—La ley de la atracción no funciona en la lotería ni en los campos de fútbol, pero ¿qué sucedería si ahora deseara con todas mis fuerzas que entre nosotros vuelva a suceder lo que vivimos en Nuevo México?
Sarah me lanzó una mirada enigmática antes de responder:
—Pues tal vez te salieras con la tuya si no fuera porque en dos horas sale nuestro vuelo hacia Beirut. No hay tiempo para otra cosa que no sea vestirnos y salir pitando.
Una hora más tarde nos encontrábamos ya en un taxi hacia el aeropuerto de Larnaca. Sólo había pasado dos noches en la isla de Afrodita, pero tenía la sensación de llevar una eternidad allí. No me dolía en prendas abandonarla.
—¿No será peligroso Beirut? —dije a mi compañera de viaje, que hablaba un castellano perfecto.
—Depende. Si te encuentras en el lugar equivocado en el momento equivocado, puede ser mortal. Pero ya sabes lo que dicen en las guerras: a no ser que haya una bala que lleve tu nombre, estarás a salvo.
Además de nuestra seguridad, me preocupaban las pocas notas que había sobre la capital de Líbano en el cuaderno de Marcel. Sólo había una dirección en la Corniche.
—¿Qué buscamos allí? En Chipre vive el hombre más sabio del mundo, pero no sé qué clase de iluminación buscaba Marcel en Beirut. Nunca he estado allí, pero de entrada no parece un remanso de paz espiritual.
—Eso seguro que no —repuso Sarah—. Entre los barrios controlados por Hezbollah y las noches locas en la zona cristiana no creo que fuera un lugar para él. Pero, gracias a un contacto en la Sorbonne, he descubierto que Marcel encontró en esa ciudad más de lo que esperaba.
—¿Qué quieres decir?
—Por extraño que parezca, en la Corniche fue alojado por un chino especialista en el
I Ching
que imparte clases en la Universidad Americana de Beirut. Se llama Liwei. Tenemos que lograr que nos cuente qué diablos hacía Marcel en Líbano.
Me quedé un rato pensativo mientras el taxi avanzaba mansamente hacia Larnaca. De repente me invadió un golpe de sinceridad y confesé a Sarah:
—Yo me he metido en esto casi exclusivamente por dinero. Las cosas en la radio van de capa caída y lo cierto es que no tengo donde caerme muerto.
Sarah se alisó la falda hasta casi cubrir sus rodillas perfectamente formadas. Rehuí la atracción que ella ejercía sobre mí dirigiendo toda mi atención sobre la mezquita de los flamencos, que tampoco esta vez eran visibles desde la carretera.
—Eso es lo que tú crees —dijo Sarah—, pero el dinero es en realidad una excusa. Tú estás en esto por otro motivo.
—No será por lealtad a Marcel, ya que apenas tuve contacto con él cuando éramos jóvenes. Tal vez te lo ha contado Simón.
—Hemos hablado de otras cosas —repuso enigmática—. Pero no te escaquees, tú buscas algo más que dinero en esta investigación.
—Tal vez te busque a ti —dije dejando caer mi mano sobre su rodilla—. Lo cierto es que cuando puse como condición que tú estuvieras en esto no esperaba que fueras a aceptar.
Para mi sorpresa, Sarah no hizo ningún gesto de apartar mi mano de su rodilla. Sus ojos azules parecieron escanear la luz abrasadora de la tarde, antes de decir:
—El dinero y el sexo son sólo válvulas de escape para la verdadera búsqueda.
—¿Qué quieres decir? ¿Y qué te hace pensar qué sólo quiero sexo contigo?
—No me conoces —dijo Sarah—. Hicimos el amor en una ciudad extraña de Nuevo México, y estuvo bien, pero no sabes casi nada de mí. En el fondo buscas la luz, como yo, por eso te has metido en esto.
—¿La luz? ¿Qué luz? —repliqué molesto—. Lamento que te hayas vuelto mística. Te pegaba mucho más el rol de
femme fatale
.
La francesa apretó los labios, sin soltar palabra, mientras el taxi estacionaba frente al aeropuerto de Larnaca. Antes de bajar del coche, para reconciliarme con ella, me sinceré:
—Mientras esperaba a ser recibido por el Maulana descubrí que tal vez soy un poco como Marcel. Busco algo, pero no sé qué es.
Nuestro vuelo con Middle East Airlines salía en una hora. Durante la espera para el embarque, puse en común con mi compañera de investigación lo que había averiguado hasta el momento. La muerte de Marcel junto a un faro donde debía escribir sus conclusiones tras su periplo por medio mundo. El poco informativo cuaderno de Alejandría. La visita al Maulana de Lefke. Aquel artículo sobre la biblioteca de Alejandría.
—¿Me lo muestras? —me pidió.
Pasé a Sarah las cinco páginas mecanografiadas que, en mi caso, habían arrojado poca o ninguna luz sobre aquel viaje espiritual que ahora replicábamos.
Tras una lectura rápida, me lo devolvió con el comentario:
—Parece un patchwork de informaciones que encontró aquí y allí antes de que su investigación cambiara de rumbo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Toda esa fijación por Alejandría, los faros y la biblioteca desaparecida… —divagó pensativa—, sospecho que fue sólo el preámbulo de la verdadera búsqueda de Marcel.
—Algo que tiene que ver con siete iluminados… y el primero es Hermes Trimegisto. ¿Has visto esa página web?
Sarah negó con la cabeza mientras me miraba expectante.
—Bueno, ya tendrás tiempo de verla, igual que el cuaderno. Acabo de darme cuenta de algo que nos puede ser más útil.
—Vamos, suelta… —insistió la francesa mientras me inundaba con su mirada azul.
—Los siete faros que contienen la revelación que causó la muerte a Marcel son siete grandes guías espirituales. El primero, Hermes, parece ser el más antiguo. Si seguimos avanzando en el tiempo, el siguiente iluminado fue…
—No conocemos su nombre —dijo Sarah con autoridad— o, mejor dicho, sus nombres. Porque el
I Ching
se escribió en China a lo largo de más de dos mil años.
Relacioné de inmediato aquel oráculo ancestral con el tal Liwei y el apartamento en Beirut donde había vivido Bellaiche.
—El
I Ching
… —murmuré—. El libro de las mutaciones. ¿Es ése el segundo faro espiritual tras Hermes Trimegisto?
—Para algunos sería incluso el primero. Según la tradición, su autor fue un emperador chino que nació casi tres mil años antes de Cristo. Y la técnica de adivinación de estos oráculos sería dos mil años anterior: del 5000 antes de Cristo.
—Veo que te has documentado a conciencia —respondí admirado—. Pero aparte de un oráculo, es también un faro espiritual. Me gustaría comprobar en la página web de Marcel si sintetizó la filosofía del
I Ching
, ya que de alguna manera se conecta con nuestra próxima etapa.
Sarah extrajo de su bolso de cuero rojo un Galaxy Note y me lo ofreció.
—Míralo tú mismo. Aquí tienes internet.
Segundos después entraba en la página web creada por Bellaiche y escribía en el segundo faro el nombre chino del «libro de las mutaciones». Un nuevo incendio virtual en la pantalla confirmó que habíamos dado en el clavo.
I CHING
DIEZ INSPIRACIONES DEL LIBRO DE LAS MUTACIONES
I
El arte de vivir consiste, únicamente, en proceder con sencillez.
II
El hombre superior persevera siempre en el camino, se adapta a los tiempos, pero permanece firme en su dirección y corrige sus objetivos.
III
Hay que evitar los extremos, ya que son causa de todas las desventuras.
IV
Nunca hay que provocar una acción si no estamos seguros de dominar sus consecuencias.
V
La perseverancia por sí sola no asegura el éxito. Por mucho que estés al acecho, no cazarás nada en el campo donde no hay presa.
VI
El cambio es seguro. A la calma siguen las dificultades; a la partida de los hombres malvados sigue su retorno. Aprende a ser feliz en el intervalo.
VII
El que posee la fuente de entusiasmo logra grandes cosas. El que duda no. Y el entusiasta reunirá amigos a su alrededor como un broche recoge el pelo.
VIII
Antes de que empiece el gran esplendor, debe haber el caos. Antes de que la persona brillante empiece algo grande, parecerá estúpida ante las masas.
IX
El hombre tranquilo y solitario tiene acceso a lo inescrutable.
X
Cuando el camino llega a su final, entonces cambia. Cuando cambia, puedes atravesarlo.
La era axial
Las películas y los noticieros con un Beirut en guerra contrastaban con el lujoso aeropuerto Rafic Hariri. Bautizado así en honor al presidente asesinado en 2005, la elegancia de los pasajeros y las boutiques evocaban los tiempos en los que Líbano había sido la Suiza de Oriente Medio.
—¿Has contactado con Liwei? —pregunté a mi acompañante—. Puesto que es nuestro único vínculo con Marcel, sin él sería absurdo dar vueltas por la ciudad.
—¿Tienes miedo? —preguntó Sarah mientras se levantaba las gafas de sol.
—Sólo soy prudente. Seguro que Beirut es fascinante, pero no debe de ser el mejor lugar para perderse o mear fuera del tiesto.
Aquella expresión vulgar pareció disgustar a la francesa, que apretó el paso mientras arrastraba su maleta Mandarina Duck. Mis ojos se desviaron un instante hacia su trasero respingón bajo la falda de raso. Dado que la cultura francesa impregnaba las clases altas de la capital libanesa, según había leído, Sarah encajaría a la perfección en los círculos intelectuales que tal vez conoceríamos.
Quizás, porque estaba todo por ver.
Al subir al taxi —una berlina Audi—, me dije que no tenía ni idea de lo que me esperaba en aquella ciudad.
Pocos kilómetros después, Beirut empezó a perfilarse a ambos lados de la autopista. Lujosos bloques de apartamentos limitaban con barrios miserables que habían sufrido los estragos de la guerra civil y su posterior abandono. Espectaculares deportivos zumbaban entre calles en pendiente donde, pese a la hora avanzada de la noche, las chilabas y los velos integrales se mezclaban con provocativas jóvenes en minifalda.
—Por cierto —comenté—, ¿adónde vamos?
—He reservado dos habitaciones en el Intercontinental Fenicia. Está bien situado, en lo alto de la ciudad. Desde allí llamaré a Liwei. He intercambiado un par de correos con él y está al corriente de nuestra llegada, puedes estar tranquilo. Por el tono de sus mensajes, además, creo que tiene un espíritu colaborador.
Suspiré mientras el taxi aceleraba de forma temeraria. Me inquietaba no saber prácticamente nada del asunto en el que estaba metido. Para mi mayor frustración, Sarah parecía estar siempre un paso por delante en aquella misión y me trataba como a un subalterno. Su tono, además, manifestaba un interés hacia mí cercano al cero. Algo duro de sobrellevar para quien ha tenido a la persona amada en sus brazos.
Cuando el taxi estacionó bajo el flamante rascacielos de nuestro hotel, me invadió otra clase de preocupación.
—¿No podrías haber reservado un lugar más barato? En el Fenicia este nos van a dejar las tarjetas de crédito más limpias que el suelo de una mezquita.
—Deja de decir bobadas —me reprendió mientras entrábamos en un espectacular vestíbulo—. La familia Bellaiche corre con todos los gastos del viaje. Puedo abonarte incluso los gastos que has tenido en Chipre, si te quedas más tranquilo.
Harto de aquel tono gélido, dejé en sus manos el
check-in
ante un joven impecablemente trajeado. Tras rellenar las fichas para la policía, recibimos sendas llaves y nos encaminamos hacia uno de los relucientes ascensores.
Eran las once de la noche y prefería estar a solas a ser tratado con aquella condescendencia.
Al llegar a la décima planta, donde nuestros caminos se separaban, Sarah me sorprendió con un furtivo beso en la frente.
—Que sueñes con los angelitos.
—Voy a ilustrarme un poco en esto del
I Ching
—fue mi réplica.
—No es necesario —dijo mientras abría la puerta de la habitación contigua—. Liwei lo sabe todo.
Bonne nuit
.
Después de dos horas contemplando la encendida noche de Beirut, me sentí incapaz de dormir y bajé en ascensor al
lounge bar
animado por un calvo pianista. En aquel momento tocaba
My Favourite Things
.
Nada más desplomarme en un sillón de aspecto colonial, un escuálido camarero me ofreció la carta de whiskies y licores.
Pese a la categoría del local, se había agotado el Bushmills, así que tuve que conformarme con un malta Glenrothes de sabor muy especiado. El precio era un disparate, pero lo cargaría a cuenta de la familia del muerto.
Ya no venía de aquí.
Mientras me echaba lentamente en el gaznate aquel licor acaramelado, me fijé en la clientela del bar a aquella hora de la madrugada. Entre algunos ejecutivos de aspecto melancólico, varias parejas de árabes cristianos bebían y fumaban como si aquélla fuera la última noche del mundo.
Me llamó la atención una mujer de unos sesenta años que llevaba un collar de perlas grises. Después de cada calada estiraba desmayadamente el brazo, echando la cabeza hacia atrás.
Había algo de belle époque en aquellos clientes noctámbulos, que parecían disfrutar los placeres de forma absoluta. Un talento sólo al alcance de los que viven al límite porque saben que su vida puede terminar en cualquier momento.