando hacia abajo. Entramos en el salón y me indica con la mano uno de los dos sillones de respaldo alto tapizados en terciopelo rojo. Me siento en uno y él se deja caer, temblequeando, en el otro—. Mi Anne fue una de las pocas supervivientes de Auschwitz. Solíamos decir que había sido afortunada, aunque, por lo que le hicieron, nunca pudo tener hijos. Murió de pena a los cuarenta años.

—Mi más sincero pésame —murmuro.

—Gracias —dice. Se inclina hacia delante con avidez y me mira fijamente con unos ojos que me resultan dolorosamente familiares—. Ahora, por favor, hábleme de Rose. Perdóneme, pero esto me ha conmocionado.

Rápidamente le cuento lo que sé: que mi abuela llegó a Estados Unidos a principios de la década de 1940, después de casarse con mi abuelo, y que tuvieron una sola hija: mi madre. Le hablo de la panadería que Mamie abrió en el cabo Cod y que hace apenas una hora yo había encontrado por casualidad la panadería judía askenazí de la Rue des Rosiers y había caído en la cuenta de lo familiares que me resultaban muchos de sus dulces.

—Siempre supe que Rose llevaba lo de cocinar en la sangre —dice Alain con suavidad—. Nuestra madre… Ella era de
la Pologne
. Sus padres la trajeron a París cuando era muy pequeña. Ellos tenían una panadería y, antes de casarse con nuestro padre, ella trabajaba allí todos los días. Incluso después de tener hijos, seguía ayudando en la panadería los fines de semana y por la tarde, cuando había mucho trabajo. A Rose le gustaba mucho acompañarla. Cocinar es una herencia de familia.

Muevo la cabeza con incredulidad.

«No me puedo creer —pienso— que toda la vida haya estado rodeada por la historia familiar de Mamie sin saberlo. Cada vez que he horneado un
strudel
o un Star Pie, estaba manteniendo una tradición que llevaba generaciones en nuestra familia».

—Pero ¿cómo pudo huir de París? —pregunta Alain, inclinándose aún más hacia delante, hasta el punto de que empiezo a temer que se caiga del sillón—. Siempre pensamos que había muerto poco antes de la redada, aunque no sabíamos cómo.

Su respuesta me sume en la desesperación.

—No lo sé —digo—. Esperaba que usted lo supiera.

Ahora me mira confundido.

—Pero ¿no ha dicho que aún está viva? ¿No le puede preguntar?

Bajo la cabeza.

—Tiene la enfermedad de Alzheimer —digo—. No sé cómo se dice en francés.

Alzo la mirada y Alain asiente con la cabeza, mientras el semblante se le cubre de tristeza.

—Es la misma palabra. O sea, que no recuerda —susurra.

—Nunca había hablado del pasado hasta ahora —digo—. En realidad, ni siquiera supe que era judía hasta hace unos días.

Se queda perplejo.

—Claro que es judía.

Muevo la cabeza de un lado a otro.

—Durante toda mi vida ha sido católica.

Parece desconcertado.

—Pero…

Se interrumpe allí, como si no supiese qué más preguntarme.

—Yo tampoco lo entiendo —digo—. No supe hasta hace unos días que nuestra familia era judía. Ni siquiera sabía que su apellido de soltera fuese Picard. Siempre había dicho que era Durand. Incluso mi hija hizo un proyecto de árbol genealógico y en toda la documentación que hemos encontrado figura Durand. No existe ninguna constancia de que se llame Picard.

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