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Authors: Miguel de Unamuno

La tía Tula (6 page)

BOOK: La tía Tula
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IX

Y empezó una vida de triste desasosiego, de interna lucha en aquel hogar. Ella defendíase con los niños, a los que siempre procuraba tener presentes, y le excitaba a él a que saliese a distraerse. Él, por su parte, extremaba sus caricias a los hijos y no hacía sino hablarles de su madre, de su pobre madre. Cogía a la niña y allí, delante de la tía, se la devoraba a besos.

—No tanto, hombre, no tanto, que así no haces sino molestar a la pobre criatura. Y eso, permíteme que te lo diga, no es natural. Bien está que hagas que me llamen tía y no mamá, pero no tanto; repórtate.

—¿Es que yo no he de tener el consuelo de mis hijos?

—Sí, hijo, sí; pero lo primero es educarlos bien.

—¿Y así?

—Hartándoles de besos y de golosinas se les hace débiles. Y mira que los niños adivinan...

—Y qué culpa tengo yo...

—¿Pero es que puede haber para unos niños, hombre de Dios, un hogar mejor que este? Tienen hogar, verdadero hogar, con padre y madre, y es un hogar limpio, castísimo, por todos cuyos rincones pueden andar a todas horas, un hogar donde nunca hay que cerrarles puerta alguna, un hogar sin misterios. ¿Quieres más?

Pero él buscaba acercarse a ella, hasta rozarla. Y alguna vez le tuvo que decir en la mesa:

—No me mires así, que los niños ven.

Por las noches solía hacerles rezar por mamá Rosa, por mamita, para que Dios la tuviese en su gloria. Y una noche, después de este rezo y hallándose presente el padre, añadió:

—Ahora, hijos míos, un padrenuestro y avemaría por papá también.

—Pero papá no se ha muerto, mamá Tula.

—No importa, porque se puede morir..

—Eso, también tú.

—Es verdad; otro padrenuestro y avemaría por mí entonces.

Y cuando los niños se hubieron acostado, volviéndose a su cuñado le dijo secamente:

—Esto no puede ser así. Si sigues sin reportarte tendré que marcharme de esta casa aunque Rosa no me lo perdone desde el cielo.

—Pero es que...

—Lo dicho; no quiero que ensucies así, ni con miradas, esta casa tan pura y donde mejor pueden criarse las almas de tus hijos. Acuérdate de Rosa.

—¿Pero de qué crees que somos los hombres?

—De carne y muy brutos.

—¿Y tú, no te has mirado nunca?

—¿Qué es eso? —y se le demudó el rostro sereno.

—Que aunque no fueses, como en realidad lo eres, su madre, ¿tienes derecho, Gertrudis, a perseguirme con tu presencia? ¿Es justo que me reproches y estés llenando la casa con tu persona, con el fuego de tus ojos, con el son de tu voz, con el imán de tu cuerpo lleno de alma, pero de un alma llena de cuerpo?

Gertrudis, toda encendida, bajaba la cabeza y se callaba, mientras le tocaba a rebato el corazón.

—¿Quién tiene la culpa de esto?, dime.

—Tienes razón, Ramiro, y si me fuese, los niños piarían por mí, porque me quieren...

—Más que a mí —dijo tristemente el padre.

—Es que yo no les besuqueo como tú ni les sobo, y cuando les beso, ellos sienten que mis besos son más puros, que son para ellos solos...

—Y bien, ¿quién tiene la culpa de esto?, repito.

—Bueno, pues. Espera un año, esperemos un año; déjame un año de plazo para que vea claro en mí, para que veas claro en ti mismo, para que te convenzas...

—Un año..., un año...

—¿Te parece mucho?

—¿Y luego, cuando se acabe?

—Entonces... veremos...

—Veremos..., veremos...

—Yo no te prometo más.

—Y si en este año...

—¿Qué? Si en este año haces alguna tontería...

—¿A qué llamas hacer una tontería?

—A enamorarte de otra y volverte a casar.

—Eso... ¡nunca!

—Qué pronto lo dijiste...

—Eso... ¡nunca!

—¡Bah!, juramentos de hombres...

—Y si así fuese, ¿quién tendrá la culpa?

—¿Culpa?

—¡Sí, la culpa!

—Eso sólo querría decir...

—¿Qué?

—Que no la quisiste, que no la quieres a tu Rosa como ella te quiso a ti, como ella te habría querido de haber sido ella la viuda.

—No, eso querría decir otra cosa, que no es...

—Bueno, basta. ¡Ramirín!, ¡ven acá, Ramirín! Anda, corre.

Y así se aplacó aquella lucha.

Y ella continuaba su labor de educar a sus sobrinos.

No quiso que a la niña se le ocupase demasiado en aprender costura y cosas así. «¿Labores de su sexo? —decía—, no, nada de labores de su sexo; el oficio de una mujer es hacer hombres y mujeres, y no vestirlos.»

Un día que Ramirín soltó una expresión soez que había aprendido en la calle y su padre iba a reprenderle, interrumpióle Gertrudis, diciéndole bajo. «No, dejarlo; hay que hacer como si no se ha oído; debe de haber un mundo de que ni para condenarlo hay que hablar aquí.»

Una vez que oyó decir de una que se quedaba soltera que quedaba para vestir santos, agregó: «¡O para vestir almas de niños!»

—Tulita es mi novia —dijo una vez Ramirín.

—No digas tonterías; Tulita es tu hermana.

—¿Y no puede ser novia y hermana?

—No.

—¿Y qué es ser hermana?

—¿Ser hermana? Ser hermana es...

—Vivir en la misma casa —acabó la niña.

Un día llegó la niña llorando y mostrando un dedo en que le había picado una abeja. Lo primero que se le ocurrió a la tía fue ver si con su boca, chupándoselo, podía extraerle el veneno como había leído que se hace con el de ciertas culebras. Luego declararon los niños, y se les unió el padre, que no dejarían viva a ninguna de las abejas que venían al jardín, que las perseguirían a muerte.

—No, eso sí que no —exclamó Gertrudis—; a las abejas no las toca nadie.

—¿Por qué? ¿Por la miel? —preguntó Ramiro.

—No las toca nadie, he dicho.

—Pero si no son madres, Gertrudis.

—Lo sé, lo sé bien. He leído en uno de esos libros tuyos lo que son las abejas, lo he leído. Sé lo que son las abejas estas, las que, pican y hacen la miel; sé lo que es la reina y sé también lo que son los zánganos.

—Los zánganos somos nosotros, los hombres.

—¡Claro está!

—Pues mira, voy a meterme en política; me van a presentar candidato a diputado provincial.

—¿De veras? —preguntó Gertrudis, sin poder disimular su alegría.

—¿Tanto te place?

—Todo lo que te distraiga.

—Faltan once meses, Gertrudis...

—¿Para qué?, ¿para la elección?

—¡Para la elección, sí!

X

Y era lo cierto que en el alma cerrada de Gertrudis se estaba desencadenando una brava galerna. Su cabeza reñía con su corazón, y ambos, corazón y cabeza, reñían en ella con algo más ahincado, más entrañado, más íntimo, con algo que era como el tuétano de los huesos de su espíritu.

A solas, cuando Ramiro estaba ausente del hogar, cogía al hijo de este y de Rosa, a Ramirín, al que llamaba su hijo, y se lo apretaba al seno virgen, palpitante de congoja y henchido de zozobra. Y otras veces se quedaba contemplando el retrato de la que fue, de la que era todavía su hermana y como interrogándole si había querido, de veras, que ella, que Gertrudis, le sucediese en Ramiro. «Sí, me dijo que yo habría de llegar a ser la mujer de su hombre, su otra mujer —se decía—, pero no pudo querer eso, no, no pudo quererlo...; yo, en su caso, al menos, no lo habría querido, no podría haberlo querido... ¿De otra? ¡No, de otra no! Ni después de mi muerte... Ni de mi hermana... ¡De otra, no! No se puede ser más que de una... No, no pudo querer eso; no pudo querer que entre él, entre su hombre, entre el padre de sus hijos y yo se interpusiese su sombra... No pudo querer eso. Porque cuando él estuviese a mi lado, arrimado a mí, carne a carne, ¿quién me dice que no estuviese pensando en ella? Yo no sería sino el recuerdo... ¡algo peor que el recuerdo de la otra! No, lo que me pidió es que impida que sus hijos tengan madrastra. ¡Y lo impediré! Y casándome con Ramiro, entregándole mi cuerpo, y no sólo mi alma, no lo impediría... Porque entonces sí que sería madrastra. Y más si llegaba a darme hijos de mi carne y de mi sangre...» Y esto de los hijos de la carne hacía palpitar de sagrado terror el tuétano de los huesos del alma de Gertrudis, que era toda maternidad, pero maternidad de espíritu.

Y encerrábase en su cuarto, en su recatada alcoba, a llorar al pie de una imagen de la Santísima Virgen Madre, a llorar mientras susurraba: «el fruto de tu vientre...».

Una vez que tenía apretado a su seno a Ramirín, este le dijo:

—¿Por qué lloras, mamita? —pues habíale enseñado a llamarla así.

—Si no lloro...

—Sí, lloras...

—¿Pero es que me ves llorar...?

—No, pero te siento que lloras... Estás llorando...

—Es que me acuerdo de tu madre...

—¿Pues no dices que lo eres tú...?

—Sí, pero de la otra, de mamá Rosa.

—¡Ah, sí!; la que se murió..., la de papá...

—¡Sí la de papá!

—¿Y por qué papá nos dice que no te llamemos mamá, sino tía, tiíta Tula, y tú nos dices que te llamemos mamá y no tía, tiíta Tula...?

—Pero ¿es que papá os dice eso?

—Sí, nos ha dicho que todavía no eras nuestra mamá, que todavía no eres más que nuestra tía...

—¿Todavía?

—Sí, nos ha dicho que todavía no eres nuestra mamá, pero que lo serás... Sí, que vas a ser nuestra mamá cuando pasen unos meses...

«Entonces sería vuestra madrastra», pensó Gertrudis, pero no se atrevió a desnudar este pensamiento pecaminoso ante el niño.

—Bueno, mira, no hagas caso de esas cosas, hijo mío...

Y cuando luego llegó Ramiro, el padre, le llamó aparte y severamente le dijo:

—No andes diciéndole al niño esas cosas. No le digas que yo no soy todavía más que su tía, la tía Tula, y que seré su mamá. Eso es corromperle, eso es abrirle los ojos sobre cosas que no debe ver. Y si lo haces por influir con él sobre mí, si lo haces por moverme...

—Me dijiste que te tomabas un plazo...

—Bueno, si lo haces por eso piensa en el papel que haces hacer a tu hijo, un papel de...

—¡Bueno, calla!

—Las palabras no me asustan, pero lo callaré. Y tú piensa en Rosa, recuerda a Rosa, ¡tu primer... amor!

—¡Tula!

—Basta. Y no busques madrastra para tus hijos, que tienen madre.

XI

«Esto necesita campo», se dijo Gertrudis, a indicó a Ramiro la conveniencia de que todos ellos se fuesen a veranear a un pueblecito costero que tuviese montaña, dominando al mar y por este dominada. Buscó un lugar que no fuese muy de moda, pero donde Ramiro pudiese encontrar compañeros de tresillo, pues tampoco le quería obligado a la continua compañía de los suyos. Era un género de soledad a que Gertrudis temía.

Allí todos los días salían de paseo, por la montaña, dando vistas al mar, entre madroñales, ellos dos, Gertrudis y Ramiro, y los tres niños: Ramirín, Rosita y Elvira. Jamás, ni aun allí donde no los conocían —es decir, allí menos—, se hubiese arriesgado Gertrudis a salir de paseo con su cuñado, solos los dos. Al llegar a un punto en que un tronco tendido en tierra, junto al sendero, ofrecía, a modo de banco rústico, asiento, sentábanse en él ellos dos, cara al mar, mientras.los niños jugaban allí cerca, lo más cerca posible. Una vez en que Ramiro quiso que se sentaran en el suelo, sobre la yerba montañesa, Gertrudis le contestó: «¡No, en el suelo, no! Yo no me siento en el suelo, sobre la tierra, y menos junto a ti y ante los niños...» « Pero si el suelo está limpio... si hay yerba...» « ¡Te he dicho que no me siento así!» «No, la postura no es cómoda...» «¡Peor que incómoda!»

Desde aquel tronco, mirando al mar, hablaban de mil nonadas, pues en cuanto el hombre deslizaba la conversación a senderos de lo por pacto tácito ya vedado de hablar entre ellos, la tía tenía en la boca un « ¡Ramirín!» o «¡Rosita!» o «¡Elvira!». Le hablaba ella del mar y eran sus palabras, que le llegaban a él envueltas en el rumor no lejano de las olas, como la letra vaga de un canto de cuna para el alma. Gertrudis estaba brizando la pasión de Ramiro para adormecérsela. No le miraba casi nunca entonces, miraba al mar; pero en él, en el mar, veía reflejada por misterioso modo la mirada del hombre. El mar purísimo les unía las miradas y las almas.

Otras veces íbanse al bosque, a un castañar, y allí tenía ella que vigilarle, vigilarse y vigilar a los niños con más cuidado. Y también allí encontró el tronco derribado que le sirviese de asiento.

Quería atemperarle a una vida de familia purísima y campesina, hacer que se acostase cansado de luz y de aire libres, que se durmiese, oyendo fuera al grillo, para dormir sin ensueños, que le despertase el canto del gallo y el trajineo de los campesinos y los marineros.

Por las mañanas bajaban a una pequeña playa, donde se reunía la pequeña colonia veraniega. Los niños, descalzos, entreteníanse, después del baño, en desviar con los pies el curso de un pequeño arroyuelo vagabundo e indeciso que por la arena desaguaba en el mar. Ramiro se unió alguna vez a este juego de los niños.

Pero Gertrudis empezó a temer. Se había equivocado en sus precauciones. Ramiro huía del tresillo con sus compañeros de colonia veraniega y parecía espiar más que nunca la ocasión de hallarse a solas con su cuñada. La casita que habitaban tenía más de tienda de gitanos trashumantes que de otra cosa. El campo, en vez de adormecer, no la pasión, el deseo de Ramiro, parecía como si lo excitase más, y ella misma, Gertrudis, empezó a sentirse desasosegada. La vida se les ofrecía más al desnudo en aquellos campos, en el bosque, en los repliegues de la montaña. Y luego había los animales domésticos, los que cría el hombre, con los que era mayor allí la convivencia. Gertrudis sufría al ver la atención con que los pequeños, sus sobrinos, seguían los juegos del averío. No, el campo no rendía una lección de pureza. Lo puro allí era hundir la mirada en el mar. Y aun el mar... La brisa marina les llegaba como un aguijón.

—¡Mira qué hermosura! —exclamó Gertrudis una tarde, al ocaso, en que estaban sentados frente al mar.

Era la luna llena, roja sobre su palidez, que surgía de las olas como una flor gigantesca y solitaria en un yermo palpitante.

—¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas? —dijo Ramiro—; ¿por qué será la luz romántica y de los enamorados?

—No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque es una tierra... que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella .... es lo inaccesible... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz, pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo eternos, sin tormentas, pues no la vemos cambiar, pero sentimos que no se puede llegar a ella... Es lo intangible...

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