La mujer del viajero en el tiempo (33 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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El señor DeTamble alarga una mano lentamente, y yo doy un paso para estrechársela. Es fría como el hielo.

—Hola, señor DeTamble. Encantada de conocerle.

—¿De verdad? Entonces Henry no debe de haberte contado muchas cosas sobre mí. —Su voz es ronca y zumbona—. Tendré que sacar partido de tu optimismo. Ven y siéntate a mi lado. Kimy, ¿puedes ofrecernos algo de beber?

—Ahora mismo os lo iba a preguntar... Clare, ¿qué te apetece tomar? He hecho sangría, ¿te gusta? Henry, ¿quieres un poco de sangría? Muy bien; y tú, Richard, ¿te apetece una cerveza?

Todos parecen detenerse durante unos segundos. Entonces el señor DeTamble dice:

—No, Kimy, creo que tomaré té, si no te importa prepararlo.

Kimy sonríe y desaparece en la cocina, y el señor DeTamble se vuelve hacia mí y me comenta:

—Estoy un poco acatarrado. He tomado esa medicina para los resfriados, pero me temo que lo único que me provoca es modorra.

Henry está sentado en el sofá, observándonos. Los muebles son blancos y parece que los hubieran adquirido en una tienda JCPenney hacia 1945. La tapicería está recubierta con un plástico transparente, y hay unos caminos de vinilo sobre la moqueta blanca. La chimenea tiene el aspecto de no haberse utilizado jamás; y en el antepecho hay una preciosa tinta de unos bambúes mecidos por el viento.

—Ese cuadro es maravilloso —comento, porque veo que nadie abre la boca.

El señor DeTamble parece satisfecho.

—¿Te gusta? Anette y yo lo trajimos de Japón en 1962. Lo compramos en Kioto, pero el original procede de China. Pensamos que a Kimy y a Dong les gustaría. Es una copia de una pintura mucho más antigua, del siglo XVII.

—Cuéntale a Clare lo del poema —interviene Henry.

—Sí; el poema dice algo así: «Bambú sin pensamiento, surcas sin embargo las nubes con tus ideas. Erguido en la solitaria montaña, silencioso, digno, ejemplificas la voluntad del caballero. Pintado y escrito con el corazón alegre, Wu Chen».

—Es precioso.

Kimy entra con las bebidas dispuestas en una bandeja, y Henry y yo cogemos sendos vasos de sangría, mientras el señor DeTamble agarra con cuidado su té con ambas manos; la taza tamborilea contra el platito cuando la deja en la mesita que tiene al lado. Kimy se sienta en una butaca junto a la chimenea y da unos sorbitos a su sangría. Yo pruebo la mía, y me doy cuenta de que es muy fuerte. Henry echa un vistazo en mi dirección y arquea las cejas.

—¿Te gustan los jardines, Clare? —me pregunta Kimy.

—Mmmm, sí. Mi madre es jardinera.

—Antes de cenar tienes que salir a ver el patio trasero. Todas mis peonías están floreciendo, y tenemos que enseñarte el río.

—Me parece perfecto.

Nos dirigimos en grupo al patio. Admiro el río Chicago, que discurre plácidamente a los pies de una escalera precaria; admiro asimismo las peonías.

—¿Qué clase de jardín tiene tu madre? —me pregunta Kimy—. ¿Cultiva rosas?

Kimy posee una pequeña rosaleda, pero bien ordenada, que consta de rosas de té híbridas, por lo que puedo ver.

—Sí, tiene una rosaleda. Pero la verdadera pasión de mi madre son los iris.

—Oh, yo tengo iris; están por ahí. —Kimy señala hacia un grupito de flores—. Tendré que dividirlos; ¿crees que a tu madre le gustaría que le regalara algunos?

—No lo sé. Se lo preguntaré. —Mi madre tiene más de doscientas variedades de iris. Capto la sonrisa de Henry a espaldas de Kimy y frunzo el ceño—. Podría preguntarle si puede mandarle algunas de sus variedades; ella cultiva unas cuantas, que luego le gusta regalar a sus amistades.

—¿Tu madre cultiva iris? —pregunta el señor DeTamble.

—Sí, también tulipanes, pero los iris son sus flores preferidas.

—¿Es jardinera profesional?

—No, solo aficionada. Tiene un jardinero que hace casi todo el trabajo, y un montón de gente que viene a segar, quitar las malas hierbas y cuidar las plantas.

—Debe de ser un patio enorme —comenta Kimy.

Nuestra anfitriona nos hace entrar de nuevo en el piso; en ese momento un avisador se dispara en la cocina.

—Muy bien. Hora de cenar.

Le pregunto si quiere que la ayude, pero Kimy me hace un gesto con la mano indicándome que vaya a sentarme. Me acomodo delante de Henry. Su padre está a mi derecha y la silla vacía de Kimy a mi izquierda. Me doy cuenta de que el señor DeTamble lleva jersey, a pesar de que el ambiente está caldeado. Kimy tiene una porcelana maravillosa, con unos colibríes dibujados. Frente a cada uno de nosotros hay un vaso empañado y lleno de agua fría. Kimy nos sirve vino blanco. Titubea al llegar a la copa del padre de Henry, pero se salta el turno cuando él niega con la cabeza. Tras poner las ensaladas en la mesa, se sienta con nosotros. El señor DeTamble levanta el vaso de agua.

—Por la feliz pareja.

—Por la feliz pareja —repite Kimy, y todos brindamos y bebemos—. Dime, Clare. Henry me ha contado que eres artista. ¿Qué clase de artista?

—Elaboro papel. Hago esculturas de papel.

—Ahhh. Tendrás que enseñármelo algún día, porque yo no sé nada de todo eso. ¿Es como el
origami
?.

—No, no.

—Sus esculturas son como las del artista alemán que vimos en el Instituto de Arte, ¿sabes? Aquel que se llamaba Anselm Kiefer —interviene Henry—. Son unas esculturas de papel enormes, oscuras y terroríficas.

Kimmy parece sorprendida.

—¿Por qué una chica tan bonita como tú hace cosas tan horribles como esas?

—Eso es arte, Kimy —responde Henry, riendo—. Por otra parte, son preciosas.

—Utilizo muchas flores —le digo a Kimy—. Si me regala sus rosas marchitas, las colocaré en una obra en la que estoy trabajando ahora.

—Muy bien. ¿De qué se trata?

—Es un cuervo gigante hecho de rosas, pelo y fibra de hostas.

—Ufff. ¿Y cómo se te ocurrió representar un cuervo? Los cuervos traen mala suerte.

—¿Ah, sí? Pues a mí me encantan.

El señor DeTamble enarca una ceja y durante un segundo sí que se parece a Henry.

—Tienes unas ideas muy peculiares sobre la belleza.

Kimy se levanta y limpia los platos de ensalada. Luego trae un cuenco de judías verdes y una bandeja humeante de «Pato asado con salsa de frambuesa y granos de pimienta rosa». Es celestial. Entonces me doy cuenta de quién aprendió a cocinar Henry.

—¿Qué os parece? —pregunta Kimy, exigiendo una respuesta.

—Es delicioso, Kimy —dice el señor DeTamble, y yo me uno a sus halagos.

—Quizá deberías haberle puesto menos azúcar —Opina Henry.

—Sí, a mí también me lo parece.

—De todos modos, está realmente tierno.

Kimy sonríe. Cojo la copa de vino y el señor DeTamble me hace una seña.

—El anillo de Anette te queda muy bien.

—Es muy bonito. Gracias por dejar que lo lleve.

—Ese anillo tiene muchísima historia, y también la alianza que lo acompaña. Lo hicieron en París en 1823 para la madre de mi tatarabuela, que se llamaba Jeanne. Llegó a Estados Unidos en 1920 con mi abuela, Yvette, y ha estado en un cajón desde 1969, el año en que murió Anette. Me gusta mucho volver a verlo a la luz del día.

Miro el anillo y pienso: «La madre de Henry lo llevaba el día que murió». Echo un vistazo a Henry, que parece estar pensando lo mismo que yo, y al señor DeTamble, que sigue comiendo su pato.

—Cuénteme cosas de Anette.

El señor DeTamble deja el tenedor sobre la mesa y apoya los codos, descansando la frente entre las manos. Me observa a través de los dedos.

—Bueno, estoy seguro de que Henry ya debe de haberte contado algo.

—Sí, un poco sí. Yo crecí escuchando sus discos; mis padres son grandes admiradores suyos.

El señor DeTamble sonríe.

—Ah, entonces ya sabrás que Anette tenía la voz más maravillosa...rica y pura, una voz con una gama tan variada de registros que podía expresar lo que sentía su alma, y yo siempre que la escuchaba pensaba que mi vida tenía un sentido más profundo que el que le otorgaba la mera biología... Ella sabía oír de verdad, comprendía la estructura y podía analizar exactamente el contenido de una pieza musical al presentarla en su forma genuina... Annette era una persona muy emotiva; sabía transmitir esa sensación a los demás. Después de su muerte, ya no volví a sentir nada más.

Calla durante unos segundos. No me atrevo a mirar al señor DeTamble y desvío la mirada hacia Henry, quien contempla a su padre con una expresión de enorme tristeza; bajo los ojos y me concentro en mi plato.

—De todos modos, me has preguntado por Anette —dice el señor DeTamble, rompiendo el silencio—, y no por mí. Era muy agradable, y eso a pesar de ser una gran artista; ambas cualidades no suelen ir parejas. Anette hacía feliz a la gente; ella era feliz. Disfrutaba de la vida. Solo la vi llorar en dos ocasiones: una, cuando le regalé ese anillo, y la otra, cuando tuvo a Henry.

Tras una nueva pausa, intervengo de nuevo:

—Fue usted muy afortunado.

Sonríe, sin dejar de cubrirse el rostro con las manos.

—Bueno, durante un tiempo sí. Un día teníamos todo lo que habíamos soñado y al siguiente ella estaba destrozada en una autovía.

A Henry se le escapa una mueca.

—Pero ¿acaso no cree que es mejor ser extremadamente feliz durante un tiempo, aunque sea breve, aunque termine por perderlo todo, que llevar una vida mediocre? —insisto yo.

El señor DeTamble me observa. Aparta las manos de su cara y me contempla detenidamente.

—Pues me lo he preguntado muchas veces. ¿Eso es lo que tú crees?

Pienso en mi infancia, en las esperas, las dudas y la alegría de ver a Henry caminando por el prado, después de una ausencia de semanas o meses, y recuerdo también lo que experimenté al no verlo durante dos años y, de repente, encontrarlo en la sala de lectura de la biblioteca Newberry: la alegría de poder tocarlo, el lujo de saber dónde estaba, y tener la certeza de que me amaba.

—Sí, eso es lo que creo. —Miro a Henry y él me sonríe.

El señor DeTamble asiente.

—Henry ha elegido bien.

Kimy se levanta para traernos el café y mientras está en la cocina el señor DeTamble sigue hablando.

—Henry no está preparado para hacer de la vida de los demás un remanso de paz. De hecho, en muchos sentidos es absolutamente distinto a su madre: poco de fiar, voluble y no especialmente interesado en nadie que no sea su propia persona. Dime, Clare: ¿por qué diantre una chica tan encantadora como tú querría casarse con Henry?

La sala entera parece aguantar la respiración. Henry se pone tenso, pero no dice nada. Me inclino hacia delante y sonrío al señor DeTamble. Como si me hubiera preguntado qué clase de helado me gusta más, le digo con entusiasmo:

—Porque es muy, pero que muy bueno en la cama.

En la cocina se oye el estruendo de una carcajada. El señor DeTamble echa un vistazo a Henry, quien arquea las cejas y sonríe; y al final incluso el señor DeTamble termina sonriendo.


Touché
, querida.

Más tarde, después de tomar el café y probar la exquisita tarta de almendras de Kimy, después de que esta me haya enseñado fotografías de Henry de bebé, de niño, al graduarse del bachillerato (para su vergüenza), después de me haya sacado más información acerca de mi familia («¿Cuántos dormitorios? ¿Tantos? Eh, compañero, ¿por qué no me habías dicho que aparte de bonita es rica?»), nos dirigimos a la puerta de entrada, agradezco a Kimy la cena con que nos ha obsequiado y me despido del señor DeTamble.

—Ha sido un gran placer, Clare, pero tienes que llamarme Richard.

—Gracias..., Richard.

Retiene mi mano durante unos segundos, y en ese momento lo veo como debió de verlo Annette hace muchos años; pero luego esa sensación desaparece y Richard dirige un saludo forzado a Henry con un gesto de la cabeza. Henry, por su parte, besa a Kimy y bajamos las escaleras que nos conducen hacia la noche estival. Parece como si hubieran transcurrido años desde que entramos.

—Buuufff —exclama Henry—. Ha sido una muerte lenta lo que he vivido ahí dentro.

—¿He estado bien?

—¿Que si has estado bien? ¡Has estado brillante! ¡Le has encantado!

Bajamos a pie por la calle, con las manos cogidas. Hay un parque infantil al final de la manzana, corro hacia él y me subo a un columpio. Henry se instala en el de al lado, de cara a mí, y nos balanceamos muy alto, cruzándonos en el aire, a veces sincronizados y a veces surcando el cielo con tanta velocidad que parece que vayamos a chocar. Reímos, no paramos de reír; no existe la tristeza, nadie desaparecerá, ni morirá, ni se alejará: vivimos el momento presente. Nada puede alterar nuestra felicidad, ni robarnos la alegría de ese instante perfecto.

Miércoles 10 de junio de 1992

Clare tiene 21 años

C
LARE
: Me he sentado sola a una mesa que hay frente al cristal del Café Peregolisi, un venerable y reducido nido de ratas donde sirven un café excelente. Tendría que estar haciendo un trabajo sobre
Alicia en el País de las Maravillas
para la clase de Historia de lo Grotesco que voy a cursar este verano, pero en lugar de eso me abandono a mis ensoñaciones y contemplo ociosa a los habitantes del lugar, que se apresuran por la calle Halsted al caer la tarde. No suelo acercarme a la Ciudad de los Muchachos, pero me imagino que avanzaré más en el artículo si voy a un lugar donde a mis conocidos jamás se les ocurriría buscarme. Henry ha desaparecido. No está en casa y hoy no ha ido al trabajo. Intento no preocuparme. Procuro adoptar una actitud desenfadada y despreocupada. Henry sabe cuidar de sí mismo. Solo porque yo ignore dónde está en estos momentos no significa que vaya a tener problemas. ¿Quién sabe? A lo mejor está conmigo.

Al otro lado de la calle alguien me saluda con la mano. Entrecierro los ojos, centro la vista y me doy cuenta de que se trata de la mujer negra y bajita que estaba con Ingrid aquella noche en el Aragón: Celia. Le devuelvo el saludo, y ella cruza la calle. De repente se planta delante de mí. Es tan menuda que nuestras caras coinciden en altura a pesar de que yo estoy sentada y ella de pie.

—Hola, Clare —me dice con voz de mermelada, una voz en la que querría fundirme y luego dormir.

—Hola, Celia. Siéntate.

Se sienta delante de mí, y advierto que la razón de su corta estatura reside en sus piernas; sentada tiene un aspecto mucho más normal.

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