La Torre de Wayreth (21 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Torre de Wayreth
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—Me parece muy raro. ¿Por qué el Señor de la Noche no los arrestó? ¿Por qué no los torturó? ¿Por qué no les preguntó quiénes fueron sus cómplices?

—¿Acaso te parezco el Señor de la Noche? —repuso Iolanthe bruscamente. Volvió a dar vueltas por la habitación—. Es sólo cuestión de tiempo que acaben descubriendo dónde vives. Los guardias del Señor de la Noche vendrán a interrogarte, quizá incluso te arresten. Tengo que llevarte a algún lugar seguro, fuera de su alcance.

Siguió caminando y dándose golpes en la palma de la mano con el puño. De repente, se volvió hacia él.

—Has dicho que viniste aquí a través de los corredores de la magia. Tu puerta estaba cerrada. No has recogido la llave, ¿verdad?

—No, vine directamente a mi habitación.

—¡Perfecto! Ahora vendrás conmigo.

—¿Adonde?

—Al Palacio Rojo. Esta noche no has utilizado tu llave. Talent Orren puede corroborarlo. Nadie te vio entrar en la posada. Puedes decir que estuviste trabajando hasta tarde. Yo responderé por ti, y Ariakas también.

—¿Por qué haría eso? —preguntó Raistlin, frunciendo el entrecejo.

—Aunque sólo sea por tocar las narices al Señor de la Noche. El emperador no está de buen humor y siempre que algo va mal, echa la culpa a los clérigos. Por suerte para ti, tu hermana Kitiara vuelve a gozar de su favor. Tuvo una reunión con ella y por lo visto ha ido bien. Estará encantado de poder ayudar a su hermanito. Será mejor que traigas el Bastón de Mago, porque registrarán tu habitación, por supuesto.

Mientras hablaba, hacía la cama para que pareciera que no había dormido allí.

—¿Dónde está ese palacio? —preguntó Raistlin.

—Cerca del campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Fuera de las murallas de la ciudad, lo que es otra ventaja. La Guardia de Neraka cerró las puertas a cal y canto después del asesinato. Nadie puede entrar ni salir. Por tanto, si estabas fuera, no podías estar dentro. Y si estabas dentro, no podrías haber salido.

Raistlin pensó en su plan y llegó a la conclusión de que era bueno. Además, hacía tiempo que quería tener la oportunidad de conocer a Ariakas. Tal vez el emperador le hiciera una oferta. Raistlin seguía abierto a todo tipo de posibilidades. Se ató al cinturón las bolsas que contenían sus ingredientes para hechizos.

—¿Tienes todas tus «canicas»? —preguntó Iolanthe con una sonrisa pícara—. Los draconianos no te confiscaron ninguna, ¿verdad? Me han contado que conjuraron hechizos para detectar objetos mágicos.

—No, no me las quitaron —contestó Raistlin—. Al fin y al cabo, no son más que canicas.

Iolanthe le sonrió.

—Si tú lo dices.

Metió la mano en una de sus bolsitas y sacó una especie de bola de arcilla negra. Le dio vueltas entre las manos para ablandarla, mientras murmuraba unas palabras mágicas. Raistlin hizo esfuerzos para oírla, pero ella tuvo cuidado de no alzar la voz. Cuando terminó el conjuro, tiró la arcilla contra la pared. La sustancia se pegó a la superficie y empezó a crecer, como si fuera la masa de un pan que se esponjaba rápidamente. La arcilla negra se extendió, alargándose sobre la pared, hasta que cubrió una superficie tan larga como alta era Iolanthe.

La hechicera pronunció una palabra
y
la arcilla se disolvió, y lo mismo sucedió con la pared. Delante de ellos se abrió un pasillo a través del tiempo y el espacio.

—Esa pasta me costó una fortuna —dijo Iolanthe. Agarró a Raistlin por la muñeca. Instintivamente él intentó apartarse, pero ella lo sujetaba con fuerza.

—No te gusta nada que te toquen, ¿verdad? —dijo la hechicera en voz baja—. No te gusta que la gente se acerque demasiado a ti.

—Acabo de oír lo que sucede a aquellos que se acercan demasiado a ti, señora —repuso Raistlin con frialdad—. Sabes tan bien como yo que esos viejos no estaban implicados en el asesinato.

—Escúchame —contestó Iolanthe, acercándose tanto que Raistlin podía sentir su aliento en la mejilla—. Esta noche había cinco Túnicas Negras en la ciudad. Sólo cinco. Ni uno más. Sé dónde estaba yo. Sé dónde estaban esos tres idiotas de la torre. Eso sólo deja uno. Tú, amigo mío. Lo que hice, lo hice por salvarte ese pellejo dorado que tienes.

—Podría haber sido alguien disfrazado de Túnica Negra —dijo Raistlin—. O un Túnica Negra que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado y que es totalmente inocente.

—Podría haber sido. —Iolanthe le apretó la mano—. Pero los dos sabemos que no fue así. No te preocupes. Para mí, has ganado puntos. Si alguna vez hubo un hombre que se merecía un cuchillo entre las costillas, ése era el Ejecutor. Sólo pido una cosa a cambio de mi silencio.

—¿De qué se trata? —preguntó Raistlin.

—Cuéntale a Kitiara lo que estoy haciendo por ti.

Se metió en el pasillo mágico, arrastrando a Raistlin detrás. Cuando ya estaban dentro, lo soltó y alargó el brazo para coger la arcilla y despegarla de la pared, que en realidad no había desaparecido, sino que se había vuelto invisible. La entrada al corredor se cerró detrás de ellos. Delante se abrió una puerta. Raistlin se encontró en un dormitorio repleto de lujos y comodidades, en el que flotaba un intenso olor a gardenias.

—Ésta es mi habitación —dijo Iolanthe—. No puedes quedarte aquí. Nuestras vidas no valdrían nada si me pilla con otro hombre.

Condujo a Raistlin a la puerta. La abrió una rendija y espió el vestíbulo que había al otro lado.

—Bien. No anda nadie cerca. ¡Date prisa y apaga esa luz de tu bastón! Hay una habitación libre, la tercera puerta a la izquierda.

Lo empujó al oscuro vestíbulo y cerró la puerta con llave a sus espaldas.

14

El Palacio Rojo

La Reina Oscura

DÍA DECIMOCTAVO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Raistlin llevaba más de una semana en el Palacio Rojo, preocupado e incapaz de quedarse quieto por culpa de la impaciencia, aburrido hasta el borde de la locura, solo y aparentemente olvidado por todos. El Palacio Rojo, a pesar de su nombre, era negro tanto por su color como por su espíritu. Se llamaba Palacio Rojo porque se encontraba en un acantilado desde el que se dominaba el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Si miraba desde lo alto del pórtico que recorría la fachada posterior del palacio, Raistlin podía ver una hilera tras otra de las tiendas en las que vivían los soldados. A lo lejos se alzaba la muralla de la ciudad y la Puerta Roja. Detrás, las horrendas agujas retorcidas del templo.

La mansión había sido la gran obra de un clérigo de Takhisis de alto rango. El Espiritual se había visto implicado en una conspiración para derrocar al Señor de la Noche. Había quien decía que Ariakas también formaba parte del complot y que éste había fracasado porque había cambiado de bando en el último momento, traicionando a sus cómplices.

Nadie sabía si el rumor era cierto. Lo que sí sabía todo el mundo era que una noche el Espiritual había desaparecido de su suntuosa mansión y que al día siguiente Ariakas se había instalado en ella. El palacio estaba construido con mármol negro y era muy grande, muy oscuro y muy frío. Raistlin pasaba el tiempo en la biblioteca, leyendo, o vagando por los salones, a la espera de una audiencia con el emperador.

Iolanthe le aseguraba que había hablado a Ariakas en su nombre. Decía que Ariakas estaba impaciente por conocer al hermano de su querida amiga Kitiara y que seguro que encontraba un puesto para él.

Sin embargo, parecía que Ariakas controlaba perfectamente su impaciencia. Pasaba muy poco tiempo en el palacio, pues prefería trabajar en el puesto de mando situado en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Raistlin se lo había cruzado alguna vez y el emperador ni siquiera lo había mirado.

Después de verlo y de oír lo que la gente decía de él, Raistlin ya no estaba tan seguro de querer que se lo presentaran, y mucho menos de servirle. Ariakas era un hombretón orgulloso de su fuerza bruta y acostumbrado a utilizar su tamaño como herramienta intimidatoria. Era igual de hábil con la espada y la lanza, y tenía la habilidad de inspirar y liderar a los soldados. Era un militar muy eficaz y, como tal, había demostrado ser de gran utilidad para su reina.

Ariakas debería haberse contentado con dirigir las batallas, pero su ambición le había empujado a abandonar la relativa seguridad del campo de batalla y adentrarse en el ruedo político, mucho más peligroso. Había exigido la Corona del Poder y Takhisis se la había concedido. Había sido un error.

En cuanto Ariakas se puso la Corona del Poder, se convirtió en un objetivo a derribar. Sus compañeros, los Señores de los Dragones, empezaron a conspirar contra él. Él estaba convencido de ello, y no se equivocaba. Él mismo había hecho todo lo que se le había ocurrido para alimentar la rivalidad y los celos entre ellos, por lo que él era el único culpable de que al final se hubieran vuelto en su contra.

En muchos aspectos, a Raistlin Ariakas le recordaba a su hermano Caramon, en una versión arrogante y de alma oscura. En realidad, Ariakas no era más que un simple soldado luchando por sobrevivir en el lodazal de las intrigas y la política. El peso de su propia armadura empezaba a hundirle hacia el fondo y acabaría arrastrando consigo a todos los que colgaban de él.

Después de tres días, Raistlin le dijo a Iolanthe que se marchaba. Ella lo animó a que fuese paciente.

—Ariakas está concentrado en su guerra —dijo Iolanthe—. No le interesa nada más, y eso incluye a los jóvenes hechiceros llenos de ambición. Tienes que destacar. Llama su atención.

—¿Y cómo lo consigo? —preguntó Raistlin en tono agresivo—. ¿Choco con él cuando pase por el pasillo?

—Reza a la reina Takhisis. Pídele que interceda por ti.

—¿Por qué iba a hacerme caso? —Raistlin se encogió de hombros—. Tú misma dijiste que había dado la espalda a todos los hechiceros desde que Nuitari la abandonó.

—Sí, pero parece que la Reina Oscura te tiene en cierta estima. Te salvó del Señor de la Noche, ¿ya no te acuerdas? —repuso Iolanthe con una sonrisa maliciosa—. Porque fue la Reina Oscura quien te salvó, ¿verdad?

Raistlin murmuró algo y se fue.

Las preguntas y las insinuaciones de Iolanthe lo sacaban de sus casillas. Nunca sabía qué pensar de aquella mujer. Cierto, ella había evitado que los arrestaran. Los guardias del templo habían ido a interrogar a Raistlin poco después de que los dos huyeran de El Broquel Partido. Pero Raistlin tenía la sensación de que Iolanthe lo había salvado por la misma razón por la que un dragón perdona a sus víctimas: lo mantenía con vida para devorarlo más tarde.

Raistlin no tenía la menor intención de hablar con Takhisis. La Reina Oscura seguía buscando el Orbe de los Dragones. Aunque esperaba tener la suficiente entereza para ocultárselo, no querría correr riesgos. Ésa era otra de las razones por las que se marchaba. Takhisis tenía un altar en el Palacio Rojo y podía percibir su presencia en el edificio. Hasta ese momento, había conseguido no acercarse al altar.

El día que había decidido partir pasó la mañana en la biblioteca del palacio. Dado que Ariakas practicaba la magia, Raistlin había albergado la esperanza de encontrar sus libros de hechizos. Pero, por lo visto, la magia no era algo por lo que Ariakas se preocupara mucho, pues no tenía libros de hechizos y, en general, no era muy dado a la lectura. Los únicos volúmenes de la biblioteca eran los que había dejado el Espiritual y estaban dedicados a las glorias de Takhisis. Raistlin se aburrió de leer unos cuantos de esos libros al cabo de los días y abandonó la búsqueda.

Únicamente dio con un tomo de cierto interés, un libro delgado que Ariakas sí había leído, pues Raistlin encontró sus burdas anotaciones garabateadas en los márgenes. Se titulaba
La Corona del Poder: una crónica.
Lo había redactado algún escribano al servicio de Beldinas, el último Príncipe de los Sacerdotes, y relataba la creación de la corona, que, según el Príncipe de los Sacerdotes, databa de la Era de los Sueños.

La corona era obra de un dirigente de los ogros y supuestamente se había perdido y encontrado en varias ocasiones a lo largo de los tiempos. Según la crónica del libro, la corona había estado en posesión de Beldinas antes de la caída de Istar. Una nota añadida por Ariakas al final indicaba que la corona había vuelto a descubrirse poco después de que Takhisis desenterrara la Piedra Angular. También había anotada una lista de algunos de los poderes mágicos de la corona, aunque, para desilusión de Raistlin, Ariakas no daba muchos detalles. El emperador no parecía interesado en los poderes de la corona, a excepción de aquel que protegía de los ataques físicos a quien la llevara. Ariakas había subrayado esa parte.

Raistlin devolvió el libro a su estante y salió de la biblioteca. Recorrió los salones del palacio, mirando al suelo e inmerso en sus pensamientos. Cuando llegó a lo que creía que era su habitación, abrió la puerta. Lo recibió un intenso olor a incienso que le hizo toser. Miró alrededor, sorprendido, y descubrió que no estaba en su dormitorio. Estaba en el último lugar de Krynn en el que desearía estar. No sabía cómo, había llegado al santuario de Takhisis. Era una estancia extraña, pues su forma recordaba a la de un huevo. Tenía el techo abovedado y decorado con las cinco cabezas del dragón, todas con la mirada fija en Raistlin. Los ojos de la bestia estaban pintados de tal manera que parecía que lo seguían, así que daba igual hacia dónde caminara, pues no podía escapar de su escrutinio. En el centro de la habitación se encontraba el altar a Takhisis. El incienso ardía de forma perpetua y el humo se alzaba desde un origen desconocido. El olor resultaba empalagoso, se metía por la nariz y atascaba los pulmones. Raistlin empezó a sentirse mareado y, temiendo que fuera venenoso, se tapó la nariz y la boca con la manga, y trató de respirar lo menos posible.

Raistlin se volvió para salir, pero la puerta se había cerrado a su espalda. Su nerviosismo se acrecentó. Buscó otra salida. Al final de la estancia había otra puerta abierta. Para llegar a ella, Raistlin tendría que pasar junto al altar, que estaba envuelto en el humo que, sin lugar a dudas, estaba produciéndole aquellas molestias. La estancia se encogía y se alargaba, el suelo se ondulaba bajo sus pies. Aferrándose al Bastón de Mago para que sostuviera sus pasos vacilantes, avanzó tambaleante entre los bancos, en los que los devotos debían sentarse para reflexionar sobre su insignificancia.

Una voz de mujer lo detuvo.

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