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Authors: John Scalzi

La vieja guardia (24 page)

BOOK: La vieja guardia
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—No puedo prometer nada, señor.

—¿Sabes lo que funcionó para mí? —dijo Aimee Weber, otra jefe de escuadrón—. Hice una lista de las cosas que echaba de menos de la Tierra. Fue deprimente, pero por otro lado, me recordó que no me había hundido del todo. Si echas de menos cosas, es que sigues conectado.

—¿Y qué echabas de menos? —pregunté.

—Shakespeare en el parque, por ejemplo. Mi última noche en la Tierra, vi una representación de
Macbeth
que rozaba la perfección. Dios, fue magnífico. Y no es que no tengamos buen teatro en directo por estos lares.

—Yo echo de menos las galletitas de chocolate de mi hija —dijo Jensen.

—Puedes encontrar galletitas de chocolate en la
Modesto

dijo Keyes—. Están cojonudas.

—No tanto como las de mi hija. El secreto está en la melaza.

—Eso parece repugnante —dijo Keyes—. Odio la melaza.

—Menos mal que no lo sabía cuando le disparé —dijo Jensen—. No habría fallado.

—Yo echo de menos nadar —dijo Greg Ridley—. Solía hacerlo en el río junto a mi casa, en Tennessee. Estaba helado como el Polo Norte casi siempre, pero me gustaba así.

—Montañas rusas —dijo Keyes—. Esas grandes que te hacen sentir que los intestinos se te van a salir por los zapatos.

—Libros —dijo Alan—. Un buen libro de tapa dura las mañanas de domingo.

—Bien, Perry —empezó Weber—, ¿hay algo que tú eches de menos ahora mismo?

Me encogí de hombros.

—Sólo una cosa —respondí.

—Nada puede ser más estúpido que echar de menos una montaña rusa —dijo Keyes—. Escúpelo. Es una orden.

—Lo único que de verdad echo de menos es estar casado —respondí—. Echo en falta estar sentado junto a mi esposa, charlando o leyendo juntos o lo que fuera.

Eso provocó un silencio total.

—Esto es nuevo para mí —dijo Ridley.

—Mierda, yo no echo de menos eso —comentó Jensen—. Mis últimos veinte años de matrimonio no fueron nada del otro jueves.

Miré alrededor.

—¿Ninguno tiene un esposo o una esposa que se enrolara? ¿No mantenéis el contacto con ellos?

—Mi marido se enroló antes que yo —dijo Weber—. Ya lo habían matado antes de que me dieran mi primer destino.

—Mi esposa está destinada en la
Boise

dijo Keyes—. Me manda una nota de vez en cuando. Me da la impresión de que no me echa mucho de menos. Supongo que soportarme treinta y ocho años fue suficiente.

—La gente viene aquí y no quieren sus antiguas vidas —dijo Jensen—. Cierto, echamos de menos las pequeñas cosas… como dice Aimee, eso es lo que impide que te vuelvas majara. Pero es como viajar atrás en el tiempo, justo antes de que tomaras las decisiones que te dieron la vida que viviste. Si pudieras retroceder, ¿por qué tomar las mismas decisiones? Ya has vivido esa vida. Yo no lamento las decisiones que tomé, pero no tengo prisa por volver a tomarlas. Mi esposa anda por ahí, cierto. Pero está contenta viviendo su nueva vida sin mí. Y yo he de decir que no tengo prisa por cumplir de nuevo ese servicio.

—Todo esto no me está animando —dije.

—¿Qué es lo que echas de menos de estar casado? —preguntó Alan.

—Bueno, pues, ya sabes, a mi esposa —contesté—. Pero también la sensación de, no sé, tranquilidad. La impresión de que estás donde se supone que tienes que estar, con alguien con quien se supone que tienes que estar. Aquí no me siento así, joder. Vamos a sitios por los que tenemos que luchar, con gente que podría estar muerta mañana o pasado. Sin ánimo de ofender.

—No hay problema —dijo Keyes.

—Aquí no hay ningún terreno estable, nada con lo que me sienta a salvo. Mi matrimonio tuvo sus más y sus menos, como el de todo el mundo, pero sabía que en el fondo era sólido. Echo en falta ese tipo de seguridad, y ese tipo de conexión con alguien. Parte de
lo
que nos hace humanos es lo que significamos para otras personas, y lo que esas personas significan para nosotros. Echo de menos significar algo para alguien, tener esa parte de ser humano. Eso es lo que echo de menos del matrimonio.

Más silencio.

—¡Qué demonios, Perry! —exclamó por fin Ridley—. Cuando lo expresas de esa forma, yo también echo de menos estar casado.

Jensen hizo una mueca.

—Yo no. Tú sigues echando de menos estar casado, Perry, y yo las galletitas de mi hija.

—Melaza —recordó Keyes—. Repugnante.

—No empecemos de nuevo, señor —dijo Jensen—. No vaya a ser que tenga que coger mi MP.

* * *

La muerte de Susan fue casi al revés que la de Thomas. Un ataque de perforadores a las plataformas extractoras de Elysium había reducido severamente la cantidad de petróleo que allí se refinaba. La
Tucson
fue destinada para transportar operarios y protegerlos mientras volvían a poner en funcionamiento varias de las plataformas desconectadas. Susan estaba en una de las plataformas cuando los perforadores atacaron de nuevo con artillería improvisada; la explosión hizo caer a Susan y a otros dos soldados de la plataforma y los arrojó varias docenas de metros hacia el mar. Los otros dos soldados ya estaban muertos al llegar al agua, pero Susan, con graves quemaduras y apenas consciente, seguía viva.

Los perforadores la sacaron del agua y decidieron dar un escarmiento con ella. En los mares de Elysium habita un gran carroñero llamado boqueador, cuya mandíbula batiente es capaz de engullir a una persona de un solo bocado. Los boqueadores frecuentan las plataformas de excavación porque se alimentan de la basura que éstas arrojan al mar. Así que rescataron a Susan, le devolvieron la conciencia a bofetadas, y luego le soltaron un apresurado manifiesto, confiando en que la conexión de su CerebroAmigo transmitiría sus palabras a las FDC. Declararon a Susan culpable de colaborar con el enemigo, la sentenciaron a muerte, y la lanzaron al mar directamente debajo del pozo donde la plataforma arrojaba la basura.

No tardó en aparecer un boqueador; un trago y Susan para adentro. A esas alturas, Susan seguía viva, y se esforzaba por salir del boqueador por el mismo orificio por el que había entrado. Sin embargo, antes de que pudiera conseguirlo, uno de los perforadores le disparó al boqueador bajo la aleta dorsal, donde está situado el cerebro del animal. El boqueador murió en el acto y se hundió, llevándose a Susan consigo. Susan murió no por haber sido devorada, ni siquiera por haberse ahogado, sino por la presión del agua mientras ella y el pez que se la había tragado se hundían en el abismo.

Los perforadores no pudieron celebrar durante mucho tiempo ese golpe al opresor. Nuevos soldados de la
Tucson
barrieron sus campamentos, capturaron a varias docenas de jefes, los fusilaron y se los dieron de comer a los boqueadores. A excepción de los que mataron a Susan, que fueron ofrecidos a los boqueadores sin el paso intermedio de ser fusilados primero. La insurrección terminó poco después.

La muerte de Susan me resultó clarificadora, un recordatorio de que los humanos pueden ser tan inhumanos como cualquier especie alienígena. Si yo hubiera estado en la
Tucson
,podría haberme visto alimentando boqueadores con uno de los hijos de puta que mataron a Susan, y sin sentirme ni pizca de mal al respecto. No sé si esto me hizo sentirme mejor o peor de lo que lo estaba cuando combatimos a los covandu. Pero en todo caso ya no me preocupó ser menos humano que antes.

12

Los que participamos en la batalla de Coral recordamos dónde estábamos la primera vez que oímos que el planeta había sido tomado. Yo estaba escuchando a Alan explicar cómo el universo que yo creía conocer había desaparecido hacía tiempo.

—Lo dejamos la primera vez que saltamos —decía—. Seguimos subiendo y pasamos al universo de al lado. Así es como funciona el salto.

Esto provocó una educada y muda reacción por mi parte y la de Ed McGuire, que estábamos sentados con Alan en el salón de recreo del batallón. Finalmente, Ed, que se había hecho cargo del escuadrón de Aimee Weber, confesó:

—No te sigo, Alan. Creía que la impulsión de salto nos llevaba más allá de la velocidad de la luz o algo por el estilo.

—Qué va —respondió Alan—. Einstein sigue teniendo razón: la velocidad de la luz es el límite al que puedes viajar. Aparte de eso, no quieras empezar a revolotear por el universo a una fracción real de la velocidad de la luz, porque si golpeas un pegotito de nada mientras vas a un par de cientos de miles de kilómetros por segundo, acabarás con un bonito agujero en tu nave. Es una forma muy rápida de morir.

Ed parpadeó y luego se pasó la mano por la cabeza.

—Uau —exclamó—. Me he perdido.

—Muy bien, mira —dijo Alan—. Me has preguntado cómo funciona la impulsión de salto. Y, como te digo, es simple: coge un objeto de un universo, como la
Modesto
,y lo pasas a otro universo. El problema es que hablamos de una «impulsión», cuando en realidad no lo es, porque la aceleración no es un factor: el único factor es el emplazamiento dentro del multiverso.

—Alan —le advertí—. Te estás enrollando otra vez.

—Lo siento —dijo él, y reflexionó durante un segundo—. ¿Cómo andáis de matemáticas? —preguntó.

—Me acuerdo vagamente de la aritmética —respondí yo. Ed McGuire asintió.

—Vale —prosiguió Alan—. Bien. Voy a usar palabras sencillas. Por favor, no os ofendáis.

—Intentaremos no hacerlo —lo tranquilizó Ed.

—Muy bien. El universo en el que estáis, el universo en el que estamos en este mismo momento, es sólo uno de un número infinito de universos posibles cuya existencia se permite dentro de la física cuántica. Cada vez que, por ejemplo, localizamos un electrón en una posición concreta, nuestro universo queda funcionalmente definido por la posición de ese electrón, mientras que en el universo alternativo, la posición del electrón es completamente diferente. ¿Me seguís?

—Para nada —dijo Ed.

—Joder con los no científicos. Bien, pues entonces confiad en mí. El tema es el siguiente: universos múltiples. Lo que la impulsión de salto hace es abrir una puerta a otro de esos universos.

—¿Y cómo lo hace? —pregunté yo.

—No tienes un nivel de matemáticas suficiente para comprenderlo —replicó Alan.

—Entonces es magia —concluí.

—Desde tu punto de vista, sí. Pero una permitida por la física.

—No lo pillo —repitió Ed—. De modo que hemos atravesado universos múltiples, y sin embargo cada universo en el que hemos estado era exactamente igual al nuestro. Todos los «universos alternativos» de los que he leído en las historias de ciencia ficción tenían grandes diferencias. Así es cómo uno sabe que está en un universo alternativo.

—Hay una interesante respuesta a esa pregunta —dijo Alan—. Demos por sentado que pasar un objeto de un universo a otro es un hecho fundamentalmente imposible.

—Puedo aceptar eso —dije.

—Pero en términos físicos, es permisible, ya que en su nivel más básico, estamos en un universo de física cuántica y en él puede pasar casi cualquier cosa, aunque en la práctica no sea así. Sin embargo, siendo iguales todas las otras cosas, cada universo prefiere mantener en un nivel mínimo los acontecimientos improbables, sobre todo por encima del nivel subatómico.

—¿Cómo puede un universo «preferir» nada? —quiso saber Ed.

—No tienes un nivel de matemáticas suficiente para comprenderlo —volvió a decir Alan.

—Por supuesto que no —respondió Ed, poniendo los ojos en blanco.

—No obstante, el universo prefiere unas cosas a otras. Prefiere moverse hacia un estado de entropía, por ejemplo. Prefiere tener la velocidad de la luz como constante. Puedes modificar o jugar con esas cosas hasta cierto punto, pero cuestan trabajo. Lo mismo sucede aquí. En ese caso, mover un objeto de un universo a otro es tan improbable que, en general, el universo al que mueves el objeto es exactamente igual que el que dejaste… Podríamos decir que es una conservación de la improbabilidad.

—Pero ¿cómo explica eso que nos movamos de un sitio a otro? —pregunté—. ¿Cómo pasamos de un punto en el espacio en un universo, a otro punto del espacio completamente distinto en otro?

—Bueno, piénsalo —dijo Alan—. Pasar toda una nave a otro universo es una cosa increíblemente improbable. Desde el punto de vista del universo,
dónde
aparezca esa nave en ese nuevo universo es realmente muy trivial. Por eso decía que la palabra «impulsión» es un error. En realidad no nos impulsan para que vayamos a ninguna parte. Simplemente
llegamos.

—¿Y qué sucede en el universo que acabas de dejar? —preguntó Ed.

—Aparece otra versión de la
Modesto
de otro universo, con versiones alternativas de nosotros dentro —contestó Alan—. Posiblemente. Hay una pequeñísima probabilidad infinitesimal en contra, pero como regla general, es lo que ocurre.

—¿Volvemos alguna vez? —pregunté.

—¿Volver adonde?

—Al universo de donde salimos.

—No —respondió Alan—. Bueno, una vez más, es teóricamente posible, pero en la práctica es enormemente improbable. Los universos se crean continuamente a partir de diversas posibilidades, y los universos a los que vamos son generados casi en el instante antes de que saltemos a ellos… Es uno de los motivos por los que podemos saltar, porque se parecen mucho al nuestro en su composición. Cuanto más tiempo estás apartado de un universo concreto, más tiempo tiene éste para volverse divergente, y menos probable es que vuelvas. Incluso volver a un universo que acabas de dejar un segundo antes es enormemente improbable. Volver al que dejamos hace más de un año, cuando salimos por primera vez de la Tierra para ir a Fénix, queda fuera de toda cuestión.

—Qué deprimente —dijo Ed—. Me gustaba mi universo.

—Bueno, pues escucha esto, Ed —replicó Alan—. Tú ni siquiera vienes del mismo universo original que Alan y yo, ya que no diste ese primer salto cuando nosotros. Es más, incluso la gente que lo dio con nosotros no está ya en nuestro mismo universo, ya que saltaron a universos diferentes porque están en naves diferentes… Cualquier versión de nuestros antiguos amigos que encontremos será una versión alternativa. Naturalmente, se parecerán y actuarán igual, porque, a excepción de la situación ocasional de un electrón aquí y allá,
son
iguales. Pero nuestros universos de origen son por completo diferentes.

—Así que tú y yo somos todo lo que queda de nuestro universo —dije.

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