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Authors: John Scalzi

La vieja guardia (6 page)

BOOK: La vieja guardia
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* * *

—¿Qué tal tu nuevo compañero de habitación? —me preguntó Harry, sentándose junto a mí en el teatro de observación.

—No quiero hablar del tema —dije.

Había utilizado mi PDA para dirigirme hasta mi camarote, donde descubrí que mi compañero ya había dejado allí sus pertenencias: Leon Deak. Éste me miró y dijo:

—Oh, vaya, el friki de la Biblia.

Y luego me ignoró deliberadamente, cosa bastante difícil en una habitación de tres por tres. Leon ya había ocupado la cama de abajo (que, al menos para las rodillas de los que tienen setenta y cinco años, es la cama buena); yo lancé mi bolsa a la cama de arriba, cogí mi PDA y me fui a ver a Jesse, que estaba en la misma cubierta. Su compañera de habitación, una simpática señora llamada Maggie, se marchó a ver cómo la
Henry Hudson
salía de la órbita. Le dije a Jesse quién era mi compañero de habitación; ella se echó a reír.

Se rió de nuevo cuando le relató la historia a Harry, quien me dio una compasiva palmada en el hombro.

—No te sientas demasiado mal. Es sólo hasta que lleguemos a Beta Pyxis.

—Dondequiera que eso esté —puntualicé—. ¿Qué tal tu compañero?

—No podría decirte. Ya estaba dormido cuando llegué. También se ha quedado la cama de abajo, el hijo de puta.

—Mi compañera es encantadora —dijo Jesse—. Me ha ofrecido galletas caseras. Dice que su nieta las había hecho como regalo de despedida.

—A mí no me ha ofrecido ninguna galleta —dije.

—Bueno, no tiene que vivir contigo, ¿no?

—¿Cómo estaba la galleta? —preguntó Harry.

—Parecía una piedra de avena —respondió Jesse—. Pero ésa no es la cuestión. El caso es que tengo la mejor compañera de habitación de todos. Soy especial. Mirad, ahí está la Tierra.

Señaló la enorme pantalla de vídeo del teatro, que cobró vida de pronto. La Tierra flotaba allí con sorprendente fidelidad: quien había construido la pantalla de vídeo había hecho un trabajo cojonudo.

—Ojalá hubiera tenido esta pantalla en mi salón —dijo Harry—. Habría tenido los partidos más populares de la Super Bowl de todo el barrio.

—Mirad —dije yo—, el único lugar donde hemos estado durante toda nuestra vida. Todo lo que hemos conocido o amado está allí. Y ahora la dejamos. ¿No os hace sentir algo?

—Excitación —dijo Jesse—. Y tristeza. Pero no demasiada.

—Definitivamente, no demasiada —convino Harry—. Allí no nos quedaba nada más que envejecer y morir.

—Todavía puedes morir, ¿sabes? —le recordé—. Te has enrolado en el ejército.

—Sí, pero no voy a morir de viejo. Voy a tener una segunda oportunidad para morir joven y dejar un bonito cadáver. Eso compensa haber fallado la primera vez.

—Eres un romántico —dijo Jesse, completamente seria.

—Sí lo soy.

—Escuchad —dije—, nos ponemos en marcha.

Los altavoces del teatro emitieron la conversación entre la
Henry Hudson
y la Estación Colonial mientras negociaban los términos de la partida. Luego se produjo un zumbido grave y una levísima vibración, que apenas pudimos sentir a través de nuestros asientos.

—Motores —dijo Harry. Jesse y yo asentimos.

Y entonces, lentamente, la Tierra empezó a encogerse en la pantalla de vídeo, todavía enorme, y todavía azul y blanco brillante, pero de manera clara e inexorable iba ocupando una porción cada vez más pequeña de la pantalla. Los varios cientos de reclutas que habíamos ido a mirar, la vimos reducirse en silencio. Me volví hacia Harry, quien a pesar de sus anteriores fanfarronadas, parecía silencioso y reflexivo. Jesse tenía una lágrima en la mejilla.

—Eh —dije, y la agarré por el brazo—. No demasiada tristeza, ¿recuerdas?

Ella me sonrió y me cogió la mano.

—No —dijo roncamente—. No demasiada. Pero aun así. Aun así.

Nos quedamos allí sentados un rato más y vimos cómo todo lo que habíamos conocido en nuestra vida se encogía en la pantalla.

* * *

Ajusté mi PDA para que me despertara a las 0600, cosa que hizo reproduciendo suavemente música en sus altavoces y aumentando gradualmente el volumen hasta que me desperté. Apagué la música, logré bajar de la cama superior en silencio y luego me puse a buscar una toalla en el armario, tras encender una lucecita para ver. En el armario colgaban mi uniforme de recluta y el de Leon: dos conjuntos de sudaderas y pantalones de chándal claro, dos camisetas celestes, dos pares de pantalones azules estilo chino, dos pares de calcetines blancos y calzoncillos, y zapatillas azules. Al parecer, no habría necesidad de vestir formalmente hasta llegar a Beta Pyxis. Me puse los pantalones de chándal y una camiseta, cogí una de las toallas que también colgaban del armario, y me fui pasillo abajo a darme una ducha.

Cuando regresé, todas las luces estaban encendidas pero Leon seguía en su cama: las luces debían de haberse conectado automáticamente. Me puse una sudadera sobre la camiseta y añadí calcetines y zapatillas a mi indumentaria: estaba preparado para correr o, bueno, lo que tuviera que hacer ese día. De momento, a desayunar. Al salir, le di un empujoncito a Leon. Era un capullo, pero incluso los capullos pueden no querer perderse la comida por estar dormidos. Le pregunté si quería desayunar.

—¿Qué? —dijo, adormilado—. No. Déjame en paz.

—¿Estás seguro, Leon? —pregunté—. Ya sabes lo que dicen del desayuno. Es la comida más importante del día, y todo eso. Vamos. Necesitas energía.

Leon gruñó.

—Mi madre lleva muerta treinta años y, por lo que sé, no ha vuelto encarnada en ti. Así que lárgate de aquí y déjame dormir.

Era bueno saber que Leon no se había ablandado conmigo.

—Muy bien —dije—. Volveré luego.

Leon gruñó de nuevo y se dio la vuelta. Yo me fui a desayunar.

El desayuno fue sorprendente, y lo digo yo, que estuve casado con una mujer capaz de hacer unos desayunos que habrían hecho que Gandhi interrumpiera su ayuno. Me tomé dos tortitas belgas doradas, crujientes y ligeras, rociadas con azúcar en polvo y sirope, que sabía a verdadero sirope de Vermont (y si piensan que no sabrían distinguir el sirope de Vermont, es que no lo han probado nunca), con una capa de cremosa mantequilla que se derretía artísticamente para rellenar los huecos de los cuadraditos de la tortita. Añadí huevos a la plancha en su punto justo, cuatro lonchas de gruesa panceta curada, zumo de naranja de una fruta que, al parecer, no se había dado cuenta de que la habían exprimido, y una taza de café recién hecho.

Pensé que había muerto y estaba en el cielo. Como estaba oficialmente difunto en la Tierra y volaba por el sistema solar en una nave espacial, supongo que no andaba muy desencaminado.

—Oh, vaya —dijo el tipo junto al que me senté, tras colocar mi bandeja bien repleta sobre la mesa—. Mire toda la grasa de esa bandeja. Está usted llamando a gritos un infarto. Soy médico, ¿sabe?

—Aja —dije, y señalé su bandeja—. Y lo que usted se está trajinando parece una tortilla de cuatro huevos. Con medio kilo de jamón y cheddar.

—«Haz lo que digo, no lo que hago.» Ése fue mi credo como médico —repitió él—. Si más pacientes me hubieran escuchado en vez de seguir mi lamentable ejemplo, ahora estarían vivos. Una lección para todos nosotros. Thomas Jane, por cierto.

—John Perry —dije, estrechándole la mano.

—Encantado de conocerlo. Aunque lo lamento también, ya que si se come todo eso, dentro de una hora habrá muerto de un ataque al corazón.

—No le escuche, John —dijo la mujer que estaba sentada frente a nosotros, cuyo propio plato estaba cubierto de restos de panqueques y salchichas—. Tom está intentando que lo invite a su comida, para no tener que volver a ponerse en la cola. Así es como perdí la mitad de mi salchicha.

—Esa acusación es tan irrelevante como cierta —dijo Thomas, indignado—. Admito que me apetece esa tortita, sí. No lo negaré. Pero sacrificar mis propias arterias prolongará su vida, así que merecerá la pena. Considérelo el equivalente culinario a lanzarse sobre una granada para salvar a mi camarada.

—La mayoría de las granadas no están recubiertas de sirope —dijo ella.

—Tal vez deberían estarlo. Así veríamos muchos más actos de generosidad.

—Tome —cedí, entregándole la mitad de la tortita—. Láncese sobre esto.

—Me lanzaré de cabeza —prometió Thomas.

—Todos nos sentimos profundamente aliviados de oírlo —dije.

La mujer del otro lado de la mesa se presentó como Susan Reardon, de Bellevue, Washington.

—¿Qué le parece hasta ahora nuestra pequeña aventura espacial? —me preguntó.

—Si hubiera sabido que la cocina era tan buena, habría encontrado algún modo de alistarme hace años —respondí—. Quién iba a imaginar que la comida del ejército sería así.

—No creo que estemos en el ejército
todavía
—dijo Thomas, mientras masticaba la tortita—. Creo que esto es una especie de sala de espera de las Fuerzas de Defensa Coloniales, si entiende lo que quiero decir. La verdadera comida del ejército será mucho más escasa. Por no mencionar que no iremos por ahí en zapatillas, como ahora.

—¿Cree entonces que nos están poniendo las cosas fáciles?

—Así es —dijo Thomas—. Mire, hay un millón de desconocidos absolutos en esta nave, todos los cuales se han quedado de repente sin hogar, sin familia ni profesión. Eso es un shock mental impresionante. Lo menos que pueden hacer es ofrecernos una comida fabulosa que aparte nuestras mentes de todo eso.

—¡John! —Harry me había divisado desde la cola. Le indiqué que se acercara. Lo hizo con su bandeja, acompañado por otro hombre.

—Éste es mi compañero de camarote, Alan Rosenthal —dijo, a modo de presentación.

—También conocido como Bella Durmiente —comenté yo.

—La mitad de la descripción es adecuada —contestó Alan—. Soy, de hecho, devastadoramente bello.

Los presenté a Susan y Thomas.

—Tsk, tsk —chascó Thomas la lengua, examinando sus bandejas—. Dos inminentes ataques más.

—Será mejor que le sirvas a Tom un par de tiras de panceta, Harry —dije yo—. De lo contrario, nunca vamos a acabar con esta historia.

—Lamento que se esté insinuando que se me puede comprar con comida —dijo Thomas.

—No se está insinuando —intervino Susan—. Es la pura verdad.

—Bueno, sé que tu compañero de habitación te ha salido rana —dijo Harry, entregándole dos tiras de panceta a Thomas, quien las aceptó gravemente—, en cambio el mío es cojonudo. Alan es físico teórico. Rápido como una centella.

—Y devastadoramente bello —comentó Susan.

—Gracias por recordar ese detalle —dijo Alan.

—Parece que ésta es una mesa de adultos razonablemente inteligentes —dijo Harry—. ¿Qué creéis que vamos a hacer hoy?

—Tengo un reconocimiento médico previsto para las 0800 —respondí—. Creo que lo tenemos todos.

—En efecto. Pero lo que estoy preguntando es qué pensáis que significa. ¿Creéis que hoy será el día en que empecemos nuestras terapias de rejuvenecimiento? ¿Hoy será el día en que dejemos de ser viejos?

—No sabemos si dejaremos de ser viejos —puntualizó Thomas—. Todos lo hemos supuesto porque pensamos que los soldados son jóvenes. Pero piénsalo. Ninguno de nosotros ha visto nunca a un soldado colonial. Sólo hemos supuesto, y nuestras suposiciones podrían estar muy desencaminadas.

—¿De qué servirían unos soldados viejos? —preguntó Alan—. Si van a llevarme a una batalla tal como estoy, no sé de qué voy a servir. Tengo mal la espalda. Caminar desde la plataforma del transbordador hasta la puerta de embarque ayer estuvo a punto de matarme. No me imagino caminando treinta y cinco kilómetros con una mochila y un fusil.

—Creo que nos esperan algunas reparaciones, obviamente —dijo Thomas—, pero eso no es lo mismo que volver a ser «jóvenes». Soy médico, y sé un poco sobre eso. Se puede conseguir que el cuerpo humano trabaje mejor y consiga una mayor capacidad de funcionamiento a cualquier edad, pero cada edad tiene un cierto límite. A los setenta y cinco años, el cuerpo es inherentemente menos rápido, menos flexible y menos fácil de reparar que en edades más jóvenes. Todavía puede hacer algunas cosas sorprendentes, por supuesto. Por ejemplo, no quiero alardear, pero tenéis que saber que allá en la Tierra participaba regularmente en carreras de diez kilómetros. Corrí una hace menos de un mes. E hice mejor tiempo que el que habría hecho a los cincuenta y cinco.

—¿Cómo eras entonces?

—Bueno, ésa es la cosa —contestó Thomas—. A los cincuenta y cinco años era un gordinflón. Hizo falta un cambio de corazón para que empezara a cuidarme. Lo que digo es que un tipo con setenta y cinco años y que funcione bien puede hacer muchas cosas sin necesidad de ser «joven», sólo con estar en excelente forma. Tal vez eso sea lo que precisa este ejército. Tal vez todas las otras especies inteligentes del universo son hostiles. Suponiendo que ése sea el caso, tiene sentido contar con soldados viejos, porque los jóvenes son más útiles para la comunidad. Tienen toda la vida por delante, mientras que nosotros somos eminentemente sacrificables.

—Así que tal vez seguiremos siendo viejos, pero muy muy sanos —dijo Harry.

—Eso es lo que estoy diciendo —respondió Thomas.

—Bueno, pues deja de decirlo. Me estás deprimiendo —pidió Harry.

—De acuerdo, me callaré si me das tu ración de fruta —respondió Thomas.

—Aunque nos conviertan en setentones de alto rendimiento, como dices —intervino Susan—, seguiremos envejeciendo. Dentro de cinco años, tendremos ochenta. Hay un límite por encima de nuestra utilidad como soldados.

Thomas se encogió de hombros.

—Nuestro acuerdo aquí es para dos años. Tal vez sólo nos necesiten para trabajar ese tiempo. La diferencia entre setenta y cinco y setenta y siete no es tan grande como entre setenta y cinco y ochenta. O incluso entre setenta y siete y ochenta. Cientos de miles de nosotros se enrolan cada año. Transcurridos dos, nos cambian por un grupo de reclutas «nuevos».

—Pueden retenernos hasta diez años —intervine—. Está en la letra pequeña. Eso parece indicar que disponen de tecnología capaz de mantenernos en funcionamiento durante ese período de tiempo.

—Y tienen nuestro ADN archivado —dijo Harry—. Tal vez hayan clonado partes de repuesto o algo así.

—Cierto —admitió Thomas—. Pero cuesta mucho trabajo trasplantar cada órgano, hueso, músculo y nervio de un cuerpo clonado al nuestro. Y todavía tendrían que lidiar con nuestros cerebros, que no pueden ser trasplantados.

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