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Authors: Laura Gallego García

La llamada de los muertos (10 page)

BOOK: La llamada de los muertos
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—Tú tendrás que trabajar en la granja como todos tus hermanos.

La Señora de la Torre pensó que, veinticinco años atrás, había creído que aquel era también el destino reservado para ella. Después se sintió muy afortunada de poder estudiar hechicería en la Torre, pero ahora miraba a su familia y no estaba tan segura. Vio rostros cansados, curtidos, manos encallecidas de trabajar, pero miradas limpias, tranquilas y felices. Adivinó que la cosecha había sido buena.

Se preguntó cuándo había tenido ella un buen año.

—Parece que los niños te dan muchas preocupaciones -dijo su madre, casi como si adivinase sus pensamientos.

—También muchas alegrías -replicó ella.

Habían seguido hablando hasta después de la cena. Sus hermanos querían saber dónde vivía ella ahora, sus hermanas le preguntaban por qué no se había casado todavía.

—Parece que fue ayer cuando te escondías en el granero, debajo de esa vieja manta.

El corazón de la Señora de la Torre empezó a latir con fuerza.

—Me gustaría recordar viejos tiempos -dijo sencillamente-. Me gustaría que me permitieseis dormir allí esta noche.

Su madre le dirigió una extraña mirada, pero no dijo nada.

Ahora estaba allí, sola, de pie en el granero, sosteniendo un farol en alto.

—Todos se han acostado ya -susurró la voz de Shi-Mae en su oído-. ¿Estás segura de que sabes dónde buscar?

Dana evocó unas lejanas palabras: «Si algún día vuelves a casa...»

—Señora de la Torre, no tenemos todo el día.

—Está bien, está bien.

Dana colgó el farol de un gancho y susurró unas palabras mágicas. Después, contuvo el aliento.

No tuvo que aguardar mucho. Enseguida, media docena de pequeñas siluetas corrieron hasta ella desde los rincones más ocultos del granero. Eran hombrecillos no más altos que la palma de su mano y vestidos con colores oscuros. Arrastraban pequeños picos y palas tras de sí.

—¿Nos has llamado, Señora de la Torre? -dijo uno de ellos con voz chillona.

—Necesito vuestra ayuda -susurró ella.

El hombrecillo hizo una reverencia.

—Los duendes cavadores siempre estamos a tu servicio. ¿Qué hemos de hacer?

«Si algún día vuelves a casa y excavas en la pared oeste del granero, bajo la ventana...»

Dana se estremeció. Los recuerdos acudían a ella como un torrente de aguas desbordadas, y le resultaba difícil mantenerse en el presente.

Les indicó el lugar.

—Con mucho cuidado, por favor -suplicó.

Los hombrecillos parecieron ofendidos.

—Los duendes cavadores siempre tenemos cuidado.

Dana no discutió y les dejó hacer.

Mientras los duendes cavaban donde ella les había indicado a una velocidad de vértigo, Dana recorrió aquel rincón perdido en sus recuerdos de infancia.

No había cambiado mucho. La madera parecía más vieja y habían construido un pequeño armario para guardar los aperos de labranza, pero, por lo demás, seguía estando igual. Rozó con los dedos la vieja escalera que llevaba a la parte alta y que tantas veces había subido de niña, y sintió un ramalazo de nostalgia.

En todos aquellos recuerdos seguía estando él.

Kai.

Todos los rincones del granero le devolvían la imagen de un chiquillo rubio, delgado y algo mal vestido, pero animoso y vivaz, siempre dispuesto a emprender nuevas aventuras, siempre con una sonrisa en los labios y con un brillo travieso en la mirada.

Habían crecido juntos, y en muchas ocasiones, Dana había llegado a olvidar que ella era la única capaz de verle, y que nunca había tocado otra cosa que aire cuando trataba de rozar su piel.

—Estoy haciendo esto por ti, amigo mío -susurró.

—¡Señora de la Torre! -la llamaron súbitamente los duendes cavadores.

Dana se apresuró a acudir junto a ellos. En apenas unos minutos, las seis mágicas criaturas habían abierto una fosa de considerable tamaño y profundidad, y mostraban orgullosos lo que habían hallado en su fondo.

La Señora de la Torre sintió que el dolor la golpeaba como una maza; le temblaron las piernas y tuvo que apoyarse contra la pared para no caerse.

Sabía lo que iba a encontrar, y había creído estar preparada... pero en aquel mismo momento descubrió que no lo estaba, ni lo estaría nunca.

La voz de Kai, perdida en el recuerdo, seguía resonando en su mente: «Si algún día vuelves a casa y excavas en la pared oeste del granero, bajo la ventana-seguramente encontrarás mis huesos, si es que los perros no los han desenterrado ya.»

En el fondo del foso había un esqueleto de huesos pálidos y quebrados.

Fenris gruñó algo y se envolvió aún más en el manto. Las llamas de la hoguera iluminaban su rostro de elfo, enmarcado por enmarañados mechones de cabello cobrizo. Sus ojos ambarinos aún no habían perdido el brillo salvaje del lobo.

Abrió con cuidado el saquillo que traía consigo y arrojó su contenido, unos polvos de color dorado, sobre la hoguera, cuyas llamas se elevaron más todavía hacia el cielo sin luna. Fenris retrocedió un poco y observó el fuego.

—Señora de la Torre -gruñó más que dijo.

Las llamas no le devolvieron la imagen que él esperaba. Sin dudarlo, el elfo introdujo la mano en el fuego para remover los troncos. Las llamas no quemaron su piel.

—Me da escalofríos verte hacer eso -dijo tras él una voz femenina, pero profunda y ligeramente enronquecida.

Tras él apareció el rostro élfico de Gaya.

—Soy un mago -repuso Fenris.

—El único mago que hay entre nosotros -dijo ella-. Nunca te lo he preguntado, pero supongo que tu poder te permitió aprender a controlar tus cambios con mayor facilidad que el resto de nosotros.

—Supones mal -replicó él en voz baja-. Fue duro de todos modos.

Su mano se crispó en un gesto de impotencia.

—Maldita sea -gruñó-. No logro comunicarme con Dana. Algo va mal.

Sintió que Gaya lo miraba fijamente, y se volvió hacia ella.

—¿Vas a marcharte? -le preguntó sin rodeos.

Fenris vaciló.

—Vas a marcharte -dijo ella en voz baja, comprendiendo.

—Aún no sé qué voy a hacer. Llevo ya tiempo viviendo como un lobo. No me atrae la idea de volver junto a los seres humanos, ni junto a los elfos, a pesar de que, gracias a la reina Nawin, ya no soy un proscrito en mi tierra. Sin embargo, ya te he hablado de Dana. Ella y yo somos amigos. Ella me ayudó cuando más perdido y solo estaba. Si me necesita ahora, no puedo fallarle.

—Lo sé -asintió Gaya; calló un momento antes de añadir-. Otros se marcharon antes que tú; ninguno regresó.

—Yo lo haré.

—Eso dicen todos, muchacho.

Fenris y Gaya alzaron la cabeza y vieron a un elfo de aspecto tan salvaje como cualquiera de ellos dos, de cabello cano y ojos oscuros y penetrantes.

—Zor -murmuró Fenris, sorprendido-. ¿Qué te ha hecho cambiar de forma?

—Tú, Fenris -su voz seguía sonando como un gruñido-. Recuerdo la primera vez que te vi, hace cinco años. Había oído hablar de ti a los vientos. Las hojas de los árboles susurraban que al otro lado del mar había alguien como nosotros, alguien que, además, poseía el don de la magia. Por eso abandoné mi forma de lobo y traté de parecer un elfo más o menos respetable. Así, crucé el mar y recorrí el continente que se extendía al otro lado, buscándote.

»Y por fin te encontré.

Fenris entornó los ojos. Recordaba perfectamente el momento de su primer encuentro. Una jauría de lobos había atacado a los aprendices de la Torre: Jonás, Salamandra, Nawin y Conrado, que habían cometido la imprudencia de escapar al bosque en momentos inciertos. El propio Fenris había acudido al rescate, transformado en lobo.

Zor lo había rescatado a él.

Después se había marchado tan silenciosa y misteriosamente como había llegado, sin que Fenris pudiera preguntarle…

Pero nunca había olvidado a aquel enorme lobo blanco ni el convencimiento de que, por primera vez en su vida, había encontrado a alguien como él.

—¿Dices que cruzaste el mar a propósito para venir a buscarme? No puedo creerlo. ¿Por qué te fuiste entonces sin decir nada?

—Porque ya te había encontrado -Zor le dirigió una mirada inescrutable-. El resto del camino debías recorrerlo tú solo. Y yo sabía que tarde o temprano llegarías hasta nosotros.

Fenris no dijo nada.

—Y lo hiciste, Fenris -prosiguió el elfo-lobo-. Porque todos los que son como nosotros nos encuentran, antes o después.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—Nosotros somos elfos-lobo; apenas una docena en todo el vasto Reino de los Elfos. Pero nuestra peculiaridad es menos rara en tierras humanas. Allí pude encontrar hasta tres grupos distintos de hombres-lobo. Aun así, allí también los temen y los odian, igual que a los elfos-lobo, porque es difícil aprender a controlar los cambios del plenilunio, aprender a transformarse a voluntad, como lo hacemos nosotros. Para cuando logramos llegar a este nivel, nuestra fama de bestias asesinas nos ha apartado del resto del mundo. Por eso huimos y nos reunimos en grupos, en lugares que nadie ha pisado jamás.

»Pero tú eres diferente, Fenris.

—¿Qué quieres decir?

—Tú has encontrado un lugar entre los hombres. Tú tienes amigos fuera de nuestro grupo.

Fenris iba a responder algo, pero finalmente calló y sacudió la cabeza.

—He visto a esa joven humana que ha venido a buscarte hoy. No solo te ofrecía su amistad, sino también su amor.

Fenris evitó mirar a Gaya.

—No sé si eso se debe a que has vivido entre magos, acostumbrados a lo extraordinario.

—Puede ser -murmuró Fenris-. También los magos son odiados y temidos en muchos lugares del mundo. Pero eso no significa que yo sea como ellos.

—Tú eres uno de ellos, Fenris -gruñó Zor-, lo quieras o no. Pero también eres uno de nosotros. Por eso aceptaremos tu partida.

Fenris dirigió a los elfos-lobo una mirada interrogante.

—¿Cuándo vas a marcharte? -preguntó Gaya.

El mago se levantó trabajosamente y tuvo que quedarse quieto un momento para acostumbrarse a caminar de nuevo sobre dos piernas. Después miró a su compañera, y no vio dolor reflejado en sus ojos, sino serenidad y estoicismo.

—Volveré, Gaya.

—¿Cuándo vas a marcharte? -repitió ella.

—En cuanto esté preparado.

Ella no respondió. Dio media vuelta y se internó en la espesura. Fenris se la quedó mirando y, tras un breve momento de vacilación, la siguió.

—De modo que eso es todo lo que queda del cuerpo de Kai -dijo la voz de Shi-Mae en su oído.

Dana la ignoró y se concentró en el sencillo hechizo reductor que estaba aplicando al esqueleto. Éste empequeñecía por momentos. Cuando no fue más grande que la osamenta de un ratón, Dana pronunció una breve orden mágica y el proceso se detuvo. La Archimaga extrajo entonces una pequeña caja de su túnica y la abrió. Con una nueva palabra mágica hizo que los restos de Kai levitasen lentamente en el aire hasta introducirse en la caja, sin mezclarse ni desordenarse. Cuando los huesos estuvieron guardados, Dana cerró la caja y se la guardó con un estremecimiento.

—Señora de la Torre, viene alguien -avisó Shi-Mae.

Dana ya se había percatado de que una débil luz había invadido el granero. Se volvió y vio la figura encorvada de su madre, que entraba con un candil en la mano.

—¿Qué sucede, Dana? -preguntó ella.

La Señora de la Torre echó un vistazo a la fosa. Los duendes cavadores habían desaparecido, pero el agujero seguía allí.

—¿Se puede saber qué estás haciendo, hija?

—Lo arreglaré -respondió ella con suavidad.

Se sintió extraña. No había pensado en su madre desde hacía años. Resultaba raro pensar que los orígenes de la poderosa Archimaga que era la Señora de la Torre estaban en aquella humilde granja.

En aquella mujer, pequeña y enjuta, de pelo canoso y mirada resuelta.

La granjera se acercó a ella y la miró con gesto serio. Por un momento le recordó a Maritta, la cocinera enana de la Torre, que había sido su mejor amiga, y que había muerto años atrás.

—Parece que fue ayer cuando ese hombre vino... -suspiró la mujer.

Dana se estremeció involuntariamente. Su madre se refería al Maestro, el hombre que la había separado de su familia para llevarla a la Torre y enseñarle a conocer y emplear la magia.

—Nos dijo que te daría una educación, que sería mejor para ti -prosiguió ella-. Aceptamos. Aún recuerdo cuando te marchaste, niña mía, tan pequeña sobre ese caballo tan grande. Desde entonces me he preguntado muchas veces si hice lo correcto...

Dana sonrió levemente, emocionada por el cariño que emanaba de la voz de su madre, y pensó qué respuesta debía darle. El Maestro no había sido un hombre bueno; había tratado de utilizar el poder de Dana para sus propios fines, había estado a punto de matarla.

Pero le había enseñado el camino de la magia.

—Hiciste bien -le dijo a su madre-. Por fin encontré mi lugar en el mundo.

Ella sonrió, y su rostro se llenó de arrugas. De pronto, sus ojos se detuvieron en algo que descansaba sobre el pecho de Dana. Se trataba de un colgante de plata que representaba una luna que sostenía una estrella entre sus cuernos.

Un colgante que la granjera había entregado a su hija el día de su partida, veinticinco años atrás.

—Ah, esto -murmuró la hechicera, siguiendo la dirección de su mirada-. Siempre lo llevo conmigo, madre. Es mi talismán.

—No es mágico, hija -dijo ella, mirándola a los ojos.

Dana se estremeció involuntariamente. «Lo sabe», pensó. «Lo sabe, y no le importa, no me teme, no me rechaza.»

—Para mí vale más que todas las joyas mágicas del mundo -susurró.

Las miradas de ambas se cruzaron.

Veinticinco años después, madre e hija volvieron a fundirse en un cálido abrazo.

Iris seguía temblando en su refugio, intentando convencerse a sí misma de que las misteriosas voces que había escuchado habían sido un producto de su imaginación. Sin embargo, las había oído con demasiada claridad como para ignorarlas.

Las voces decían...

«Puedes esconderte de ella, pero no de nosotros.»

«Ven, te necesitamos.»

«Sube, te esperamos.»

«Escucha...»

Iris gimió y se tapó los oídos con las manos, pero las voces seguían sonando en su interior, muy hondo...

VIII. LA PUERTA
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