La puerta de las siete cerraduras (20 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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Aunque la noche era templada, Sybil temblaba de frío. Hasta que el guarda volvió de la cocina con una taza de café bien caliente y un trozo de pan tostado, que Sybil tomó con ansiedad, y que era su primer alimento desde la comida del día anterior, Sneed no empezó a interrogarla acerca de las aventuras de que había sido protagonista aquella noche.

Los dos hombres, sentados uno a cada lado de ella en el sofá, que había sido aproximado al fuego, la escuchaban sin hacer el menor comentario hasta que hubo acabado su historia. Sólo una vez la interrumpió Dick para preguntarle acerca de las píldoras rojas. Sybil las había tirado en la huida.

—No importa —dijo Sneed—. Ya encontraremos el tubo cuando detengamos a Stalletti. Continúe usted,
miss
Lansdown.

—Creerán ustedes —dijo Sybil, como final de su relato— que son invenciones de una loca. ¿Por qué se apoderó de
mister
Cody? ¿Le ha sucedido algo...? Yo oí a alguien quejarse. ¡Era horrible!... Todo esto, ¿tiene que ver algo con
mister
Cody?

—Posiblemente —respondió Dick—. ¿Dice usted que Cawler está todavía en el parque? ¿Vio usted si alguien los seguía a ustedes? ¿Oyó ruido de lucha?

Ella negó con un movimiento de cabeza. Dick se aproximó a la ventana y descorrió las cortinas. Estaba amaneciendo. La investigación en el campo habría que hacerla a la luz del día. De pronto, vio las dos luces brillantes de un automóvil que se acercaba.

—¿Ha pedido usted que envíen más fuerzas, Sneed?

—No —respondió éste, sorprendido—. En esta vieja casa no hay teléfono, y aunque hubiese necesitado pedirlas, no hubiera podido. Pero me parece que conozco el sonido de esa bocina.

Salieron al pórtico en el momento en que se detenía el «auto», cubierto de polvo, delante de la puerta, y en el preciso instante en que de él descendía
mister
Havelock.

—¿No ha ocurrido nada grave? —preguntó éste con ansiedad—. ¿Está aquí
miss
Lansdown?

—Sí. ¿Cómo lo ha sabido usted?

—¿Está bien? —insistió el abogado.

—Completamente. Pase usted —dijo Dick, algo extrañado, y penetrando nuevamente en el hall, seguido del abogado—. ¿Por qué ha venido usted? —le preguntó.

Por toda contestación, Havelock sacó de un bolsillo del chaleco una hoja de papel doblada y se la entregó al detective. Era una carta que llevaba el membrete del Ritz-Carlton Hotel, y escrita con letra que él conocía bastante:

«Querido Havelock: No puedo explicar en esta carta todo lo que tengo que decir. Mi prima Sybil Lansdown está en inminente peligro de muerte, como asimismo alguien que está relacionado con ella, y usted también, por supuesto. Que no salga la muchacha de la casa y reténganla ustedes hasta que yo llegue. No me será posible llegar hasta mañana a primera hora. De nuevo suplico que no permita usted a
miss
Lansdown ni a sus amigos salir de Selford Park hasta que yo llegue. Selford.-»

—El timbre de la puerta de mi casa sonó a eso de la una de la madrugada, con tal insistencia, que me lancé de la cama para ver quién era. En el buzón encontré la carta, pero no logré ver al mensajero. Pensé que se trataba de una burla; pero cuando iba a acostarme nuevamente, el propio Selford me llamó por teléfono y me preguntó si había recibido la carta. Al responderle que sí, me rogó que hiciese todo lo que me decía, y antes que yo pudiera interrogarle, colgó el receptor.

Dick examinó la letra con que estaba escrita la carta. Era la misma de las anteriores cartas que él había visto.

—Entonces —continuó el abogado— tuve la buena idea de comunicar con
mistress
Lansdown, y me enteré de la desaparición de su hija.

—¿Comunicó usted con Scotland Yard?

—No. Porque al enterarme de que nuestro excelente amigo
mister
Martin había salido en busca de la muchacha, supuse que él habría tomado todas las precauciones necesarias en su ayuda. ¿Dice usted que Sybil está aquí?

Dick abrió la puerta y anunció al inesperado visitante. A la luz del día, Sybil contempló todos aquellos rostros que le eran conocidos, y sintió que recuperaba su energía. La impresión que en su espíritu había ejercido la horrible aventura la había dejado cansada e incapaz de comprender lo que significaba todo lo ocurrido aquella noche. La luz del día ya era suficiente para recorrer el parque, y Dick decidió, rehuyendo la ayuda de Sneed, encaminarse hacia las tumbas, atravesando la granja. A los diez minutos de camino se halló delante de la verja de hierro. Estaba cerrada, y era inútil buscar en la caverna, pues seguramente Stalletti habría salido inmediatamente después de la huida de Sybil. La única cosa que podía hacer era volver por el camino que había seguido la muchacha, y el cual, por la minuciosa descripción que ella había hecho, podría reconocer fácilmente. Al cabo de un cuarto de hora llegó al sitio aproximado en donde Tom Cawler había estado buscando a su enemigo. Reconoció el terreno cuidadosamente. Las huellas de la lucha sobre la hierba apenas eran perceptibles, excepto para un hábil observador. Y Dick las encontró inmediatamente: algunos agrupamientos de hierba, la marca de un tacón de goma, un espacio de terreno hundido por la presión de un cuerpo. Continuó buscando con la esperanza de hallar señales de haber sido arrastrado sobre el césped un cuerpo pesado. Pero con gran sorpresa por su parte nada pudo encontrar. Si Cawler había sido asesinado (Dick no lo dudaba), ¿qué se había hecho de su cuerpo? Buscar en los innumerables matorrales del parque era también perder el tiempo. Volvió a la casa para dar cuenta de sus pesquisas.

Cuando entró en la habitación, el abogado y Sneed estaban discutiendo en voz baja.


Mister
Havelock está preocupado —explicó Sneed—acerca del hombre que vio esta joven. Cree que todavía está en la casa. Yo opino lo contrario.

—¿Dónde está la habitación secreta? —pregunte Dick.

—¡Esa habitación es un mito! —respondió Havelock sonriéndose, a pesar de su ansiedad—. Oí esa historia hace un año, y traje un arquitecto para que reconociese la casa, el cual me aseguró que no había ningún espacio que no figurase en los planos. La mayor parte de estas casas estilo Tudor tienen una especie de departamento secreto; pero, como sabemos, no hay nada misterioso en Selford Manor, excepto su sistema de alumbrado.

Y después de una breve pausa, interrogó: — ¿Qué piensa usted hacer?

—Mi opinión es volver a la ciudad. Miss Lansdown necesita reunirse con su madre.

—Yo creo —dijo el abogado gravemente— que
miss
Lansdown no tendrá inconveniente en quedarse aquí. Es posible, naturalmente, que tenga algo que objetar; pero esta carta de Selford avisa un peligro grave.

—¿Quiere usted decir que no debemos salir de aquí hasta dentro de veinticuatro horas?

—Yo creo que un horrible peligro nos espera en el fondo del parque (ustedes creerán que soy un viejo asustadizo) y que debemos quedarnos aquí hasta mañana.
Mister
Sneed puede traer una docena de hombres para que vigilen el parque.

—¿Es ésa realmente su opinión? —preguntó Dick, mirándole con fijeza.

—Exactamente —respondió Havelock con verdadera ansiedad—.
Mister
Sneed es de la misma opinión. Hay uno o dos sucesos en la historia de esta familia que creo debe usted conocer. No es que asegure melodramáticamente que pese una maldición sobre la casa de los Selfords; pero la realidad es que, con excepción del último
lord
Selford, cinco poseedores del título han muerto violentamente, y en cada caso, la muerte fue precedida de hechos tan extraños como los que acabamos de presenciar.

—Pero nosotros —replicó Dick sonriéndose— no somos miembros de la familia Selford.

—En este momento podemos considerarnos identificados con los intereses de Selford. Hay algo siniestro en esta continua ausencia de
lord
Selford. Nunca lo he visto tan claro como ahora. He cometido una locura en permitir sus constantes viajes. ¡Quién sabe las cosas que pueden haberle ocurrido!

Dick tuvo que hacer un esfuerzo para no demostrar que conocía el secreto de la ausencia de
lord
Selford.

—Pero yo no puedo permitir que
miss
Lansdown se quede aquí...—empezó a decir.

—Ya he pensado en eso —le interrumpió Havelock—, y mi opinión es decir a su madre que venga. La casa tiene habitaciones y muebles suficientes, y podríamos encontrar servidumbre en el pueblo. El guarda conoce a todo el mundo por estos alrededores.

Dick miró a Sneed y comprendió que éste aprobaba la idea.

—Entonces —dijo—, iré al pueblo y hablaré por teléfono. De todos modos, prefiero dormir aquí esta noche que volver a la ciudad. Estoy bastante cansado.

La idea no era tan absurda como para que Sybil la rechazase, aunque la carta de Selford no influía lo más mínimo en su decisión. La reacción, después de. aquella horrible noche, era muy dolorosa. Estaba rendida, y permanecía despierta a duras penas.

Sneed habló aparte a su amigo. —Eso nos sentará bien —le dijo—. Dormiré unas horas, y además, estamos cerca de la casa de Cody. Me temo que mañana tendremos allí una sesión que nos ocupará todo el día.

Dick se estremeció bruscamente. En su ansiedad por salvar a Sybil casi había olvidado el horrible crimen.

Se acordó que
mister
Havelock iría a la ciudad, en su automóvil, y traería consigo a
mistress
Lansdown.

La noticia de que su hija se hallaba bien ya había llegado a Lansdown. Cuando el abogado se separó de Dick, éste fue al pueblo y habló con ella por teléfono.

Mistress
Lansdown quería salir inmediatamente para reunirse con su hija, pero Dick le dijo que esperase la llegada de Havelock.

CAPÍTULO XXVII

Antes que Sneed pudiera disfrutar del descanso que necesitaba, tenía mucho que trabajar. Desayunóse apresuradamente y fue en busca del jefe de Policía de Sussex. Ambos se dirigieron en automóvil hacia Gallows Hill, con la necesaria orden de detención de Stalletti. Pero el pájaro había volado, y la casa estaba al cuidado de un hombre que había estado anteriormente empleado para realizar trabajos en el parque. Este hombre extraño declaró que no conocía al doctor ni a ningún habitante de la casa; que vivía a un cuarto de milla de allí, y que en las primeras horas de la mañana fue despertado por Stalletti, quien le entregó una llave, diciéndole que fuese a Gallows Cottage y permaneciese allí hasta su regreso.

Las pesquisas realizadas en la casa no descubrieron nada nuevo. La cama del doctor no presentaba señales de haberse utilizado para dormir, como asimismo las dos camas de la pequeña habitación.

—Será un caso difícil de probar —dijo el jefe de la Policía de Sussex cuando abandonaron la casa—. A menos que se le encuentre en posesión de las píldoras, no se le podrá acusar de administrar drogas peligrosas. En el caso que se le demuestre que son peligrosas. Que muy bien pudieran ser un sedante. Recordará usted que la joven encontró a Stalletti en circunstancias especiales y que se hallaba en un estado de excitación nerviosa.

—Hablando exactamente —dijo Sneed en tono sarcástico—, diremos que le encontró en una tumba, en las entrañas de la tierra, a las dos de la mañana, lo cual admito es una bagatela que puede poner nerviosa a cualquier muchacha.

—¿En la tumba de Selford? No me lo había dicho usted —replicó el policía de Sussex, algo resentido, pues entre Scotland Yard y la Policía provinciana existen ciertos absurdos celos, tan poco nobles como faltos de fundamento.

Sneed permaneció en Weald House hasta el mediodía, en consulta con el detective que había llagado de Scotland Yard para hacerse cargo del asunto.

—No, no hay huellas en el cadáver de la mujer —dijo éste—. Murió de terror. Al menos, ésta es la opinión del doctor. El otro individuo fue golpeado horriblemente hasta dejarle muerto. He buscado en la huerta y he hallado numerosas balas de pistola automática. ¿A qué atribuye usted esto?

Sneed le refirió la escena del tiroteo que sufrieron cuando intentaron perseguir al criminal.

—Hemos encontrado, dieciocho casquillos de bala vacíos —dijo el detective de Scotland Yard—. Probablemente hay uno o dos más que aún no hemos encontrado. ¿Sabe usted lo que indica la escala que hemos encontrado en la fachada de la casa?

Sneed le explicó todo en pocas palabras.

—Hay algo extraño acerca de ese Cody —dijo el detective—. Figura en el registro.

—No use usted expresiones americanas. —dijo Sneed, enojado.

—De todos modos —respondió el otro ligeramente molesto, pues había permanecido dos años en Nueva York y añadido algunos términos policíacos de aquel país a su vocabulario—, figura en el Record Office. Estuvo convicto, hace veinticinco años, de haber obtenido dinero por medios ilegales con el nombre de Bertram. Fue uno de los primeros individuos que fundaron en Inglaterra el sistema de enseñanza por correspondencia, y sacó mil libras a un desgraciado con la promesa de enseñarle el hipnotismo. El y su compañero Stalletti fueron detenidos; pero Stalletti escapó.

—¿Stalletti? —dijo Sneed, sorprendido—. ¿El doctor italiano?

-—El mismo —afirmó el inspector Wilson—. Si usted recuerda, Stalletti fue detenido años más tarde por practicar la vivisección sin licencia. Es muy inteligente ese demonio de Stalletti.

—Inteligente no es la palabra. ¿De modo que se conocían...?

—Exacto. Stalletti venía aquí dos veces por semana. He hablado con algunos de sus criados, a quienes dio permiso para salir aquella noche, diciéndoles que no regresasen hasta las diez de la mañana. Por lo visto, iba a ocurrir algo raro y ellos debían estar lejos de la casa.

Sneed le estrechó la mano solemnemente. —Ha realizado usted el verdadero trabajo del detective —le dijo—. Yo también descubrí lo mismo antes de ir a la casa aquella noche... Por supuesto, Dick Martin ha estado aquí. Ha ido a Horsham para adquirir tres nuevos neumáticos. Me encargó le dijese a usted que le espere.

Sneed se dirigió a la puerta de la casa. A los pocos minutos de espera vio llegar a Dick por la carretera en el «auto».

—Suba usted —dijo éste—. Voy a Selford.
Mistress
Lansdown ha llegado hace media hora. ¿Encontró usted a Stalletti?

—No. El pájaro está volando y es muy inteligente.

—No contaría usted con que le esperase, supongo. — ¿Sabe usted que Cody y él eran amigos? Sneed sufrió una decepción al ver que esta noticia no produjo la menor sensación a Dick. Este sabía eso y algo más.

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