La mirada de las furias (19 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

BOOK: La mirada de las furias
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Observó con una mueca de desagrado. Hasta en la violencia era capaz de admirar una estética, si había precisión, fin, oportunidad. Pero aquellos individuos estaban borrachos de crueldad y golpeaban por el placer de hacerlo. Por suerte para su infortunada víctima, su mismo encarnizamiento les hacía desperdiciar la brutalidad que derrochaban.

Aquel juego duró unos cinco minutos. Después, los agresores se alejaron por donde habían venido. Cuando juzgó que había pasado un tiempo prudencial, Éremos salió de su escondrijo. La víctima estaba tirada sobre un montón de desperdicios, con el rostro ensangrentado. Apenas respiraba; era un hombre ya viejo y la paliza había sido severa. Éremos se inclinó sobre el hombre y registró sus ropas, buscando algo que pudiera servirle. Encontró unas pocas monedas, un pañuelo arrugado que prefirió no abrir, un paquete de tabaco y un librillo encuadernado en piel. En las sombras le era imposible leerlo, de modo que lo guardó en un bolsillo y se marchó.

Unos cincuenta metros más allá, encontró una plazuela alumbrada por la luz verdosa y agusanada del neón de un prostíbulo. Se detuvo allí y examinó el libro. Las hojas eran de buena calidad, extremadamente finas, y estaban escritas con un trazo muy fino y meticuloso. El contenido era prácticamente ilegible. Había letras y números, pero mezclados con signos que no pertenecían a ninguna escritura que Éremos conociese. Pasó página tras página, y en todas ellas encontró el mismo aparente galimatías. Parecían un intento de ecuaciones, la clásica formulación de un chiflado que pretende haber desentrañado los secretos del universo.

Había, con todo, cierto atractivo en la escritura y en las relaciones de los signos, y Éremos pensó en estudiar el librillo con más atención. Su hotel estaba algo retirado, y decidió que aquel prostíbulo de luces de neón sería un lugar tan bueno o malo como otro cualquiera para sentarse a examinar esas páginas.

Le abrió un portero gigantesco, un tudesco de piel lechosa y ojos desvaídos. Sin decir nada, hizo pasar a Éremos a una sala que sólo se podía calificar de infecta. En unos asientos tapizados en escarlata, una pareja que el dinero había improvisado se entretenía en una exploración lingual de dientes y encías. En un rincón, un campo de distorsión visual velaba una imagen de color carnoso que parecía corresponder a otra pareja copulando. Junto a una columna, tres prostitutas parecían dormitar de pie. Éremos cruzó junto a ellas sin hacer caso de sus tristes sonrisas y se acodó en la barra.

Tras pedir un bourbon y despedir con toda la cortesía posible a dos chicas que le ofrecieron su compañía, se concentró en las páginas del librillo. Los signos extraños se repetían con una pauta que no parecía obra del azar ni de la locura. No había traducción, glosario ni instrucciones para navegar por aquel hermético grimorio. A Éremos no le gustaban los acertijos sin resolver. Entrecerró los ojos y subvocalizó las sílabas que, a modo de sortilegio, activaban sus implantes en modo de cálculo. Durante unos minutos de tiempo real, inmensurables en tiempo subjetivo, se encerró en sí mismo, por peligroso que fuera en un ambiente cuya seguridad no estaba comprobada.

«
Ya es suficiente
», se dijo, y volvió a la sórdida realidad del tugurio, frente a la barra de madera desportillada, la copa a medio terminar y la mirada suspicaz del camarero. Había encontrado un sentido en el libro, aunque incompleto, ya que había asignado a cada símbolo un valor arbitrario. Pero se adivinaban en él unas matemáticas muy sutiles y, suponía Éremos, el esbozo de una geometría distinta.

—Cóbrese.

—¿No se termina la copa? Al fin y al cabo la ha pagado.

«Y a buen precio», se dijo Éremos cuando recogió la vuelta. Recién llegado de otro planeta y del pasado, no dejaba de hacerle gracia aquel ritual aún más antiguo del intercambio de monedas. Salió del local y, a buen paso, desanduvo lo andado.

El hombre, como era lógico, no se había movido de donde lo habían dejado sus agresores. Apenas se le oía respirar y tenía el pulso muy débil. De cerca, Éremos lo observó mejor. Tendría entre sesenta y setenta años. Su barba blanquecina estaba tan descuidada como sucio el tabardo marrón que vestía. Manchado de sangre, apestando a alcohol y sudor, no resultaba muy agradable tocarlo, pero Éremos se lo cargó al hombro y salió del callejón.

El mismo taxista que le había ofrecido sus servicios estaba estacionado frente al burdel. Éremos se acercó a él y le pidió que lo llevara a algún lugar donde pudieran atender al herido. El taxista refunfuñó algo sobre su tapicería, y tuvo que ofrecerle el doble de dinero para que aceptara. Cuando llegaron a su destino, Éremos le tendió cien créditos.

—Oiga, el taxímetro marca ochenta y cinco y usted me había dicho el doble. Sé pocas matemáticas, pero eso son ciento setenta. Así que, conmigo, poquitas bromas, ¿sabe?

—No tengo por costumbre dejarme estafar, amigo —explicó Éremos con toda tranquilidad mientras bajaba del coche y tiraba de los brazos del herido para sacarlo—. La próxima vez que quiera engañar a un cliente, procure no pasar dos veces junto al mismo depósito de agua.

Sin prestar más atención al taxista, volvió a cargar con el cuerpo y subió la rampa que daba acceso al centro de urgencias. En la sala de espera aguardaban sentadas unas diez personas, entre ellas una pareja con un bebé que lloraba con todo el entusiasmo de sus jóvenes pulmones. Cuando entró con su carga hubo varias miradas que se posaron en él, más por aburrimiento que por curiosidad.

Para que atendieran al herido tuvo que pasar por recepción y pagar quinientos créditos a un empleado de ojos soñolientos.

—¿Nombre del paciente?

—Lo ignoro.

El recepcionista se encogió de hombros y le tendió el intergrafo para que dejara su rúbrica registrada en el ordenador. Mientras Éremos firmaba como Carlos Rodríguez, acudieron dos enfermeros con una servocamilla.

—¡Pero si ya tenemos aquí otra vez a Miralles! —exclamó uno de ellos—. ¿Y qué le ha pasado ahora?

El recepcionista se levantó para inclinarse sobre su mostrador. El hombre al que habían llamado Miralles reposaba en el sillón en que lo había dejado Éremos.

—Es verdad. Si lo llego a saber no le cobro nada. Miralles es un cliente habitual ya.

Éremos, que acababa de reparar con fastidio en que sobre la camisa le había caído una mancha indefinible y que prometía ser persistente, respondió:

—Eso tiene perfecto remedio. Devuélvame los quinientos créditos y todos conformes.

—Lo siento, amigo, pero ya he tomado nota y sería muy complicado corregir. A ver cómo lo explico luego.

—Venga, hombre, por quinientos créditos no se va a arruinar y habrá hecho la buena acción del día —intervino el otro camillero, un joven negro muy sonriente, que añadió, dirigiéndose a su compañero—: Oye, tío, esta vez no es una borrachera. Mira qué paliza le han pegado. Seguro que le ha anunciado el día de su muerte a algún depresivo.

—Pues ese depresivo pega coces de mulo.

Tras montar a Miralles en la servocamilla, entraron por una puerta líquida sobre la cual un cartel rezaba «No Pasat». Éremos lo ignoró y se coló tras los enfermeros antes de que la puerta volviese a solidificarse. Pasaron a un dispensario de aspecto destartalado y allí dejaron a Miralles en manos del médico, un hombre corpulento y peludo. Sin reparar en la presencia de Éremos, hizo también algún comentario revelador de que ya conocía al paciente. Los enfermeros despojaron a Miralles de sus ropas, excepto unos calzoncillos largos que habían conocido tiempos mejores. El viejo tenía el cuerpo sembrado de heridas y moratones, y una brecha sobre la sien izquierda por la que aún seguía manando sangre. Mientras el enfermero negro le curaba la lesión de la cabeza, el médico examinaba a Miralles con las gafas de diagnóstico, unas enormes lentes que le hacían parecer el padre de todas las moscas.

—Le han dado bien —concluyó, quitándose las gafas. Éremos pensó que eso ya lo sabía él sin necesidad de tales sofisticaciones técnicas.

—¿Saldrá de ésta?

El médico le miró como si Éremos fuese una aparición de ectoplasma recién materializada.

—¿Y usted quién es, si se puede saber? —rezongó.

—He encontrado a este hombre tirado en un callejón. No le había visto nunca antes, pero ya que lo he traído me gustaría saber cómo se encuentra.

—Ha pagado por Miralles, doc —explicó el enfermero negro—. Sé amable con él.

El médico asintió gravemente y explicó a Éremos que Miralles tenía un par de costillas rotas y todo un rosario de traumatismos diversos, amén de la pérdida de sangre, pero que su vida no corría peligro. Una dosis de plasma y una inyección de antibióticos y estimulantes bastarían. Si quería que sus costillas estuviesen bien al día siguiente, disponían de nanorreparadores, pero aquel servicio supondría diez mil créditos más.

—No tengo tanto interés en las costillas de ese hombre, al menos por el momento. Háganle ahora las curas de urgencia, y lo demás que lo haga la naturaleza gratis. ¿Tienen cama para que pase la noche aquí?

—Hable con Olson, el de recepción, y arregle eso. Ahora, si no le importa, vamos a trabajar con su amigo.

Éremos volvió a recepción, imaginándose ya a qué se refería el médico con lo de «arreglar» aquel asunto. Olson le pidió más de lo que pagaba él en el hotel donde se hospedaba. Esperaba al menos que Miralles fuese el autor de los extraños cálculos del cuaderno, y que supiese explicarle su significado. No tenía costumbre de despilfarrar el dinero.

—¿Siempre viene alguien a pagarle las facturas? Debe de ser un hombre de suerte.

—No, ésta es la primera vez que tiene que pasar la noche aquí. Normalmente viene con un cuelgue monumental de joraína o con síndrome de abstinencia, pero eso lo arreglamos enseguida. No es tan tonto como parece. Como sabe que le conviene tenernos contentos, cuando viene aquí no se le ocurre leernos el futuro.

El recepcionista estaba más despierto, ya fuese por la conversación o por el aroma del café que humeaba sobre el mostrador. Ya que su locuacidad parecía gratuita, Éremos le preguntó:

—Antes les he oído comentar que quizás han golpeado a ese hombre por predecir la muerte de alguien. ¿Qué se supone que es, un presciente?

—Parece que sí. Yo, la verdad, nunca he creído en esas cosas, pero Miralles ya ha acertado dos veces, así que prefiero tocar madera.

—¿Qué tipo de predicciones hace?

—¿De verdad no lo ha visto nunca? Cuando está a mitad del cuelgue, ya sabe, sin estar aún muy pasado, se queda mirando a cualquiera, puede ser el primero que se cruza por ahí, se le ponen los ojos en blanco y le dice la fecha de su muerte. Día, mes y año, nada menos.

—¿Y ha acertado dos veces? ¿Cuántas habr fallado, entonces? —preguntó Éremos, escéptico.

—De momento, ninguna que yo sepa. De todas las muertes que ha vaticinado, sólo se ha cumplido el plazo en dos casos: un tipo que se cayó de un andamio y otro que quedó seco de un infarto. Los demás todavía están esperando que llegue su día. Así que es lógico que nadie quiera escucharle. A mí no me haría gracia que me profetizara la fecha de mi muerte, aunque me lo fije para dentro de treinta años. Imagínese, eso de ir tachando días cuando sabes exactamente cuántos te quedan.

—¿No hace otro tipo de profecías?

—No, parece que la muerte es su especialidad.

—Un individuo muy curioso. ¿Y a qué se dedica?

—Ahora a nada. Trabajaba de ingeniero en una térmica, pero lo echaron hace un tiempo cuando empezó a pasarse con la joraína y a tener sus revelaciones.

Éremos tuvo una inspiración.

—¿En qué térmica? ¿No sería la número 5?

—La verdad es que no tengo ni idea. Espere un momento, por favor…

Mientras Olson atendía a un hombre que traía a una niña de unos cinco años, aquejada de fiebre, Éremos sacó de su bolsillo el librillo de piel y volvió a examinar aquellas barrocas ecuaciones.

—¿Ha visto alguna vez esto? —le preguntó al recepcionista en cuanto éste quedó libre.

—No, la verdad es que no. Muy bonito. ¿Qué es, chino o algo así?

—Déjelo, no importa. Oiga, tengo otra curiosidad: ¿de dónde saca para vivir ese hombre? Ya veo que aquí no son muy partidarios de las conquistas sociales —añadió irónico, recordando el capital que hasta entonces le había costado Miralles, incluida la copa del prostíbulo.

—Se las apaña como puede, recogiendo desperdicios para las recicladoras y cosas así. Con eso malcome, y para los vicios consigue invitaciones amenazando a la gente con decirles el día de su muerte. Claro que hay quien en vez de pagarle una copa o una dosis le cierra la boca de un puñetazo. No es la primera vez que le atizan, pero nunca le habían dado una somanta como ésta.

—Ha tenido suerte de que yo pasara por allí, supongo. Bien, mañana vendré a ver cómo sigue. Pero… —añadió, levantando un dedo admonitorio— no pretendan cobrarme ni un crédito más por ese hombre, o haré que les profetice el día de su muerte a todos juntos.

Cuando salió a la calle eran las tres y cuarto. El taxista estaba esperándole junto a la puerta del vehículo; al verle empezó a golpearse la palma de la mano izquierda con un bastón neurónico, en un gesto harto expresivo.

—He dejado el taxímetro corriendo, amigo. Me debe usted ya quinientos cuarenta y cinco créditos… y otros cinco en lo que he tardado en decírselo.

—Con mucho gusto le pagaría, pero ahí dentro me han dejado sin blanca. ¿Por qué no se busca otro cliente? No me gustaría que echara a perder la noche por mí.

—Hacía tiempo que no veía a un tipo tan gracioso. Gilipollas y mamón, desde luego, pero gracioso también.

Éremos evaluó la situación. Para dirigirse al casino, donde aún esperaba encontrar a Urania, debía cruzar la calle precisamente por donde estaba aparcado el taxi. Podía A) rodearlo con una ágil carrera y huir, dado que el alcance efectivo del bastón era de un metro, o B) desembarazarse del taxista. La segunda opción suponía recurrir a la violencia, siempre desagradable, pero la primera atentaba contra su compostura. ¿Merecía la pena perderla por la amenaza de un hombre que no sabía ni tan siquiera agarrar un bastón neurónico en condiciones? Era irritante.

—Le disculparé sus insultos si monta en su taxi y se pierde de una vez. De lo contrario…

—De lo contrario, ¿qué va a pasar, mamoncete?

Éremos dibujó mentalmente los movimientos que debía ejecutar para librarse de aquel inoportuno. Desde niño se había adiestrado en todas las artes marciales y había llegado a desarrollar su propio método de lucha, que se podía resumir en un principio: La línea recta es el camino más corto entre dos puntos. El taxista se lo encontró encima antes siquiera de poder apuntarle con el bastón. Para desgracia de aquel pobre diablo, Éremos había observado que en la sociedad de Tifeo era más conveniente dejar un cadáver mudo que un herido hablador y posiblemente rencoroso, de modo que en vez de enviar el golpe contra el mentón para dejar sin conocimiento al taxista, lo dirigió hacia la nuez y le aplastó la laringe con un seco crujido.

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