La mirada de las furias (27 page)

Read La mirada de las furias Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

BOOK: La mirada de las furias
5.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ahora comprobaremos si tu Éremos es tan bueno —prosiguió Anne Harris—. Los tyrsenios han enviado tras él a su propia asesina. Ahora tenemos dos genetos en Radamantis.

27 de Noviembre

Aquella noche los sueños fueron más persistentes. Éremos durmió a saltos, algo que nunca antes le había pasado, y despertó varias veces durante la noche con sudores y taquicardias. Sus mecanismos internos enlentecían el ritmo de sus pulsaciones y controlaban su transpiración, pero las imágenes seguían allí, tentándole con sus rostros absurdos para que él las atrajera al umbral de la conciencia. El tercer sueño fue el más vívido. Los sueños eran una experiencia nueva para él, y por tanto también los eróticos. Para alguien que controlaba a voluntad su libido, despertar con una erección fue una sorpresa no demasiado agradable. Se sumergió en la introspección, trató de integrar aquellas imágenes aparentemente absurdas y de hilarlas con un recuerdo.

Amara era la mujer más bella que había conocido nunca. Los ingenieros de la Tyrsenus, émulos de los dioses olímpicos, habían derramado en aquella Pandora todas sus gracias. El cuerpo era esbelto, pero con curvas voluptuosas que invitaban al deseo; los rasgos, delicados; la mirada, virginal y desvalida, despertaba atávicos instintos de protección: la hermosura de su físico envolvía en seda un interior envenenado por la mente de una asesina. Éremos había estudiado a fondo el historial de Amara antes de enfrentarse a ella. Entre sus víctimas se contaban otros dos asesinos genéticos, uno de la propia Honyc y otro de la Kwell, que no habían podido vencer sus instintos masculinos y habían caído en sus redes. Se sabía que Amara, como la mayoría de aquellos agentes, disfrutaba matando. Aquella veta sádica era difícil de dominar, normalmente más y más incontrolable con el tiempo, hasta que llegaba a traicionar a los propios asesinos, que cuando ya estaban fuera de juego acababan sucumbiendo a sus errores.

Aquella misión tenía dos objetivos. El prioritario era apropiarse del prototipo de visor de neutrinos desarrollado por los antiguos laboratorios del CERN bajo el patrocinio del GNU. El secundario, pero no menos perentorio, era deshacerse de Amara. Una tarea exigente, puesto que los ingenieros de la Tyrsenus habían creado una criatura mortífera y físicamente superdotada. Para ello habían exprimido todas las posibilidades genéticas y estructurales, sacrificando el propio tiempo de vida de la geneta. Por lo que Éremos sabía, calculaban para Amara un plazo de lo que llamaban operatividad de siete años, de los cuales ya habían transcurrido cinco cuando los caminos de ambos asesinos se cruzaron.

Fue una obra maestra de la seducción mutua. Con dos desventajas para ella: la primera, que ignoraba la identidad del contacto casual que se le había presentado aquella noche en Ginebra; la segunda, que Éremos era demasiado cerebral para sucumbir a sus encantos, mientras que ella, por más que lo creyera, no era inmune ni a los halagos del galanteo ni a las exigencias de las hormonas.

No fue una ejecución para enorgullecerse, pero en los criterios de Éremos el instinto de conservación y el pragmatismo primaban sobre la estética. En el sueño había presenciado el desenlace de la acción y era esa misma visión la que había despertado su instinto sexual. Amara estaba de rodillas sobre la cama, inclinada hacia delante y ofreciéndole incauta sus nalgas perfectas y doradas mientras él la penetraba por detrás. Aunque no fuese una postura muy airosa para un asesinato, a él le ofrecía una indudable ventaja táctica. Mientras ella, dotada por sus creadores de una ardorosa sexualidad, se cimbreaba y gemía con abandono, Éremos se extrajo dos muelas contiguas que estaban unidas por un finísimo hilo de carbono y, sujetándolas con sumo cuidado para no cortarse él mismo, rodeó el cuello de Amara. Recordaba perfectamente las últimas palabras pronunciadas por la joven, antes de que él la degollara con un tirón brutal: «
Te deseo

En aquella ocasión había sentido lo más parecido a la culpabilidad que recordaba. Era una culpa intelectual, porque Amara había sido una mujer bellísima y el espectáculo de su cuerpo despatarrado boca abajo en la cama y desangrándose sobre las sábanas era un crimen contra la estética.

¿Por qué aquel recuerdo concreto le venía ahora?

Paul Honnenk Jr., presidente del consejo de administración de la Honyc, se entrevistaba con su abuelo Paul Honnenk Sr., presidente honorario del mismo consejo. Respetuoso como buen nieto, había acudido al cubil ovoide en que despachaba el anciano, aunque aborrecía la costumbre que tenía de recibirle en aquel antro oscuro que apestaba a tabaco. Honnenk Jr., metro noventa, músculos de atleta, cabello moreno y espeso y ojos azules, era considerado del tipo «tiburón» y se enorgullecía de ello, pero ante los ojillos codiciosos y calculadores del anciano el tiburón se convertía en un nervioso alevín. Se movió incómodo en el rígido sillón que su abuelo dejaba para las visitas; el que tenía en su propio despacho de la estación se adaptaba solícito a cada cambio de postura y además masajeaba los riñones con una corriente suave y terapéutica.

El viejo esperaba callado y sin mover una pestaña, como hacía siempre que le concedía audiencia.

—Bien, abuelo, tú dirás.

—¿Has dormido bien esta noche? Te veo ojeras.

—Me acosté tarde, pero no he dormido mal.

—Tómate una copa de coñac y ya verás cómo te encuentras mejor.

—Déjalo, abuelo. Ya sabes que tu coñac es… un poco fuerte para mí.

La carcajada del viejo sonó como una migaja seca aplastada por una pisada.

—Espero que no tardemos mucho, abuelo —prosiguió Honnenk Jr. Los silencios del viejo tenían la virtud de hacerle hablar, y aunque lo sabía no podía evitarlo—. Dentro de cinco horas tengo una reunión en Ginebra con esos cabezas cuadradas del GNU y debería estar preparándola. Tenemos muy complicada la concesión del asteroide Tufan.

—Estoy seguro de que sabrás negociar a cara de perro.

—Es que la Tyrsenus está pujando fuerte. Creo que cien mil megacréditos es ya un tope más que razonable. Dicen que el asteroide no los…

Su abuelo le silenció con un solo dedo, flaco y amarillo como un hueso de pollo reseco. A su pesar, todavía le imponía tanto como cuando era un niño. Honnenk Jr. tragó saliva y agachó los hombros que tantas horas de gimnasio le había costado rellenar.

—Si te he hecho venir personalmente es porque no quiero arriesgarme a ninguna intromisión electrónica. Las ondas y los cables son cada vez menos seguros. Te lo explicaré con rapidez.

El viejo movió la barbilla apenas unos milímetros y en las sombras, a la izquierda de su nieto, se materializó la blancuzca figura del genedir Newton. Aunque sólo era un holograma, Honnenk Jr. se estremeció al verse tan cerca de las cuencas vacías y de aquella boca desdentada y obscena como una raja reventada en la panza de un pez. Nunca le había gustado Newton, tan devoto de su abuelo, y se había prometido infinitas veces que cuando el viejo muriera —la esperanza de que se retirara definitivamente la había perdido ya— se libraría de aquel nauseabundo cabezudo.

—Asunto Radamantis, clasificación de máximo secreto. —Honnenk Jr. volvió a tragar saliva, nervioso, mientras la voz muerta de Newton dejaba caer las palabras. Pese a que sólo era una imagen, el vello del brazo izquierdo se le erizaba de repugnancia por la cercanía del genedir—. Hace unos días interceptamos la información de que una nave Tritónide se había visto obligada a realizar un aterrizaje forzoso en esta colonia penal.

Honnenk Jr. hizo lo que se esperaba de él: dio un convincente respingo en el asiento y miró sorprendido a su abuelo, que le dedicó una sonrisa patriarcal y asintió mayesttico.

—¡Una nave Tritónide! Nunca había ocurrido algo así. La reacción de los… Es decir, ¿qué más ha ocurrido?

Newton le contestó sin verle. Su único contacto sensorial con el mundo externo era el grueso cable que penetraba en su nuca y conectaba millones de fibras ópticas directamente a su cerebro. Con su voz yerta le dio los detalles que la Honyc conocía. Cuando el genedir terminó su exposición, el viejo resumió su punto de vista en unas pocas palabras.

—Para mí la cuestión principal es ésta: que alguien puede obtener provecho de la nave alienígena y que ese alguien, por el momento, no es nuestra compañía.

Por la espalda de Honnenk Jr. empezaron a resbalar gotitas de sudor que caían gélidas en sus riñones. Casi le parecía ver cómo en los dedos sarmentosos de su abuelo crecían las uñas de rapaz. No podía haberse enterado de la reunión del miércoles en Barcelona ni de su acuerdo con Sikata y los tyrsenios. Lo repitió y lo suplicó.

—¿Qué crees que deberíamos hacer, abuelo?

—¿Tienes calor? Puedo bajar la temperatura. Es difícil que yo sienta calor, pero tú que estás en la flor de la juventud… Los jóvenes sois tan activos y acalorados.

—No, estoy bien. Es decir, si no te importa bajarla un poco, mejor.

—Precisamente te había llamado para pedirte tu parecer. ¿Qué harías en mi lugar?

—Qué hubiese hecho yo en tu lugar… Es un problema muy complicado, porque se implican…

—No te he preguntado qué hubieses hecho, sino qué harías. Hay una sutil diferencia.

—Sí, claro, qué haría —se apresuró a responder—. Supongo que intentaría averiguar algo en el propio planeta, infiltrando a algún agente eficaz que pueda transmitirnos información.

—¿Sugerencias?

Otra gota de sudor, una tortura china que su propio cuerpo le infligía. La mirada del viejo era cada vez más cínica y Honnenk Jr. no se hacía ilusiones: su abuelo era tan dado a la ternura familiar como una mantis religiosa al amor conyugal.

—Seguro que hay personal adecuado en Investigaciones de Campo. Me imagino que una formación científica sólida sería conveniente…

—La verdad es que había pensado en otra persona… pero, claro, tú eres demasiado joven para saber a quién me estoy refiriendo.

—No entiendo de qué me hablas, abuelo.

—¿Te acuerdas de Éremos? ¿Nunca te habló tu padre de él?

—Éremos, Éremos… ¿No era un geneto? Me suena bastante, sí, creo que lo retiramos de la circulación cuando la ley Chang. Pero yo era casi un niño entonces… No me digas que está…

El viejo asintió, aplastó una colilla que casi le quemaba ya los dedos y encendió otro cigarro. Honnenk Jr. pensó que debían haber soltado un ambientador en la estancia, porque no olía a tabaco. ¿O estaba tan nervioso que había perdido el sentido del olfato?

—Está vivo. ¿No te lo había dicho? Vaya descuido. Hace veinte años lo hibernamos por si la situación cambiaba y nos volvía a ser útil. Ahora ya nadie busca genetos, así que tal vez sería buen momento para descongelarlo y enviarlo a Radamantis.

—Una magnífica idea. He oído decir que era el mejor de nuestros hombres.

Honnenk Jr. empezaba a pensar si saldría vivo de aquel cubículo y lamentó haber venido en persona.

—El problema es que tenemos sospechas de que la Tyrsenus ya conoce nuestro plan; lo que ignoramos es si eso ha ocurrido porque han interceptado nuestras comunicaciones o porque alguien juega a dos bandas: Espera un momento, voy a bajar un poco más la temperatura. Estás sudando mucho. Creo que te excedes con el deporte. Seguro que eso sube demasiado la temperatura corporal. Yo jamás en mi vida he hecho ejercicio y aquí me ves, como un roble.

«
Podrido hijo de puta, por qué no te caerás a cachos ahora mismo»

—Habrá que actuar rápido, antes de que se nos adelanten.

—Esa es una buena idea. Me he enterado de que ya ha llegado a Radamantis un geneto de la Tyrsenus, o sea, que ellos también se guardaban sus ases en la manga. Creo que se trata de un prodigio en el arte de asesinar. Hay quien dice que ni nuestro buen Éremos podría enfrentarse a ese engendro, que por cierto es una mujer.

—Cielos…

—Sí, la situación es difícil, máxime cuando el GNU también ha puesto sus zarpas en el asunto. Un juego a tres bandas, con una apuesta impresionante sobre la mesa. Tal vez no gane ninguna de las tres partes, sino alguien que sepa mediar y obtener ventaja de todos, ¿no te parece?

Paul Honnenk Jr. sintió en su muñeca izquierda el contacto helado y viscoso de un manojo de lombrices y al mirar descubrió que eran los pálidos dedos de Newton. No era un holograma. Por el cielo, se estremeció, ¿acaso no tenía huesos en las manos? El genedir habló.

—Por si hacía falta alguna confirmación el análisis del microsquid detecta lo que ya suponíamos, señor Honnenk. Ha habido alteraciones en los campos magnéticos del cerebro del señor Honnenk Jr. cada vez que se le ha comentado algún punto de su verdadero plan.

—¿De qué hablas, maldito engendro del infierno? ¡Suéltame la mano! —Se sacudió de encima los dedos fofos del genedir con un escalofrío y se encaró a su abuelo—. ¿Quieres dejar de jugar conmigo? Si tienes que echarme algo en cara, dilo claramente para que me pueda defender.

—Mi querido nieto, casi un hijo para mí… me has defraudado. Que traiciones a tu propio abuelo para hacerte con el control de la casa es algo que puedo entender y hasta disculpar: tal vez yo haría lo mismo. Mi vida es algo secundario si la comparamos con el poder de la compañía. Pero que entregues esta casa en manos del enemigo con tanta torpeza es… decepcionante. Esperaba más de ti.

—¿Cómo… cómo te has enterado? —tartamudeó Honnenk Jr., renunciando ya a sostener la máscara delante de su rostro.

—¡Me he enterado porque eres un maldito cretino! —Los labios del anciano temblaron un instante, el gesto de ira más elocuente que se podía permitir con sus exiguas energías—. Mucho biopsicólogo y mucha tontería, pero eres incapaz de tener la boca cerrada cuando te acuestas con una de tus putas. Eres tan estúpido que te creías que con tanta pantalla electrónica y tanto seguro informático no nos íbamos a enterar. ¡La pantalla te la tendrías que haber puesto en la punta del…! ¡Maldito seas!

—Yo no he dicho nada…

—¿No? ¿No recuerdas haberte ufanado de lo poco que te faltaba para relevarme cuando el Consejo se enterara de la última tontería que habían planeado el viejo decrépito y su patético monigote genético? ¿No te suenan esas palabras? ¿O me he inventado alguna?

—Yo, abuelo, no… Nunca he pretendido…

—Por llamarme decrépito te podría dar un bofetón y tal vez me conformaría. Pero lo grave es que lo has estropeado todo. Éremos era el único capaz de actuar con sutileza en este asunto. ¡Si los ineptos de la Tyrsenus y el GNU llegan a poner sus zarpas en esa nave, los Tritones nos harán volar a todos!

Other books

The President's Angel by Sophy Burnham
Deja Blue by Walker, Robert W
Sneak Attack by Cari Quinn
People Like Us by Dominick Dunne
Joyride by Jack Ketchum
Paris Trance by Geoff Dyer