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Authors: Laura Gallego García

La llamada de los muertos (5 page)

BOOK: La llamada de los muertos
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Parecía sincera, se dijo Dana. De todas formas, preguntó:

—¿Qué es lo que quieres, entonces?

—Ya te lo he dicho: proponerte un pacto. Un pacto de ayuda mutua...

—A los que tú eras muy aficionada -asintió Dana-. Sí, lo recuerdo. ¿Qué pides?

—Pregunta primero qué te ofrezco. Recuerdas la profecía, ¿verdad? «Otro recuperará su verdadero cuerpo»... Supongo que pensaste lo que todo el mundo: que se refería a Kai.

El corazón de Dana se aceleró levemente, pero su rostro seguía impenetrable.

—Después de tantos años lograste por fin introducir el espíritu de Kai en un cuerpo vivo, un cuerpo de dragón -prosiguió Shi-Mae.

Dana no le dijo que, en realidad, la reencarnación de Kai no había sido obra suya. La visitante del Otro Lado continuó hablando:

—Pero desde entonces estás tratando de devolverle su verdadero cuerpo. Bien, Señora de la Torre, he aquí mi propuesta: te ofrezco el sortilegio que estás buscando. Te ofrezco la solución mágica al problema de Kai, o cómo resucitar su cuerpo y hacer que la profecía se cumpla.

Dana palideció de golpe.

—Eso... no es posible...

Shi-Mae rió suavemente.

—Los muertos sabemos más que los vivos, Dana. Y yo sé que es posible.

—Y quieres que, a cambio, te resucite a ti también -interrumpió Dana fríamente.

—No sería factible, puesto que mi cuerpo quedó en el Laberinto de las Sombras, y se habrá disuelto entre las brumas que lo conforman. Es, por tanto, del todo irrecuperable.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?

—Solo una cosa: vincúlame a ti.

—¿Qué? -Dana se echó hacia atrás.

—Sabes muy bien lo que eso significa. Como fantasma, solo puedo hacer visitas puntuales al mundo de los vivos. Si empleases conmigo el hechizo de vinculación, podría quedarme en tu dimensión, obligada, por supuesto, a ir a donde tú vayas y a estar donde tú estés.

—No es algo que me tiente, ¿sabes?

Shi-Mae sonrió.

—No me sorprende. Pero piensa en lo que te ofrezco a cambio: Kai y tú, por fin, juntos, humanos los dos...

Dana retrocedió aún más. Temblaba violentamente.

—No quiero seguir escuchándote.

Dio media vuelta y se fue escaleras abajo a paso ligero, sin mirar atrás, alejándose del fantasma de Shi-Mae, que se había quedado allí, con una leve sonrisa en los labios.

El palacio de la Reina de los Elfos estaba situado en pleno corazón del Bosque Dorado, relativamente cerca de la Escuela de Alta Hechicería a la que habían sido enviados los aprendices elfos de la Torre del Valle de los Lobos.

Mientras caminaba por sus largos y elegantes pasillos, decorados al más exquisito gusto élfico, Jonás se preguntaba una y otra vez si estaba haciendo lo correcto. Recordaba muy bien la advertencia de Dana: prevenir a Salamandra podría ser contraproducente, ya que, de saber lo que se avecinaba, ella podría escoger volver a la Torre cuando llegase el Momento.

Pero, ¿y si tenía pensado regresar de todos modos? La profecía se refería a ella, no cabía duda. Entonces, ¿estaba mal tratar de impedir que se cumpliese?

Apartó todas aquellas dudas de su mente cuando llegó ante las puertas, recamadas en oro, del gran salón del trono. Los guardias elfos que las custodiaban debían de estar avisados de su llegada, porque le abrieron sin pronunciar una sola palabra y sin necesidad de que él explicase quién era. Algo intimidado, el joven mago entró.

Dirigió su mirada hacia el trono, pero estaba vacío. Percibió entonces la figura de la Reina un poco más allá, asomada a uno de los grandes ventanales que se abrían sobre el Bosque Dorado.

Jonás carraspeó suavemente, inseguro acerca de cómo debía dirigirse a ella, esperando que fuese la propia Reina quien diese el primer paso.

La soberana elfa se volvió, y Jonás tuvo problemas para reprimir su sorpresa.

Nawin.

Nawin era el nombre de la princesa elfa, orgullosa y engreída, que había llegado a la Torre cinco años atrás, de la mano de la poderosa Archimaga Shi-Mae. Nawin había sido, más tarde, compañera de estudios y de aventuras hasta que la muerte de su tío en extrañas circunstancias la había obligado a regresar al Reino de los Elfos para ceñirse la corona que la convertiría en gobernante de un país convulso regido por una nobleza dividida en facciones que luchaban por el poder.

Por supuesto, Jonás sabía que Nawin era la Reina de los Elfos, pero no había llegado a verla en su viaje anterior, porque, por consejo de Salamandra, se hallaba oculta hasta que los traidores fuesen desenmascarados. Por eso no estaba preparado para aquello.

Era Nawin, por supuesto.

Siempre Nawin.

Exactamente igual a como la recordaba: cabello fino y muy liso, ojos almendrados con pupilas de un color verde inverosímil, como cristal coloreado, las orejas acabadas en punta y la belleza casi sobrenatural que caracterizaba a los elfos. Pero, sobre todo, aquella cara de niña. No parecía tener más de doce años, y seguramente superaba ya el siglo de vida.

Resultaba difícil aceptarlo. Jonás lo había visto en los aprendices elfos de la Torre, que apenas cambiaban con el paso del tiempo, pero era más extraño en una persona a la que, como Nawin, hacía tiempo que no veía. Jonás había supuesto que ella habría crecido, como todos: como Salamandra y él mismo, como Dana, en cuyo negro cabello empezaban a aparecer algunas canas.

Pero no, Nawin seguía igual que la primera vez que la vio, cuando el propio Jonás tenía poco más de quince años y era un adolescente lleno de espinillas. Ella era entonces una niña, y seguía siendo una niña ahora, cinco años después.

Ambos cruzaron una mirada, y Jonás descubrió que, con todo, los ojos de Nawin no parecían los de una niña, sino los de una mujer que había sufrido mucho, y pensó que era monstruoso colocar a alguien tan joven en el trono del Reino de los Elfos, sabiendo que muchos nobles estaban deseando quitarla de en medio para poner a sus herederos en su lugar.

En aquel momento, en aquella mirada, Jonás supo exactamente cómo tenía que tratarla.

—Hola, Nawin -dijo simplemente, con una amplia sonrisa.

—Hola, Jonás -respondió ella solamente, sonriendo a su vez.

La Señora de la Torre se sentó en el suelo, junto al dragón, se recostó sobre su pecho escamoso y exhaló un profundo suspiro.

—Pareces cansada -dijo Kai.

Estaba tumbado sobre el suelo del jardín, en el lugar donde él solía echarse para dormir, cubierto por un techo de madera que habían fabricado cinco años antes, cuando su espíritu se había reencarnado en aquel cuerpo de dragón. Por supuesto, allí no había nieve, porque su aliento de fuego la fundía instantáneamente, pero tampoco crecía nada, y eso era algo que él, que amaba la vida bajo todas sus formas, lamentaba profundamente.

—Estoy cansada -dijo Dana, pero no añadió nada más.

Kai bajó un ala para cubrir gentilmente a la Señora de la Torre. Sobre ellos brillaban todas las estrellas del universo.

—¿Qué es lo que te preocupa?

Dana sonrió.

—Me conoces demasiado bien como para ocultarte nada, ¿eh? De acuerdo, intentaré explicártelo: es sobre la profecía. Hay... -vaciló un momento-. Hay una parte que se refiere a ti: «Otro recuperará su verdadero cuerpo». Y yo...

—Entiendo. Te sientes dividida, ¿no es así? Por un lado, quieres que esa parte se cumpla, pero ello implicaría...

—Que también podrían cumplirse todas las otras predicciones -Dana se estremeció-. Y no pienso permitirlo, Kai.

—Me alegra oírlo, Dana.

Ella lo miró.

—¿En serio? ¿No me reprocharías que dejase pasar la oportunidad?

—¿A cambio de la vida de otras personas, como, por ejemplo, Fenris, o Salamandra, si es que la profecía se refiere a ellos? -Kai le dirigió una mirada reprobatoria-. Vamos, Dana. Me conoces bien. Deseo que estemos juntos, pero no a ese precio. Es demasiado alto.

Dana respiró profundamente y se acurrucó más junto a él. Ninguno de los dos dijo nada en un buen rato.

—Además, no podrías devolverme mi cuerpo aunque quisieras... -comentó entonces él.

Dana no respondió, y el dragón volvió hacia ella sus ojos de color esmeralda. Descubrió entonces que la Señora de la Torre se había quedado dormida.

Era ya noche cerrada cuando Nawin y Jonás terminaron de rememorar historias pasadas. Ninguno de los dos habría sabido decir quién había empezado, pero ambos sabían que lo habían hecho para no tener que recordar la amenaza que pesaba sobre ellos.

Jonás le había hablado a la Reina de los Elfos de la profecía, y ella se había sentido inmediatamente preocupada.

—¡Once! -había dicho-. ¿Y no tenéis idea de quiénes son esos once?

—No, pero tú no tienes por qué estar entre ellos... ¿o es que algo en las palabras del Oráculo te ha resultado familiar?

Nawin no respondió enseguida. Se mordía el labio inferior, pensativa, mientras entornaba sus grandes ojos almendrados, preguntándose si podía o no confiar en él.

—Hace tiempo que dudo de la lealtad de algunos de mis colaboradores -confesó finalmente.

—¡«Uno de ellos será traicionado»! -adivinó Jonás, sorprendido-. Pero... el Oráculo dijo que todo esto sucedería cuando llegase el Momento, en la Torre. Si tú estás aquí, no corres ningún peligro, por lo menos en cuanto a la profecía se refiere, ¿entiendes?

Nawin sonrió débilmente.

—Parece sencillo, pero no lo es tanto. Si estalla una rebelión en el reino, no tendré otro sitio adonde ir, ¿comprendes? Pediría asilo en la Torre -la Reina elfa dirigió a Jonás una mirada llena de gravedad-. Vosotros sois los únicos amigos que tengo, Jonás.

Él había tratado de tranquilizarla, y por eso habían empezado a hablar de tiempos pasados.

Pero ahora la noche había caído sobre el Reino de los Elfos, y Jonás necesitaba respuestas.

—Salamandra se fue con su grupo hará unas semanas -dijo Nawin-, en cuanto localizamos y detuvimos a todos los asesinos contratados por mis enemigos para matarme -hablaba de ello fría y desapasionadamente, y Jonás se estremeció sin poder evitarlo-. La envié hacia el norte. Fenris se fue más allá de las fronteras de mi reino, y yo no sé dónde puede estar ahora. Pero, si siguen su rastro, no me cabe duda de que lo encontrarán.

—Pero yo no tengo unas semanas para encontrarla -respondió Jonás, desanimado.

Nawin le dirigió una breve mirada.

—Podrás alcanzarla si yo te ayudo. Pondré a tu disposición un caballo mágico que te llevará en la dirección correcta. Para él, las semanas son días, y los días son horas. La alcanzarás, porque no le di a ella nada parecido. Sus compañeros eran todos no iniciados, y no habrían sabido manejar un caballo encantado.

Jonás recordó entonces que Nawin había sido la aprendiza más prometedora que había pisado la Torre; aunque sus obligaciones reales no le habían permitido continuar allí y ella se había negado a ingresar en la Escuela del Bosque Dorado, debido a una serie de desavenencias con sus directivos en relación a la muerte de Shi-Mae, había seguido estudiando por su cuenta.

—Muchas gracias, Nawin -dijo el mago, sonriendo.

—De nada; te lo debía. Pero escúchame, Jonás, porque te voy a decir lo mismo que le dije a Salamandra antes de que se fuera: cuando encuentres a Fenris, no esperes ver en él al elfo que conociste. Porque ha cambiado, y mucho. Recuerda, Jonás, que Fenris ya no es el mismo de antes.

Nawin no dijo nada más, y Jonás supo que no debía seguir preguntándole.

—Lo recordaré -dijo, pero volvió a sentir que aleteaba en su interior la llama de la duda.

IV. SALAMANDRA

La muchacha gritó, aterrada. Las llamas la envolvían, crepitando ferozmente a su alrededor. El humo inundaba sus pulmones haciéndola toser. El fuego devoraba sus ropas y le estaba quemando la piel, y ella sabía que no tardaría en morir abrasada...

Salamandra se despertó con un leve gemido, temblando. El relente de la noche la recibió y la hizo calmarse poco a poco. La joven respiró profundamente mientras los latidos de su corazón recobraban su ritmo habitual. Se pasó una mano por la larga cabellera pelirroja y suspiró, irritada. Otra vez aquel maldito sueño. Era absurdo que todavía la acosasen pesadillas en las cuales ella moría incinerada, consumida por las llamas. Era absurdo porque ella era absolutamente inmune a ellas, y no solo porque fuese una maga que había superado la Prueba del Fuego.

Ella era el fuego.

Miró a su alrededor, algo más tranquila. Se hallaba en un claro del bosque. No muy lejos, sus compañeros también dormían, excepto aquel a quien le tocaba hacer guardia. Escudriñó el cielo y, por la posición de las estrellas, supo que aún faltaba un poco para el relevo. Sin embargo, ella ya estaba totalmente despierta y no sentía ganas de volverse a dormir.

Se estiró como un gato, se envolvió en su capa y se levantó. Echó una nueva mirada crítica a su alrededor. Ella era la única mujer del grupo, pero todos la respetaban e incluso la temían. Salamandra no era una maga corriente: era la Bailarina del Fuego y tenía poder, mucho poder. Y, además, era indómita, arriesgada, audaz e implacable. Había nacido para aquello, amaba su vida aventurera, incluso más que su época de aprendiza en la Torre.

Sonriendo para sí misma -la pesadilla ya había quedado olvidada-, Salamandra avanzó hasta la hoguera y se sentó junto al hombre que hacía la guardia, un hombre grande y fornido.

—Hola, Oso.

—Hola, Salamandra -respondió él-. ¿Qué haces despierta a estas horas? No tienes que relevarme aún.

—Lo sé, pero no tenía sueño.

Oso no dijo nada. Ambos se quedaron un momento en silencio, contemplando las llamas, hasta que él preguntó:

—¿Qué estamos persiguiendo exactamente?

Como había supuesto, ella no contestó.

—Los chicos están empezando a dudar que haya sido una buena idea, Salamandra -dijo Oso.

—Yo no he obligado a nadie a seguirme -repuso ella-. Si pensáis que obtendréis una recompensa parecida a la que nos entregó la Reina de los Elfos, podéis ir dando media vuelta y marchándoos por donde habéis venido.

—Pero hay una recompensa, ¿no? -insistió Oso-. Una bestia tan grande no puede ir por ahí sin causar destrozos. Alguien habrá puesto precio a...

—¡Cállate! -rugió Salamandra. Se había puesto en pie de un salto; sus ojos echaban chispas, y su roja melena, iluminada por las llamas, resaltaba como una corona de fuego ardiente-. No vamos de caza. Ya os lo he dicho muchas veces. Y no hay recompensa. Podéis seguirme por amistad o en pago por haberos conseguido el mejor trabajo de vuestras vidas, pero no hay dinero de por medio esta vez.

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