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Authors: Miguel de Unamuno

La tía Tula (2 page)

BOOK: La tía Tula
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Y nada más, que no debo hacer una novela sobre otra novela.

En Salamanca, ciudad, en el día de los Desposorios de Nuestra Señora del año de gracia milésimo novecentésimo y vigésimo.

I

Era a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con ella, a quien ceñían aquellas ansiosas miradas que les enderezaba Ramiro. O, por lo menos, así lo creían ambos, Ramiro y Rosa, al atraerse el uno al otro.

Formaban las dos hermanas, siempre juntas, aunque no por eso unidas siempre, una pareja al parecer indisoluble, y como un solo valor. Era la hermosura espléndida y algún tanto provocativa de Rosa, flor de carne que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento, la que llevaba de primera vez las miradas a la pareja; pero eran luego los ojos tenaces de Gertrudis los que sujetaban a los ojos que se habían fijado en ellos y los que a la par les ponían raya. Hubo quien al verlas pasar preparó algún chicoleo un poco más subido de tono; mas tuvo que contenerse al tropezar con el reproche de aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban mudamente de seriedad. «Con esta pareja no se juega», parecía decir con sus miradas silenciosas.

Y bien miradas y de cerca aún despertaba más Gertrudis el ansia de goce. Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y toda luz la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas.

Pero Ramiro, que llevaba el alma toda a flor de los ojos, no creyó ver más que a Rosa, y a Rosa se dirigió desde luego.

—¿Sabes que me ha escrito? —le dijo esta a su hermana.

—Sí, vi la carta.

—¿Cómo? ¿Que la viste? ¿Es que me espías?

—¿Podía dejar de haberla visto? No, yo no espío nunca, ya lo sabes, y has dicho eso no más que por decirlo...

—Tienes razón, Tula; perdónamelo.

—Sí, una vez más, porque tú eres así. Yo no espío, pero tampoco oculto nunca nada. Vi la carta.

—Ya lo sé; ya lo sé...

—He visto la carta y la esperaba.

—Y bien, ¿qué te parece— de Ramiro?

—No le conozco.

—Pero no hace falta conocer a un hombre para decir lo que le parece a una de él.

—A mí, sí.

—Pero lo que se ve, lo que está a la vista...

—Ni de eso puedo juzgar sin conocerle.

—¿Es que no tienes ojos en la cara?

—Acaso no los tenga así ...; ya sabes que soy corta de vista.

—¡Pretextos! Pues mira, chica, es un guapo mozo.

—Así parece.

—Y simpático.

—Con que te lo sea a ti, basta.

—Pero ¿es que crees que le he dicho ya que sí?

—Sé que se lo dirás al cabo, y basta.

—No importa; hay que hacerle esperar y hasta rabiar un poco...

—¿Para qué?

—Hay que hacerse valer.

—Así no te haces valer, Rosa; y ese coqueteo es cosa muy fea.

—De modo que tú...

—A mí no se me ha dirigido.

—¿Y si se hubiera dirigido a ti?

—No sirve preguntar cosas sin sustancia.

—Pero tú, si a ti se te dirige, ¿qué le habrías contestado?

—Yo no he dicho que me parece un guapo mozo y que es simpático, y por eso me habría puesto a estudiarle...

—Y entretanto si iba a otra...

—Es lo más probable.

—Pues así, hija, ya puedes prepararte...

—Sí, a ser tía.

—¿Cómo tía?

—Tía de tus hijos, Rosa.

—¡Eh, qué cosas tienes! —y se quebró la voz.

—Vamos, Rosita, no te pongas así, y perdóname —le dijo dándole un beso.

—Pero si vuelves...

—¡No, no volveré!

—Y bien, ¿qué le digo?

—¡Dile que sí!

—Pero pensará que soy demasiado fácil...

—¡Entonces dile que no!

—Pero es que...

—Sí, que te parece un guapo mozo y simpático. Dile, pues, que sí y no andes con más coqueterías, que eso es feo. Dile que sí. Después de todo, no es fácil que se te presente mejor partido. Ramiro está muy bien, es hijo solo...

—Yo no he hablado de eso.

—Pero yo hablo de ello, Rosa, y es igual.

—¿Y no dirán, Tula, que tengo ganas de novio?

—Y dirán bien.

—¿Otra vez, Tula?

—Y ciento. Tienes ganas de novio y es natural que las tengas. ¿Para qué si no te hizo Dios tan guapa?

—¡Guasitas no! ,

—Ya sabes que yo no me guaseo. Parézcanos bien o mal, nuestra carrera es el matrimonio o el convento; tú no tienes vocación de monja; Dios te hizo para el mundo y el hogar..., vamos, para madre de familia... No vas a quedarte a vestir imágenes. Dile, pues, que sí.

—¿Y tú?

—¿Cómo yo?

—Que tú, luego...

—A mí déjame.

Al día siguiente de estas palabras estaban ya en lo que se llaman relaciones amorosas Rosa y Ramiro.

Lo que empezó a cuajar la soledad de Gertrudis.

Vivían las dos hermanas, huérfanas de padre y madre desde muy niñas, con un tío materno, sacerdote, que no las mantenía, pues ellas disfrutaban de un pequeño patrimonio que les permitía sostenerse en la holgura de la modestia, pero les daba buenos consejos a la hora de comer, en la mesa, dejándolas, por lo demás, a la guía de su buen natural. Los buenos consejos eran consejos de libros, los mismos que le servían a don Primitivo para formar sus escasos sermones.

«Además —se decía a sí mismo con muy buen acierto don Primitivo—, ¿para qué me voy a meter en sus inclinaciones y sentimientos íntimos? Lo mejor es no hablarlas mucho de eso, que se les abre demasiado los ojos. Aunque... ¿abrirles? ¡Bah!, bien abiertos los tienen, sobre todo las mujeres. Nosotros los hombres no sabemos una palabra de esas cosas. Y los curas, menos. Todo lo que nos dicen los libros son pataratas. ¡Y luego, me mete un miedo esa Tulilla...! Delante de ella no me atrevo..., no me atrevo... ¡Tiene unas preguntas la mocita! Y cuando me mira tan seria, tan seria..., con esos ojazos tristes —los de mi hermana, los de mi madre. ¡Dios las tenga en su santa gloria!—. ¡Esos ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón...! Muy serios, sí, pero riéndose con el rabillo. Parecen decirme: "¡No diga usted más bobadas, tío!" ¡El demonio de la chiquilla! ¡Todavía me acuerdo el día en que se empeñó en ir, con su hermana, a oírme aquel sermoncete; el rato que pasé, Jesús Santo! ¡Todo se me volvía apartar mis ojos de ella por no cortarme; pero nada, ella tirando de los míos! Lo mismo, lo mismito me pasaba con su santa madre, mi hermana, y con mi santa madre, Dios las tenga en su gloria. Jamás pude predicar a mis anchas delante de ellas, y por eso les tenía dicho que no fuesen a oírme. Madre iba, pero iba a hurtadillas, sin decírmelo, y se ponía detrás de la columna, donde yo no la viera, y luego no me decía nada de mi sermón. Y lo mismo hacía mi hermana. Pero yo sé lo que esta pensaba, aunque tan cristiana, lo sé. "¡Bobadas de hombres!" Y lo mismo piensa esta mocita, estoy de ello seguro. No, no, ¿delante de ella predicar? ¿Yo? ¿Darle consejos? Una vez se le escapó lo de ¡bobadas de hombres!, y no dirigiéndose a mí, no; pero yo le entiendo...»

El pobre señor tenía un profundísimo respeto, mezclado de admiración, por su sobrina Gertrudis. Tenía el sentimiento de que la sabiduría iba en su linaje por vía femenina, que su madre había sido la providencia inteligente de la casa en que se crió, que su hermana lo había sido en la suya, tan breve. Y en cuanto a su otra sobrina, a Rosa, le bastaba para protección y guía con su hermana. «Pero qué hermosa la ha hecho Dios, Dios sea alabado —se decía—; esta chica o hace un gran matrimonio, con quien ella quiera, o no tienen los mozos de hoy ojos en la cara.»

Y un día fue Gertrudis la que, después que Rosa se levantó de la mesa fingiendo sentirse algo indispuesta, al quedarse a solas con su tío, le dijo:

—Tengo que decirle a usted, tío, una cosa muy grave. —Muy grave..., muy grave... —y el pobre señor se azaró, creyendo observar que los rabillos de los ojazos tan serios de su sobrina reían maliciosamente.

—Sí, muy grave.

—Bueno, pues desembucha, hija, que aquí estamos los dos para tomar un consejo.

—El caso es que Rosa tiene ya novio.

—¿Y no es más que eso?

—Pero novio formal, ¿eh?, tío.

—Vamos, sí, para que yo los case.

—¡Naturalmente!

—Y a ti, ¿qué te parece de él?

—Aún no ha preguntado usted quién es...

—¿Y qué más da, si yo apenas conozco a nadie? A ti, ¿qué te parece de él?, contesta.

—Pues tampoco yo le conozco.

—Pero ¿no sabes quién es, tú?

—Sí, sé cómo se llama y de qué familia es y...

—¡Basta! ¿Qué te parece?

—Que es un buen partido para Rosa y que se querrán.

—Pero ¿es que no se quieren ya?

—Pero ¿cree usted, tío, que pueden empezar queriéndose?

—Pues así dicen, chiquilla, y hasta que eso viene como un rayo...

—Son decires, tío.

—Así será; basta que tú lo digas.

—Ramiro..., Ramiro Cuadrado...

—Pero ¿es el hijo de doña Venancia, la viuda? ¡Acabáramos! No hay más que hablar.

—A Ramiro, tío, se le ha metido Rosa por los ojos y cree estar enamorado de ella...

—Y lo estará, Tulilla, lo estará...

—Eso digo yo, tío, que lo estará. Porque como es hombre de vergüenza y de palabra, acabará por cobrar cariño a aquella con la que se ha comprometido ya. No le creo hombre de volver atrás.

—¿Y ella?

—¿Quién? ¿Mi hermana? A ella le pasará lo mismo.

—Sabes más que san Agustín, hija.

—Esto no se aprende, tío.

—¡Pues que se casen, los bendigo y sanseacabó!

—¡O sanseempezó! Pero hay que casarlos y pronto. Antes que él se vuelva...

—Pero ¿temes tú que él pueda volverse ...?

—Yo siempre temo de los hombres, tío.

—¿Y de las mujeres no?

—Esos temores deben quedar para los hombres. Pero sin ánimo de ofender al sexo... fuerte, ¿no se dice así?, le digo que la constancia, que la fortaleza está más bien de parte nuestra...

—Si todas fueran como tú, chiquilla, lo creería así, pero...

—¿Pero qué?

—¡Que tú eres exceptional, Tulilla!

—Le he oído a usted más de una vez, tío, que las excepciones confirman la regla.

—Vamos, que me aturdes... Pues bien, los casaremos, no sea que se vuelva él... o ella...

Por los ojos de Gertrudis pasó como la sombra de una nube de borrasca, y si se hubiera podido oír el silencio habríanse oído que en las bóvedas de los sótanos de su alma resonaba como un eco repetido y que va perdiéndose a lo lejos aquello de «o ella ...» .

II

Pero ¿qué le pasaba a Ramiro, en relaciones ya, y en relaciones formales, con Rosa, y poco menos que entrando en la casa? ¿Qué dilaciones y qué frialdades eran aquéllas?

—Mira, Tula, yo no le entiendo; cada vez le entiendo menos. Parece que está siempre distraído y como si estuviese pensando en otra cosa —o en otra persona, ¡quién sabe!— o temiendo que alguien nos vaya a sorprender de pronto. Y cuando le tiro algún avance y le hablo, así como quien no quiere la cosa, del fin que deben tener nuestras relaciones, hace como que no oye y como si estuviera atendiendo a otra...

—Es porque le hablas como quien no quiere la cosa. Háblale como quien la quiere...

—¡Eso es, y que piense que tengo prisa por casarme!

—¡Pues que lo piense! ¿No es acaso así?

—Pero ¿crees tú, Tula, que yo estoy rabiando por casarme?

—¿Le quieres?

—Eso nada tiene que ver...

—¿Le quieres, di?

—Pues mira...

—¡Pues mira, no! ¿Le quieres? ¡Sí o no!

Rosa bajó la frente con los ojos, arrebolóse toda y llorándole la voz tartamudeó:

—Tienes unas cosas, Tula; ¡pareces un confesor!

Gertrudis tomó la mano de su hermana, con otra le hizo levantar la frente, le clavó los ojos en los ojos y le dijo:

—Vivimos solas, hermana...

—¿Y el tío?

—Vivimos solas, te he dicho. Las mujeres vivimos siempre solas. El pobre tío es un santo, pero un santo de libro, y aunque cura, al fin y al cabo hombre.

—Pero confiesa...

—Acaso por eso sabe menos. Además, se le olvida. Y así debe ser. Vivimos solas, te he dicho. Y ahora lo que debes hacer es confesarte aquí, pero confesarte a ti misma. ¿Le quieres?, repito.

La pobre Rosa se echó a llorar.

—¿Le quieres? —sonó la voz implacable.

Y Rosa llegó a fingirse que aquella pregunta, en una voz pastosa y solemne y que parecía venir de las lontananzas de la vida común de la pureza, era su propia voz, era acaso la de su madre común.

—Sí, creo que le querré... mucho..., mucho... —exclamó en voz baja y sollozando.

—¡Sí, le querrás mucho y él te querrá más aún!

—¿Y cómo lo sabes?

—Yo sé que te querrá.

—Entonces, ¿por qué está distraído?, ¿por qué rehúye el que abordemos lo del casorio?

—¡Yo le hablaré de eso, Rosa, déjalo de mi cuenta!

—¿Tú?

—¡Yo, sí! ¿Tiene algo de extraño?

—Pero...

—A mí no puede cohibirme el temor que a ti te cohíbe.

—Pero dirá que rabio por casarme.

—¡No, no dirá eso! Dirá, si quiere, que es a mí a quien me conviene que tú te cases para facilitar así el que se me pretenda o para quedarme a mandar aquí sola; y las dos cosas son, como sabes, dos disparates. Dirá lo que quiera, pero yo me las arreglaré.

Rosa cayó en brazos de su hermana, que le dijo al oído:

—Y luego, tienes que quererle mucho, ¿eh?

—¿Y por qué me dices tú eso, Tula?

—Porque es tu deber.

Y al otro día, al ir Ramiro a visitar a su novia, encontróse con la otra, con la hermana. Demudósele el semblante y se le vio vacilar. La seriedad de aquellos serenos ojazos de luto le concentró la sangre toda en el corazón.

—¿Y Rosa? —preguntó sin oírse.

—Rosa ha salido y soy yo quien tengo ahora que hablarte.

—¿Tú? —dijo con labios que le temblaban.

—¡Sí, yo!

—¡Grave te pones, chica! —y se esforzó en reírse.

—Nací con esa gravedad encima, dicen. El tío asegura que la heredé de mi madre, su hermana, y de mi abuela, su madre. No lo sé, ni me importa. Lo que sí sé es que me gustan las cosas sencillas y derechas y sin engaño.

—¿Por qué lo dices, Tula?

—¿Y por qué rehúyes hablar de vuestro casamiento a mi hermana? Vamos, dímelo, ¿por qué?

El pobre mozo inclinó la frente arrebolada de vergüenza. Sentíase herido por un golpe inesperado.

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