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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

La princesa prometida (6 page)

BOOK: La princesa prometida
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—Helen, el niño está gordo. Lo único que sugiero es que deje unas cuantas patatas para los demás y que se atiborre con esta exquisita carne rustida que tu «joya» ha preparado para mi regreso triunfal.

—Willy, no es mi intención asombrarte, pero da la casualidad de que Jason no sólo tiene una fina inteligencia sino que además posee una vista magnífica. Cuando se mira en el espejo, te aseguro que sabe perfectamente que no está delgado. Y eso es porque en esta etapa de su vida ha elegido no estar delgado.

—Helen, no le falta demasiado para empezar a salir con chicas, ¿qué pasará entonces?

—Cariño, Jason tiene diez años, y en esta etapa de su vida las chicas no le interesan. A esta edad lo que le interesa es la cohetería. ¿Qué le importa a un aficionado a los cohetes una ligera tendencia a la obesidad? Cuando él decida ser delgado, te aseguro que tiene la inteligencia y la fuerza de voluntad suficiente como para adelgazar. Hasta que no llegue ese momento, te pido por favor que en mi presencia no frustres al niño.

Sandy Sterling bailaba en bikini delante de mis ojos.

—No pienso comer, y se acabó —dice entonces Jason.

—Pero, querido mío —le dice Helen al crío con ese tono que ella reserva en esta Tierra sólo para momentos como éste—, trata de ser lógico. Si no te comes el puré de patatas, te enfadarás y yo también me enfadaré, y está claro que tu padre ya está enfadado. Pero si te comes el puré de patatas, yo me sentiré muy satisfecha, tú te sentirás satisfecho, y tu estómago se sentirá satisfecho. Lo de tu padre ya no tiene solución. Está en tus manos el que tres personas se enfaden o que se enfade una sola, y con respecto a esta última, como ya te he dicho, no hay nada que hacer. Por lo tanto, la conclusión es clarísima, aunque tengo una fe absoluta en tu capacidad para llegar a ella por ti mismo. Haz lo que tú quieras, Jason.

El niño comienza a engullir.

—Harás que se convierta en un mariquita —le digo, aunque en una voz lo bastante baja como para que sólo me escuche a mí mismo, y Sandy.

Entonces inspiro profundamente, porque siempre que regreso a casa hay problemas, razón por la cual Helen dice que traigo conmigo la tensión, que necesito pruebas sobrehumanas de que me han echado de menos, de que todavía me necesitan, de que soy amado, etc. Lo único que sé es que detesto estar lejos, pero lo peor es el regreso. Nunca tengo demasiada ocasión de entablar una conversación del tipo: «¿Y qué tal? ¿Qué novedades hubo durante mi ausencia?», y menos si tenemos en cuenta que Helen y yo nos telefoneamos casi cada noche.

—Apuesto a que eres un genio con esa bici —digo entonces—. Tal vez este fin de semana salgamos a dar un paseo.

Jason levanta la vista del puré de patatas.

—El libro me encantó, papá. Es genial.

Me sorprendo de que me lo diga, porque, como es natural, yo sólo empezaba a encauzar la conversación hacia ese tema. Pero, como dice siempre Helen, Jason no es ningún imbécil.

—Bueno, me alegro —repongo.

Y vaya si me alegraba.

—Puede que sea el mejor libro que he leído en mi vida —agrega Jason asintiendo.

Tomo una cucharada de espinacas.

—¿Cuál fue la parte que más te ha gustado?

—El capítulo uno. La prometida —responde Jason.

Eso me sorprende de veras. No es que el capítulo uno esté mal, pero la cuestión es que no pasan demasiadas cosas si lo comparamos con las cosas increíbles que ocurren después. En su mayor parte habla de cómo Buttercup se hace mayor, eso es todo.

—¿Qué me dices de la escalada de los Acantilados de la Locura? —le pregunto—. Eso ocurre en el capítulo cinco.

—Está bien —aclara Jason.

—¿Y de la descripción del Zoo de la Muerte del príncipe Humperdinck? Está en el segundo capítulo.

—Pues está muy bien —dice Jason.

—Lo que más me sorprendió fue que la descripción del Zoo de la Muerte ocupa unos pocos párrafos, pero no sé, en cierto modo sabes que más adelante todo encajará. ¿Tuviste la misma sensación?

—Mmm… aja. —Jason asiente—. Sí, es genial.

A esas alturas ya sabía que no lo había leído.

—Trató de leerlo —interviene Helen—. Y se leyó el primer capítulo. Pero el capítulo segundo fue imposible para el crío, o sea que cuando vi que había hecho un esfuerzo razonable, le dije que lo dejara. No todos tenemos los mismos gustos. Le dije que tú lo entenderías, Willy.

Claro que lo entendía. Aunque me sentía completamente abandonado.

—No me gustó, papá. Quería que me gustara, pero…

Le sonrío. ¿Cómo es posible que no le gustara? Pasión. Duelos. Milagros. Gigantes. Amor verdadero.

—¿Tampoco vas a comerte las espinacas? —me pregunta Helen.

Me levanto de la mesa.

—Los tiempos cambian. No tengo hambre.

No dice nada hasta que me oye abrir la puerta de la calle. Entonces me grita:

—¿Adónde vas?

De haberlo sabido, le habría contestado.

Deambulé por ahí en pleno diciembre. Sin abrigo. Aunque no me enteré del frío. Lo único que sabía era que tenía cuarenta años, que no me había propuesto encontrarme en aquellas circunstancias a esa edad, enganchado a una genial psicoanalista y a un hijo que más bien parecía un globo. Serían alrededor de las nueve de la noche cuando me encontré solo, sentado en medio del Central Park, sin nadie cerca de mí, y con todos los demás bancos vacíos.

Fue entonces cuando oí un susurro de hojas entre los arbustos. Cesó. Se volvió a oír. Muuy suave. Más cerca.

Me volví como el rayo y grité:

—¡No me molestéis!

Fuera lo que fuese —amigo, enemigo, mi imaginación—, desapareció. Logré oír cómo corría y fue entonces cuando me di cuenta de una cosa: en aquel momento era un tipo peligrosísimo.

Entonces sentí frío. Y me fui a casa. Helen repasaba unas notas en la cama. Normalmente, me hubiera hecho algún comentario sobre lo mayor que estaba ya para esos arranques de comportamiento juvenil. Pero era probable que el peligro siguiera fijado a mí como una aureola. Lo noté en sus ojos inteligentes.

—De veras que lo intentó —dice finalmente.

—Nunca pensé que no lo intentara —contesto—. ¿Dónde está el libro?

—Supongo que en la biblioteca.

Me vuelvo y me dispongo a salir del dormitorio.

—¿Quieres que te traiga algo?

Le contesto que no. Me voy a la biblioteca, me encierro y busco
La princesa prometida
. Mientras reviso la encuademación, noto que está bastante bien conservado, y es entonces cuando me doy cuenta de que lo había publicado mi misma editorial, Harcourt Brace, Jovanovich. Aunque había sido mucho antes, por entonces ni siquiera eran Harcourt, Brace & World. Sólo la vieja Harcourt, Brace, y punto. Hojeo el libro hasta la página del título, cosa que me resulta extraña, porque nunca antes lo había hecho; siempre había sido mi padre quien lo hojeaba. Al leer el verdadero título me echo a reír, porque ahí mismo dice:

La princesa prometida

Relato clásico de amores

verdaderos y grandes aventuras

escrito por S. Morgenstern

Un tipo que catalogaba su propia obra original como clásica antes de que fuese publicada y de que nadie la hubiera leído era de admirar. Tal vez pensó que si no lo hacía así, nadie la leería, o tal vez sólo intentaba echarle una mano a los críticos. No lo sé. Ojeo el primer capítulo; era más o menos como lo recordaba. Paso al segundo capítulo, donde el autor habla del príncipe Humperdinck y ofrece la descripción breve e incitante del Zoológico de la Muerte.

Y es ahí cuando comienzo a darme cuenta del problema.

No es que la descripción no figurara. Estaba, y era más o menos como la recordaba. Pero antes de llegar a la descripción, había unas sesenta páginas de texto que hablaban de los antepasados del príncipe Humperdinck y de cómo su familia llegó a controlar Florin, y de esta boda y de este niño que engendró a este otro de aquí que después se casó con no sé quién; pasé al capítulo tercero, «El galanteo», y descubrí que hablaba de la historia del Guilder y de cómo ese país llegó al puesto que ocupa en el mundo. Cuanto más hojeaba el libro, de más cosas me enteraba: Morgenstern no se había propuesto escribir un libro infantil, sino una especie de historia satírica de su país y del declive de la monarquía en la civilización occidental.

Pero mi padre sólo me había leído las partes de acción, las partes buenas. No se ocupó en absoluto del aspecto serio.

A eso de las dos de la madrugada, llamo a Hiram de Martha’s Vineyard. Hiram Haydn ha sido mi editor durante una docena de años, desde
Soldier in the rain
, y juntos hemos pasado muchas cosas, pero nunca por llamadas telefónicas a las dos de la madrugada. Sé que hasta el día de hoy no ha logrado entender por qué no pude esperar… digamos que hasta la hora del desayuno.

—Bill, ¿seguro que te encuentras bien? —me pregunta todo el rato.

—Oye, Hiram —comienzo yo a decir después de haberlo llamado unas seis veces—. Escúchame, habéis publicado un libro justo después de la segunda guerra mundial. ¿Te parece que sería buena idea que lo compendiara y volviésemos a publicarlo ahora?

—Bill, ¿seguro que te encuentras bien?

—Sí, muy bien. Oye, sólo utilizaría las partes buenas. Me encargaría de añadir párrafos allí donde se produzcan saltos en la narración y dejaría sólo las partes buenas. ¿Qué te parece la idea?

—Bill, aquí son las dos de la madrugada. ¿Sigues en California?

Finjo una total sorpresa. Para que no piense que estoy loco.

—Lo siento, Hiram. Dios mío, si seré idiota. En Beverly Hills apenas son las once. Oye, ¿crees que podrías comentárselo al señor Jovanovich?

—¿Quieres decir ahora mismo?

—Mañana o pasado, no hay prisa.

—Le comentaré lo que sea, pero no sé si entiendo bien lo que quieres. Bill, ¿seguro que estás bien?

—Estaré en Nueva York mañana. Te llamaré y te daré más detalles, ¿vale?

—Bill, ¿podrías hacerlo en las primeras horas del horario de oficina?

Me echo a reír y colgamos. Telefoneo a Zig en California. Evarts Ziegler lleva unos ocho años haciéndome de agente cinematográfico. Él fue quien me representó en
Dos hombres y un destino
; a él también lo desperté.

—Oye, Zig, ¿podrías ayudarme a aplazar
Las poseídas de Stepford
? Se me ha presentado otro proyecto.

—Te han contratado para que empieces ya mismo. ¿Cuánto tiempo más necesitarías?

—No estoy seguro; nunca había compendiado una obra. ¿Tú qué piensas que harían?

—Supongo que si se trata de un aplazamiento, amenazarían con demandarnos y acabarías perdiendo el trabajo.

La cosa resultó más o menos como él predijo; amenazaron con demandarme y a punto estuve de perder el trabajo y una cierta suma de dinero, y no me gané demasiados amigos en «la industria», como la llamamos los que estamos en esto del cine.

Pero compendié el libro y vosotros lo tenéis ahora en vuestras manos. La versión de las «partes buenas».

¿Por qué me tomé tantas molestias?

Helen me insistió mucho para que pensara una respuesta. Le parecía importante, pero no exactamente porque a ella le interesara saber mis motivos, sino que lo que le interesaba era que yo los supiese.

—Porque te comportaste como un chalado, Willy —me dijo—. Me tenías realmente asustada.

¿Por qué pues?

Esto del autoescrutinio nunca se me ha dado bien. Todo lo escribo por impulso. Esto me suena bien, aquello me suena mal…, así. No puedo analizarlo, al menos no logro analizar mis propios actos.

Sé que no espero que esto le cambie la vida a nadie como me la cambió a mí.

Pero si nos fijamos en las palabras del subtítulo —«amor verdadero y grandes aventuras»— yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir por esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, mi nombre es Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!».

Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad, más allá del bistec de Peter Luger’s y la enchilada de El Parador. (Perdóname, Helen.)

En fin, he aquí la versión de las «partes buenas». Lo escribió S. Morgenstern. Y mi padre me lo leyó. Y ahora os lo ofrezco a vosotros. Lo que hagáis con él tendrá, para todos nosotros, algo más que un interés efímero.

Nueva York,

diciembre de 1972

1
LA PROMETIDA

El año en que Buttercup nació, una criada de cocina francesa llamada Annette era la mujer más hermosa del mundo. Annette trabajaba en París para los duques de Guiche, y no había escapado a la atención del duque que una persona fuera de lo común le sacara brillo al peltre. El interés del duque tampoco pasó inadvertido a la duquesa, que no era ni muy hermosa ni muy rica, pero sí muy lista. La duquesa se dispuso a estudiar a Annette, y al cabo de no mucho tiempo descubrió la trágica debilidad de su adversaria.

El chocolate.

Dotada ya de armas, la duquesa puso manos a la obra. El Palacio de Guiche se convirtió en un castillo de caramelo. Dondequiera que posara uno la vista había bombones. En las salas había pilas de caramelos de menta recubiertos de chocolate; en los salones, cestas de turrones también de chocolate.

Annette estaba perdida. Al promediar la estación, de delicada se convirtió en colosal, y el duque no volvió a mirarla sin que una triste estupefacción le nublara la vista. (Cabe destacar que, a lo largo de su proceso de ensanchamiento, Annette parecía más alegre. Con el tiempo, acabó casándose con el
chef
de pasteleros; los dos comieron muchísimo hasta que la edad avanzada los reclamó. Cabe destacar también que las cosas no fueron tan felices para la duquesa. El duque, por motivos que desafían toda comprensión, quedó prendado de su propia suegra, lo cual le provocó úlceras a la duquesa, sólo que por aquella época todavía no se conocían las úlceras. Para ser más exactos, las úlceras existían, la gente las padecía, pero no se llamaban así. En aquellos tiempos, la profesión médica las denominaba «dolores de estómago» y se consideraba que la mejor medicina era tomar café con unas gotas de coñac dos veces al día hasta que los dolores remitían. La duquesa se tomaba su mezcla con fe, y mientras los años pasaban observaba como a sus espaldas su marido y su madre se lanzaban besos. No debe sorprender a nadie, pues, que el mal humor de la duquesa fuera legendario, tal como Voltaire lo refirió de forma tan competente. Sólo que esto ocurrió antes de Voltaire.)

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