La mirada de las furias (18 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

BOOK: La mirada de las furias
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La copa se le había terminado, pero Marcos no hacía gesto alguno de que fuera a volver a su mesa. En un mundo en el que había tres hombres por cada mujer, aquel intento de acaparar la parte de seis varones casi podía considerarse un delito. Mientras se aburría sola y esperaba el momento de seguir aburriéndose acompañada, Clara rumió la idea de pedir otro cóctel. A menudo había comprobado que cuando despertaba tras una noche de alcohol y sexo chapucero se sentía aún peor, pero al menos ganaba al tedio unas horas de embotamiento y olvido.

Un tintineo de metal que sonaba delante de su nariz la sacó de sus cavilaciones. Había un puñado de monedas sobre la mesa, y junto a ellas una mano de hombre, de dedos finos y alargados y uñas exquisitas, como moldeadas en porcelana.

—La deuda íntegra. Si no se ofende, puedo añadir un veinte por ciento de recargo para compensar mi informalidad.

Confundida, tardó unos instantes en reconocer a la persona que le estaba hablando. Al levantar la mirada reparó en que era el hombre al que conocía como Jonás Crimson, y sintió una inexplicable mezcla de irritación y alegría.

—Es usted —fue todo lo que se le ocurrió decir.

—Supongo que ante una identificación tan general, debo contestar que sí, soy yo. ¿Le importa que me siente?

—Bueno, es que… no me importaría, pero estoy acompañada.

—Parece que su amigo está un poco… entretenido. Puedo hacerle compañía hasta que él vuelva.

—¿Cree que no me sé defender sola?

—Me han nombrado socio colaborador de Lisístrata y me han asignado precisamente esta mesa.

—Siéntese. —Clara respiró hondo, recogió su dinero con el estudiado desinterés de un hidalgo y miró a Crimson a los ojos. Se le habían acelerado las pulsaciones y se sentía como una estúpida. Aquel hombre la había sorprendido con la guardia baja—. No esperaba volver a verle. La verdad es que pensé que me había dejado estafar como una pardilla.

—Y se estaba usted prometiendo que jamás volvería a hacer algo así.

—En efecto. Por cieno, esa ropa le sienta bastante bien. Parece que no le ha costado mucho conseguir dinero. ¿Cómo ha sido eso? Es usted un novato muy listo.

«
No hables tan rápido. Alarga las frases. No saltes de una idea a otra
», se recordó, como en los tiempos en que pasaba un examen oral.

—Jugando al póquer. Sólo se trata de hacerlo un poco mejor que los demás.

Después de las continuas loas que se dedicaba Marcos, aquel comentario hubiera debido estomagarla. Pero el tono de Crimson era desapasionado; igual podría haber enunciado un teorema. La jactancia estaba fuera de lugar en un hombre de ojos tan gélidos. Clara apartó la mirada y reprimió un leve estremecimiento.

—No se ha presentado usted en la escuela.

—Lo lamento. Seré sincero: no tuve intención de hacerlo en ningún momento. Pero necesitaba que alguien me ayudara y tuve que engañarla.

Clara levantó de nuevo la mirada. Aquellos ojos grises seguían fijos en los suyos. Parecían más all de la verdad o la mentira, como los de un dios arcaico y poderoso. Los ojos de un dragón, pensó, sin recordar que aquel símil ya se le había ocurrido veinte años atrás.

—Al menos ha tenido la decencia de devolverme el dinero. No es usted un sinvergüenza completo.

—Me alegro de que su opinión sobre mí haya mejorado. No quiero importunarla más. Hasta la vista, Clara.

Ella se quedó mirando cómo Crimson se levantaba, inclinaba la cabeza, se giraba y se alejaba, todo en un único fluir de movimientos, como si su cuerpo estuviera modelado en agua.

—¡Espere! Voy con usted.

El se volvió con un gesto difícil de interpretar; tal vez sorprendido, acaso indiferente o molesto. Clara le maldijo en su interior por no mostrarse abiertamente halagado.

—¿Y su amigo?

—Que me busque. —«
Y si es tan listo, que me encuentre
.» Salieron a la calle. La noche era despejada y fresca. Clara decidió que era mejor pasarse de atrevida que parecer insegura. Le preguntó si había cenado, a lo que Crimson respondió que no.

—Entonces puede invitarme. Ahora parece usted un potentado.

Crimson volvió a observarla con aquella irritante impasibilidad, y por unos segundos Clara temió que la rechazara arguyendo cualquier disculpa. Tal vez levantarse de la mesa no había sido buena idea. Ser humillada por un recién llegado era mucho más de lo que su estima podía soportar.

—No crea que he hecho saltar la banca. Pero si no vamos a un restaurante francés, supongo que me lo podré permitir. Por cierto, perdóneme una indiscreción: si no ha cenado, ¿qué…? No, déjelo.

Clara enrojeció.

—No vaya a creer que bebo a todas horas. Es que no suelo comer mucho, y a veces no ceno. Pero no sé por qué, me ha entrado apetito de repente. ¿Me deja que le guíe, o ya se conoce bien la ciudad?

—Por favor, aún me queda en la piel tinte rojo del mono. Lléveme usted.

Fueron al Mirador de Tifeo, uno de los lugares más de moda en aquellos días. El restaurante estaba al borde de la ciudad, y era un largo cilindro inclinado y transparente que se asomaba al abismo en una atrevida proyección a treinta grados sobre la horizontal. Había tres plataformas, unidas por rampas mecánicas, que seccionaban el cilindro a distancias regulares y lo dividían en cuatro pisos iguales. La vista en las mesas que daban a la cara exterior era espectacular y poco recomendable para personas aquejadas de vértigo.

Sin reserva no había nada que hacer, ya que el restaurante tenía que cerrar antes de dos horas. Clara hizo un mohín de contrariedad y se resignó a seguir dando patinazos aquella noche. Cuando salían se cruzaron con un hombre gordo y tocado con un moño que saludó a Crimson con efusividad. Al enterarse de su problema, y a pesar de las protestas de Crimson, hizo venir al maestresala, que lo saludó como señor Stilson y no tardó en conseguirles una mesa en el cuarto piso.

—Bueno, señor Crimson, le dejo con esta hermosa dama. Que disfruten de la cena.

Se despidió de él con una palmada en la espalda. Clara observó que Crimson trataba de disimular la molestia que le causaba aquella familiaridad. Mientras subían por las rampas, le preguntó cómo se las había ingeniado para conocer en tan poco tiempo a gente influyente.

—Jugando al póquer se relaciona uno con muchas personas.

—No me dirá que este hombre le ha conseguido una mesa después de que usted le ganó su dinero…

—Hay un dicho entre los jugadores: «Jugar al póquer es algo tremendo, y ganar debe de ser la…» Se ve que a este hombre no le dolió separarse de sus créditos.

El camarero los condujo a una mesa habilitada junto a la pared de metacristal. Desde allí se alcanzaba a ver parte del lejano resplandor rojizo del Piriflegetón. Mientras Crimson contemplaba el río de lava, Clara le observaba a él, fascinada. Cada vez era más intensa la sensación de que debía apartarse de aquel hombre, y por esa misma razón sabía que no iba a hacerlo. ¿Qué era la vida sin aventura más que pasar hojas del calendario?

Cenaron de primero rockmullet, un invertebrado local, acompañado con una ensalada de quesos. EI pidió la carta de vinos, puso un gesto de desconcierto y por fin pidió al camarero que les recomendara uno. Les trajeron un blanco con un poco de aguja que no pareció entusiasmar a Crimson, pero no dijo nada. Clara pensó que Marcos habría aprovechado la ocasión para extenderse en una perorata sobre caldos y convertirla en un autopanegírico.

Cada vez que Crimson agachaba la mirada para seccionar su rockmullet, preciso e implacable como un cirujano, Clara aprovechaba para observarle. Era desconcertante. De entrada, le resultaba imposible calcular su edad. Se hallaba en algún lugar impreciso entre los treinta y los cincuenta: apenas tenía arrugas, pero le rodeaba ese halo indefinible que diferencia al hombre con experiencia del joven. Y luego, la forma de hablar. Su castellano era perfecto, pero la entonación le resultaba extraña y las vocales eran muy abiertas. Por alguna razón, le resultaba antiguo. Pero su conversación era interesante y, sobre todo, sabía escuchar.

Crimson levantó la mirada y Clara se apresuró a apartar la suya. Lo peor y a la vez lo más atrayente eran los ojos: tan hermosos como fríos, tan fríos como hermosos. Se dijo que jamás podrían mirarla a ella con ese absorto interés con que habían contemplado la línea purpúrea del Piriflegetón.

Después de la cena fueron a Adagio, una sala de baile que las luces ahumadas sumían en una tibia penumbra. Sobre el escenario, cuatro músicos tocaban con instrumentos acústicos, acompañando a una joven negra que cantaba con una voz suave y gutural, como un susurro en la penumbra de un dormitorio. Clara pidió un cóctel local de tres colores que se bebía por fases. Éremos, más conservador, volvió al bourbon y dedicó unos minutos a observar el local. En la pista bailaban unas cuantas parejas, entre caricias y arrumacos, mientras que bandadas de varones se arracimaban en la barra, junto a las columnas, tras las barandas, por cualquier rincón, acechando con ojos rapaces víctimas femeninas que se atrevieran a volar solas. En aquel planeta, conseguir una mujer debía ser algo quimérico para muchos hombres.

—¿Baila?

Éremos asintió, y por dentro sonrió al pensar que en breve ganaría más puntos ante Clara. Desde hacía años había observado que las mujeres sienten un impulso genético hacia la danza y que no pueden entender que a los hombres, en general, no les suceda lo mismo. El nunca experimentaba otro impulso que no fuese el de la curiosidad, y aun éste era demasiado intelectual para clasificarlo así; pero su perfecto sentido del ritmo y su coordinación le hacían un consumado bailarín.

—Baila usted muy bien. ¿Quién le enseñó?

El rostro de Clara estaba a menos de un palmo del suyo. Su perfume era cálido y suave, un aroma de media luz, casi inocente. Entraba por el pecho, mientras que el de Urania penetraba por el estómago, como un instinto oscuro y primordial. Pero Éremos no tenía ningún problema en controlar esas sensaciones y clavarlas en su tablero de entomólogo para estudiarlas como si fueran ajenas.

—Dicen que con eso se nace, ¿no es así? —contestó. Clara se dejaba llevar con agradable indolencia. La música, con su compás lento y arrastrado, la voz de la cantante que marcaba cada aspiración como un suspiro, la penumbra, todo contribuía a socavar la barrera de seguridad que ella mantenía levantada. Por un momento le miró a los ojos, y Éremos creyó leer en ellos anhelos insondables.

Pensó que su controlado equilibrio químico le libraba de aquellas penosas sensaciones de necesidad insatisfecha, pero que tal vez aquel alivio no fuese siempre positivo. En sus años de formación se había dedicado como ejercicio a las matemáticas y la física teórica, y como tantos otros intentó en vano resolver el problema de la velocidad superlumínica. Una psicóloga de la Honyc le había explicado las raíces de su fracaso: calculaba con la rapidez de un ordenador y tenía sobre éste la ventaja de su inteligencia humana, pero era incapaz de dar ese salto al vacío, inexplicado y casi milagroso, al que los antiguos habían llamado inspiración. Para superar las ciclópeas barreras que se levantaban en las fronteras de la física hacía falta una creatividad genial, la punzada del estro, algo de lo que él carecía y que escapaba a su lógica.

Tal vez la combinación de su capacidad con la pasión que se leía en los ojos de Clara le habría llevado a romper aquella barrera. Pero los Tritones ya lo habían conseguido, se recordó, y él no tardaría en averiguar cómo.

La voz de Clara, el roce de su aliento en la mejilla, le sacaron de su ensimismamiento.

—Está como ausente. ¿Se acuerda de la Tierra?

—No lo sé. ¿Le ocurre a usted a menudo?

—A veces. Pero no conviene dejarse llevar por la nostalgia. Es peligroso.

Nostalgia. De nostos, regreso, y algos, dolor. El anhelo de volver. Algo que estaba más allá del alcance de Éremos: ¿cómo iba a sentir deseos de regresar un desarraigado que jamás había pertenecido a ningún lugar? Se dijo que si en lugar de veinte años le hubieran congelado dos siglos o dos eones habría sido igual para él, y ese pensamiento le hizo sentir una casi imperceptible nostalgia de la nostalgia.

Después de bailar se sentaron a una mesa. Por alguna razón, Clara se puso melancólica y la conversación decayó. Éremos la acompañó hasta su casa, en un edificio de cuatro pisos cercano a la escuela. Clara se volvió un instante antes de cerrar el portal y le despidió con los dedos.

No había dicho nada de «volveré a verle, ¿no?» Se sintió un poco decepcionado. Parecía que en un momento clave algo había fallado. Sabía por experiencia que tratar de seducir a una mujer era como atravesar un campo de minas: los pasos deben ser medidos, en el lugar y el momento justos. Pero cada mujer es un terreno distinto y cambiante, y nunca hay mapa.

A él mismo le sorprendió aquel interés por conquistar a Clara, pues no parecía probable que fuera a obtener de ella ni más provecho ni más información. Urania prometía más en ese aspecto, y también sospechaba que sería menos convencional como amante.

Mientras caminaba, un taxi pasó junto a él. El conductor le preguntó si quería que lo llevara a alguna parte. Sorprendido por aquella manera de trabajar, Éremos le dijo que no. Pensó en volver al casino para encontrar a Urania o indagar al menos los sitios que solía frecuentar. Aún no eran las dos; dudaba de que se hubiera recogido ya.

Sintiendo en la piel cómo bajaba la temperatura, se internó por una zona de calles estrechas y casas de lúgubres fachadas. Sombras huidizas se retiraban puertas adentro, buscando el calor y la luz. Llegó a un callejón sumido en la oscuridad y alzó la mirada para observar el cielo.

En las alturas, casi en el zenit de aquel angosto firmamento, resplandecía con brillo lechoso el cinturón zodiacal, la nube de polvo que se extendía por el plano de la eclíptica entre Radamantis y Eaco, el tercer planeta del sistema. Su resplandor era vicario de los rayos de la estrella central, pero bastaba para relegar a las tinieblas a los demás astros. Un cielo nuevo: acaso el ingrediente que más extrañeza le causaba cada vez que visitaba un planeta. Adornado por el trazo brioso del cometa Wilamowitz, que se zambullía en el cinturón zodiacal, este firmamento no echaba de menos la siembra de estrellas que embellecía las noches de otros mundos.

Un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Pasos apresurados, una carrera, una persecución. Éremos se apartó unos metros y se fundió inmóvil tras las sombras de un contenedor de basura. Por el extremo norte del pasaje, donde se colaba algo de luz de las calles circundantes, apareció a la carrera un grupo compuesto por un perseguido y cuatro perseguidores. Dado el volumen de la panza del primero, no le extrañó que los segundos le dieran alcance a los pocos metros. Gritos en un idioma que no acababa de localizar —¿eslavo?— acompañaban al ruido de carne macerada que producían las botas de aquellos tipos al aplastarse contra las costillas de su víctima.

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