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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada

BOOK: La página rasgada
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La historia de una mujer más real que la vida misma. Emilia Larrieta nace en Madrid a finales del siglo XIX, en el seno de una familia acomodada. Su vida sufre un giro radical debido a una desgracia familiar, y pasa su infancia en una barriada marginal. Transformada en una jovencita audaz y desenfadada, ve cómo su vida cambia de nuevo cuando, tras un accidente, queda coja para siempre. Pero ni la pobreza ni la cojera podrán con el espíritu de Emilia. Cuando llegue el amor, se entregará a él sin reservas, aunque luego deseará rasgar esa página de su vida. Durante los crueles años de la guerra civil, Emilia luchará por mantener a su hija y a su propia madre. A pesar de todas las contrariedades, nunca perderá las ganas de vivir. Ya anciana, la imparable curiosidad de su nieta arrancará de Emilia recuerdos de amores perdidos, de verbenas, de hambre, de injusticias y justicias de andar por casa, que enseñarán a su nieta —y a los lectores— muchas cosas que nunca estarán en un libro de historia.

Nieves Hidalgo

La página rasgada

La historia de una mujer más real que la vida misma

ePUB v1.0

Dirdam
25.05.12

La página rasgada

Nieves Hidalgo de la Calle, 25 de abril de 2012

Ediciones B, sello Vergara

ISBN: 97-84-15420-09-5

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

A Emilia, de cuyo coraje

cualquier mujer haría gala

A todos aquellos que me abrieron

su alma para hacerme partícipe de su historia

En especial, a quienes les tocó

vivir ese tiempo

Nota de la autora

Para salvaguardar la intimidad de algunos personajes que aún se mantienen entre nosotros, he optado por dotarles de nueva identidad.

Prólogo

Con paso decidido y el soniquete perpetuo de su muleta, cruzó la calle obviando, como hacía siempre, el claxon de algún que otro vehículo, el chirrido de neumáticos frenando y los exabruptos con que le obsequiaban desde las ventanillas de los coches, y entró en la droguería de Germán, a la que acudía con regularidad.

El dueño, un hombretón de los que a ella le gustaban, moreno y robusto, y al que la bata azul le sentaba como un guante, la atendió con presteza; los tiempos que corrían no eran buenos, siempre traía cuenta hacer la rosca a una honesta pagadora como mi abuela y a la clienta que había en la tienda ya le daba cumplimiento su chaval que, si Dios no lo remediaba, acabaría haciéndose cargo del negocio, por más que de soltura estuviera bastante limitado.

—Buenos días, señora Emilia. ¿Cómo nos encontramos hoy?

—¿Qué adónde voy? No, hijo, hoy no salgo, que tiene pinta de caer chuzos de punta. Anda, que tengo prisa. Dame jabón para la cara. ¡Y papel para el culo! —le gritó, viéndole perderse tras la cortina de la trastienda.

La señora que esperaba respingó y le echó una ojeada desdeñosa por encima del hombro.

—¡Por Dios! ¡Qué ordinariez!

Emilia estaba sorda como una tapia, pero interpretaba divinamente las miradas de la gente y los movimientos de los labios. Muy ufana, colocó su brazo izquierdo en jarras, se apoyó aún más si cabía en la muleta, elevó el mentón y le espetó:

—¿Qué pasa? ¿Usted no usa los rollos? ¿Con qué se limpia entonces el culo, con el
Arriba
?

A cierto tipo de mujer de la posguerra, educada con el
Cara al sol
, el brazo en alto y la misa del domingo, tenía que sorprender tan lenguaraz comentario, pero una andanada al diario del Movimiento socavaba los pilares de la convivencia, era un ultraje que ninguna dama de bien debería tolerar.

Pero así era la abuela: una mujer que no se callaba ni debajo del agua y para quien el resto del mundo no era sino un patio en el que disputar el poco espacio que le correspondía. Le importaba un comino la opinión de la gente y decía lo que se le venía a la boca.

Tenía razones poderosísimas para pensar así. Nunca le regalaron nada y se aupó desde la desgracia a fuerza de un tesón y un coraje que acabaron por hacer de ella un personaje sin escrúpulos. Fue una luchadora, una superviviente que no despreció ni una oportunidad para mantenerse erguida como el junco después de la tormenta, a pesar de que sus avatares personales la doblegaban una y otra vez. Nadie, que yo recuerde, consiguió someter su espíritu rebelde. Como ella misma solía recordar:

—Se trata de sobrevivir y punto.

1

Emilia nació en el otoño de 1892, cuando España celebraba el IV aniversario del descubrimiento de América, en un Madrid de coches de caballos, chulapas y verbenas.

Vino al mundo en el seno de una familia acomodada. Sus hermanos mayores dispusieron de niñera y ella no podía ser menos. Para sus padres supuso una alegría porque, en esa época, dar a luz hijos era signo inequívoco de que la mujer exudaba fertilidad y el hombre buenos espermatozoides. Por otro lado, se debía criar tantos como Dios enviase, hubiera o no para alimentarlos, para darles formación o proporcionarles la suficiente atención. Claro que éste no era el caso de los Larrieta.

Pero el júbilo por su nacimiento no fue compartido por todos. La más pequeña de la familia, hasta entonces princesa de la casa, su hermana Federica, tomó su llegada como una ofensa personal, como una traición de sus progenitores y, sintiéndose destronada por un bulto llorón que sólo berreaba, manchaba los pañales y acaparaba la atención y el tiempo de sus padres, empezó a alimentar una inquina feroz hacia el nuevo miembro del hogar.

—Federica, cuida de tu hermana mientras atiendo a doña Concha —le pedía Isabel, su madre, intentando otorgar a la pequeña cierta responsabilidad por ver si se le iban los celos.

—Sí, madre.

A pasitos cortos, la niña se colocaba junto a la cuna de su hermana con una sonrisa, se acomodaba en una silla y tomaba el sonajero de hojalata. Mientras Isabel le echaba un ojo y atendía a la vez a la vecina, Federica era todo amor, todo risitas ante los gorjeos de la pequeña. Pero al menor descuido, atizaba con el sonajero a Emilia que rompía a llorar a pleno pulmón, porque pulmones tenía la chiquita y de primera clase.

Isabel regresaba a la carrera dejando a la vecina con la palabra en la boca.

—Llora, madre —avisaba compungida Federica, con cara de no haber roto un plato—. ¿Tiene pupa?

—No, cariño, no. Es que es pequeñita y los bebés lloran por cualquier cosa. Anda, sal a jugar un rato, pero con cuidado.

Federica se acompañaba entonces de la muñeca con cabeza de porcelana que su padre le había traído de Valencia, un regalo muy especial —la mayoría de las niñas jugaban con monigotes de trapo—, la dejaba caer en el cochecito de mimbre y hierro, la arropaba de malos modos y salía a la puerta de la casa. Allí se sentaba, callada y mohína, y arrullaba el coche pero con vaivenes cada vez más fuertes, más enrabietados, preguntándose qué había hecho ella mal. Jugar con la muñeca le importaba un comino cuando lo que deseaba era volver adentro y hacer callar de una vez por todas a Emilia. Disfrutaba pegándola cuando nadie se daba cuenta y aprovechaba cualquier oportunidad para dar rienda suelta a la frustración que sentía. Pero unas veces porque no podía burlar a la niñera, otras porque su madre no quitaba ojo a su hermana, el caso es que esas ocasiones no abundaban.

Se le fue haciendo insoportable el sonido desagradable del llanto de la meona que le había arrebatado los mohínes que le dispensaban a ella. Con cada gimoteo, con cada susurro de la voz de su madre intentando calmarla, crecía el odio de Federica.

Porque para ella, prescindir de la atención de su madre apenas suponía nada, pero sentirse relegada por su padre, al que adoraba, aunque no lo veía demasiado porque se pasaba el día trabajando o viajando, sí lo era. No podía entender que él, que desde que podía recordar, la alzaba en brazos en cuanto aparecía por la puerta, prefiriera ahora reírse con las tonterías y gorgoritos de la pequeña que, además, olía a leche agria o a porquería.

—Padre, pero si Emi no habla —se quejaba una y otra vez, obteniendo siempre una caricia que la revolvía el pelo y que parecía ser la única respuesta que su padre podía darle.

Ananías Larrieta adoraba a su hija y al escucharla, seguramente intuía sus celos. A pesar del cansancio con que llegaba procuraba dedicarle algo de tiempo antes de mandarla a la cama; poca cosa, la verdad, eso quedaba para Isabel. Pero amaba a todos sus hijos por igual. La pequeña Emilia le tenía sorbido el seso y Federica era una presumida de cabello negro y rizado y ojos grandes por la que sentía debilidad; los mayores, Domingo y Oliverio, de seis y siete años, eran su orgullo, unos chicos despiertos que perpetuarían su apellido y que, en pocos años, deberían hacerse cargo del próspero negocio familiar: una casa de pompas fúnebres.

Gracias al negocio vivían con holgura y disfrutaban de comodidades que la mayoría ni podía soñar. No era ese trabajo santo de la devoción de Isabel y, por descontado, ella jamás se pasó por allí.

—Mira, Maribel —decía él cuando sacaba el tema—. Mi abuelo y luego mi padre nos lo legaron y yo tengo la obligación de dejárselo a nuestros hijos.

—Podrías dedicarte a otra cosa —le argumentaba—. Me provoca escalofríos pensar que estás todo el día entre cajas de muerto.

A eso, Ananías sólo podía contestar con su risa franca. Abrazaba a su esposa y bajando la voz para que los chicos no pudieran oírlos, murmuraba:

—Pero yo no lo estoy, paloma mía.

Ella se sonrojaba y palmeaba el brazo que abarcaba su cintura o la mano que buceaba por rincones prohibidos.

—No son horas, los críos están despiertos y esas cosas deben quedar para la intimidad del dormitorio.

Así lo dictaba la moral, así se lo dijo su madre y, lo que era más importante, así lo ordenaba la Santa Madre Iglesia. De modo que Ananías se quedaba con las ganas un día sí y otro también. Ahogaba un suspiro, se retrepaba en su butaca y abría
El Imparcial
para echar un vistazo antes de la hora de la cena. Pero rara vez conseguía leer un artículo completo porque sus ojos se desviaban a cada instante hacia Isabel. No era muy alta, pero tenía ampulosas caderas que habían cobijado a cuatro hijos sanos y fuertes. Y pechugona, como a él le gustaba. De cabello oscuro recogido en un severo moño que a él le encantaba deshacer y ver cómo le caía sobre el rostro, las mejillas sonrosadas, los ojos grandes, los labios carnosos… Ya no era la jovencita que había conocido, pero seguía siendo hermosa y él continuaba enamorado.

La vida hubiera transcurrido plácidamente si la desgracia no se hubiera cebado en ellos. Pero el destino es así de cruel e inmisericorde cuando se desboca sin freno.

Cinco años tenía Federica y con esa edad enloqueció. No se tenía noticias de antecedentes ni en la familia de Isabel ni en la de Ananías. Cavilaban si habría enfermado a causa del nacimiento de Emilia, incapaz de sobreponerse a unos celos enfermizos que la quitaban las ganas de comer y reír. Era apenas una criatura abrazada a un desvarío que ya no la soltó. El caso fue que una tarde lluviosa, entretenidas su madre y la nana estirando por la vivienda la ropa que colgaba secándose al calor de los braseros, el pequeño cerebro de Federica se desbordó. Decidida, se acercó a la caja de costura de su madre y tomó las tijeras. Luego, con toda la audacia de su propia enajenación, se fue directa a la habitación donde dormía Emilia.

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