La Tentación de Elminster (40 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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—El último —murmuró alguien; el dolor daba una cierta tirantez a la voz.   .

—Entonces encontrad la paz, Hermana Pavorosa —dijo alguien más, tocándola con el negro Bastón Neutralizador que absorbía todo fuego. El tambor tronó una última vez y quedó silencioso; una mano de largas uñas hizo un gesto, y las negras llamas se elevaron atronadoras de una docena de braseros.

Cada brasero del círculo contenía una cabeza decapitada y ennegrecida, y cada lengua de negro fuego se elevaba en una retorcida columna para alimentar una negra esfera situada en lo alto.

El Aposento Sagrado de Shar, la estancia más venerada de la Casa de la Noche Sagrada, se encontraba realmente atestado. Todas las crueles y poderosas sacerdotisas mayores de Shar se hallaban allí reunidas con sus túnicas negras y moradas. Todas ellas chorreaban sangre por heridas abiertas, todas ellas tenían la mirada brillante y excitada, y toda su atención estaba fija ahora en la esfera que se alzaba enorme sobre sus cabezas, tan alta como seis hombres.

Algo hizo una breve aparición en el interior de la esfera: un brazo humano de piel blanca, delgado y femenino, que se cerraba inútilmente en el vacío. Luego se distinguió un codo y, de improviso, la cabeza y hombros de una mujer humana que se debatía débilmente. Todo lo que podía verse de ella estaba desnudo, y la mujer se debatía entre las llamas, aparentemente ciega, con la desesperación escrita claramente en el rostro; los ojos eran oscuros pozos desorbitados, y la boca se abría en un interminable y mudo grito.

Se produjo un murmullo de perplejidad y sorpresa entre las sacerdotisas reunidas, y la más alta de ellas, resplandeciente en su astado tocado negro y su manto de profundo tono morado, se adelantó y descargó con brutal violencia la larga tralla que sostenía sobre la espalda desnuda de un hombre arrodillado bajo la esfera. Gotas de sudor salieron despedidas por todas partes; el hombre estaba empapado y su cuerpo relucía.

—Explícate, Gran Hermano Pavoroso —ordenó la Dama Tenebrosa de la Casa, con voz tajante—. Se nos prometió por tu parte... y, en una comunicación, por la misma Llama de las Tinieblas... que nuestros esfuerzos nos traerían gran poder y oportunidades. Incluso si esta joven es alguna gran reina de Faerun, no veo poder ni oportunidades aquí excepto la sórdida hazaña de apoderarnos de un territorio y sus arcas. Explícate bien y con rapidez... y vivirás.

El sacerdote mayor de la Casa contempló la forcejeante figura de la esfera al tiempo que dejaba caer las manos a los costados; luego se desplomó de espaldas en el suelo, agotado. Por entre sus jadeos, las sacerdotisas distinguieron el brillante centelleo de su sonrisa.

—Es un éxito, Tenebrosa Señora —anunció cuando consiguió reunir el aliento necesario—. Esto es un avatar de la diosa Mystra, aunque con mucho menor poder que la mayoría de los que ella envía. No podemos dañarlo sin liberar magia demasiado violenta para que ni siquiera todos nosotros juntos podamos controlarla; pero, mientras lo mantengamos atrapado de este modo, podemos interceptar el Tejido cada vez que el avatar intente usarlo, y así obtener magia con la que dar poder a hechizos aprendidos, y conjurarlos, como hacen los hechiceros. Este avatar debe de haber quedado corrompido por sus flirteos con Bane... Hay aquí una debilidad permanente, creo.

—Ya habrá tiempo para tales reflexiones luego —intervino la Dama Tenebrosa Avroana con firmeza. Su voz seguía siendo fría y mordaz, pero la expresión ansiosa de su rostro y los golpes que se asestaba con el látigo en el muslo en lugar de hacerlo contra el rostro del Gran Hermano Narlkond traicionaban su nerviosismo y aprobación—. Háblame de esos hechizos. Nos sentamos y estudiamos como hacen los magos, y llenamos con ellos nuestras mentes... y luego ¿qué?

—Ningún poder fluirá al interior de estos esquemas memorizados hasta que nuestra cautiva que se encuentra ahí no intente tocar el Tejido —respondió el sacerdote mayor, rodando por el suelo para arrodillarse de cara a ella—, cosa que sucede cada pocas horas. El avatar parece incapaz de no intentarlo, ya que ésa es su naturaleza esencial, y...

—¿Cuánto tiempo podemos mantener esta situación? —le espetó Avroana, indicando la esfera con el látigo.

—Mientras dispongamos de entusiastas creyentes en la Madre Tenebrosa que nos provean con sus cabezas.

—Se ha convocado a muchos más aquí —repuso la Señora Tenebrosa, en tanto que sus labios dibujaban, por un breve instante, una sonrisa tan fría como el hielo glacial que sella una tumba norteña—. Se les ha dicho que organizamos una cruzada santa.

—Señora Tenebrosa —contestó el Gran Hermano Narlkond, con una leve sonrisa propia—, eso hacemos.

—Esto es lo que en lengua humana se denominaría el Árbol Atalaya —dijo el elfo de la luna, sentándose sobre una enorme hoja, que de inmediato se arrolló y dobló a su alrededor para formar un lecho que lo sostuvo como una mano suave y gigante.

Umbregard paseó la mirada con asombro por el panorama que se le ofrecía por entre las grandes ramas que se separaban en el punto donde ellos estaban, para elevarse todavía más en el frío aire.

—Por los dioses —exclamó—, ¡eso son nubes! ¡Estamos contemplando nubes a nuestros pies!

—Sólo la clase de nubes que flotan más bajas —explicó Quiebraestrella con una sonrisa—. Veo que no lo sabías. Sí, distintas clases de nubes flotan a niveles diferentes, lo mismo que los peces de los lagos eligen niveles en el agua que mejor les convengan.

—¿Peces...? —inquirió el mago humano; luego sonrió ampliamente y añadió—: No importa; nos estamos alejando de mis preguntas originales.

—¿Comprendes ahora cómo fue que los humanos estudiaron en Myth Drannor durante siglos —dijo él, devolviéndole la sonrisa—, y aun así algunos de ellos sólo consiguieron aprender un puñado de los hechizos que habían ido a buscar? A los mejores ni siquiera les importó.

—Cómo me habría gustado estar allí —dijo Umbregard, suspirando con ansia, al tiempo que meneaba la cabeza y se sentaba con cuidado sobre otra hoja. Ésta lo hizo caer rápidamente hasta su parte central (el mago sólo tuvo tiempo para lanzar el más breve de los murmullos de sorpresa) y se plegó a su alrededor, para dejarlo sentado en una posición derecha, cómodamente entronizado.

»Vaya —comentó, agradablemente sorprendido, en tanto que Quiebraestrella reía por lo bajo—. Agradable, muy agradable. —Contempló el asiento del elfo, que mantenía toda su viveza y frescura y seguía sujeto al gigantesco árbol de sombra al que tan laboriosamente habían ascendido por una escalera de caracol que había parecido interminable—. Supongo que no existe la posibilidad de obtener una silla como ésta en ninguna otra parte que no sea la Corte Elfa...

—Ninguna —repuso Quiebraestrella con una amplia sonrisa—, en absoluto. Lo siento.

—No pareces lamentarlo en absoluto —bufó Umbregard—. ¿Por qué tuvimos que sudar como locos para subir hasta aquí, un peldaño tras otro durante una eternidad? ¿Qué hay de malo en usar hechizos para volar?

—El árbol necesitaba conocerte —le explicó su anfitrión elfo—. De lo contrario, cuando te sentaste ahora mismo, probablemente te habría lanzado por los aires hacia esas nubes... y yo no habría tenido a ningún hechicero humano con el que charlar esta tarde.

Umbregard se estremeció ante la visión de sí mismo arrojado al aire, antes de iniciar el terrible y largo picado hasta el suelo...

—¡Aaah! —aulló, agitando las manos para dispersar aquella visión—. ¡Dioses! ¡Fuera, fuera! ¡Regresemos a nuestra conversación! Cuando comíamos... ¡ohh, esa jalea de árbol! ¿Cómo con...? No. Más tarde, ya preguntaré eso más tarde. Ahora quiero saber por qué dijiste, mientras comíamos, que Elminster corre tanto peligro ahora... y que al mismo tiempo está muy cerca de convertirse en un peligro mayor aun para todos nosotros. ¿Por qué?

Quiebraestrella echó una mirada por encima de kilómetros de verdor en dirección a la lejana línea de las montañas durante un instante antes de contestar:

—Cualquier mago humano que viva tantos años como este Elminster deja tras de sí a la mayoría de los enemigos humanos que se ha creado, pues éstos acaban muriendo en tanto que él permanece vivo. Su misma longevidad y poder lo convierte en un objetivo natural para aquellos miembros de todas las razas que deseen apoderarse de él, o arrebatarle sus poderes, o sus supuestas riquezas y objetos mágicos. Tales peligros acechan a todos los magos que hayan obtenido cierto éxito.

Umbregard asintió, y su anfitrión prosiguió:

—Es razonable suponer que un hechicero de mayor éxito atrae mayor atención, y por lo tanto adversarios más poderosos, ¿no?

Umbregard volvió a asentir y se inclinó hacia adelante, lleno de avidez.

—¿Me vas a hablar de algunos adversarios misteriosos a los que se está enfrentando Elminster ahora?

Quiebraestrella sonrió.

—¿Cómo los phaerimm, los malaugrym, e incluso tal vez los sharn? No.

—¿Lo phaerr...? —El mago frunció el entrecejo.

—Si te hablo de ellos —indicó Quiebraestrella con una risa divertida—, dejarán de ser misteriosos, ¿no es así? Por si fuera poco, vivirías el resto de tus días atemorizado, y nadie te creerá cuando hables sobre ellos. Cada vez que los menciones aumentarán las posibilidades de que uno de ellos acabe por decidir que es necesario silenciarte... y de este modo poner un fin brutal a la vida de Umbregard. No, olvídalos. Es un buen ejercicio para los magos, olvidar y dejar pasar cosas que les interesan. Algunos jamás aprenden cómo hacerlo, y mueren mucho antes de lo que debieran.

Umbregard abrió la boca para decir algo, y volvió a cerrarla. Luego dijo casi con enojo:

—Bien pues, si no vamos a hablar de enemigos, ¿qué peligro especial acecha a Elminster?

Una menuda y bien arrollada hoja situada junto al codo de Quiebraestrella se abrió para mostrar dos cuencos de cristal llenos de lo que parecía agua. Le pasó uno de los cuencos al mago y ambos bebieron.

Era agua, y la más fría y cristalina que Umbregard había probado nunca. Mientras se deslizaba por todos los rincones de su cuerpo, se sintió de repente bien despierto y lleno de energía. Volvió la cabeza para comentar lo bien que se sentía pero, al clavar la mirada en los ojos de su compañero, vio la tristeza pintada en ellos y esperó a que el elfo de la luna contestara:

—Él mismo.

—¿Él mismo? —Por los dioses, ¿se había visto reducido a ser un eco? ¿Y era ésa la sexta tarde que pasaba en compañía de Quiebraestrella... o la séptima?

Sí; era como un niño pequeño invitado a la conversación de los adultos, que contemplaba por vez primera una visión más amplia y severa de Faerun. Con un repentino esfuerzo, Umbregard reprimió su lengua y se inclinó al frente para escuchar.

El elfo lo recompensó con una leve sonrisa y añadió:

—Con todos los amigos, amantes, enemigos, e incluso reinos de su juventud desaparecidos, Elminster se sentirá cada vez más solo y, como sucede con los humanos, solitario. Se aferrará a aquello que le queda; su poder y logros en el arte de la magia, y empezará a sentirse irritado por el trato que le ha robado su juventud, y todas las cosas que podría haber hecho, pero no hizo. En resumidas cuentas, empezará a sentirse descontento al servicio de Mystra.

—¡No! Tú mismo lo dijiste: el amor...

—Es la forma de actuar de los humanos —continuó Quiebraestrella con calma—, y la de todos nosotros, en diferentes momentos de nuestras vidas... Pero ahora soy yo quien se aparta del tema. En pocas palabras, Elminster se encontrará por vez primera en su papel de mago poderoso, listo para prestar atención a tentaciones.

—¿Tentaciones?

—Oportunidades para usar su poder como le parezca, sin las órdenes o restricciones decretadas por otros. El deseo de hacer aquello que desee, sin prestar atención a las consecuencias, sean éstas buenas o malas, aplastando a todo el que se alce contra él. Hacer todo aquello que se le haya pasado en algún momento por la mente, llevar a cabo todos sus caprichos.

—¿Y entonces?

—Y entonces, mientras se dedica a ello, todo ser vivo sobre el hermoso Toril deberá agazaparse y esconderse... pues ¿qué destino sufriría Umbregard, si a un Elminster de paso se le ocurre de repente que un puñado de las tripas de Umbregard pueden ser un buen juguete, o una agradable comida?

El elfo dejó que sus palabras flotaran en el vacío durante un tiempo, a la espera de que su acompañante hablara.

El hechicero humano no tardó demasiado en hacerlo.

—¿Me estás diciendo —inquirió en voz baja— que nosotros... yo o alguien, debe proponerse destruir a Elminster ahora, para salvar a todo Toril?

Quiebraestrella sacudió al cabeza casi fatigosamente.

—¿Por qué será que a los humanos les gusta tanto esa palabra? ¡Destruir! —Volvió a depositar su cuenco de agua en la hoja y repuso con una sonrisa—: Si tuvieras éxito, Umbregard
el Poderoso
; dime tú entonces: ¿quién protegería a Toril de ti?

«Si yo un Asesino al acecho fuera, querría una madriguera...»

—Dulce Mystra —murmuró Elminster, sonriendo a pesar suyo—, hagas lo que hagas, no permitas que jamás intente convertirme en bardo. —Dio otro paso a lo largo de la derrumbada pared de las ruinas, y el chirrido de sus botas sobre las húmedas hojas muertas resonó con inusitada fuerza en el espectral silencio del vacío bosque.

De algún modo sabía que aquel alcázar desmoronado tenía que estar ligado a lo que fuera que mataba a la gente y a las criaturas del bosque de los alrededores. Lo había sentido con toda claridad mientras seguía la carretera de la costa, llamándolo hacia allí, llamándolo...

Se detuvo y alzó la mirada para contemplar con fiereza las mohosas piedras. ¿Estaría acaso bajo el influjo de un hechizo, que lo arrastraba hasta ese lugar?

Sin duda habría percibido cualquier clase de atracción o sugestión...

De improviso, El dio media vuelta y regresó sobre sus pasos por el hundido puente, alejándose de las ruinas sin aflojar el ritmo. Volvió la cabeza una vez, sólo para asegurarse de que nada se abalanzaba sobre su espalda, pero todo parecía tan tranquilo como antes. Aun así, seguía sintiéndose vigilado.

Estudió los dentados restos de los muros durante un buen rato, pero nada se movió y nada pareció cambiar. Con un encogimiento de hombros, dio la vuelta otra vez y volvió a descender por el sendero.

No había ido muy lejos cuando lo vio por el rabillo del ojo —lo esperaba pero no era exactamente lo que había esperado—: una mujer que lo observaba por entre dos foscos. Dio una vuelta completa sobre sus talones, pero no vio a ningún humano que lo observara, ni a nadie que revoloteara de árbol en árbol o se agazapara en cualquier hondonada. Además, de haber existido tal movimiento, habría oído el crujido de las hojas secas.

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