Read La vieja guardia Online

Authors: John Scalzi

La vieja guardia (9 page)

BOOK: La vieja guardia
8.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Harry nos había conducido hasta una cubierta de observación en la zona colonial de la nave. Y, en efecto, aunque a los reclutas no nos habían dicho específicamente que no podíamos ir a las cubiertas coloniales, tampoco nos habían dicho que sí podíamos (o que debíamos). Allí, en la cubierta desierta, los siete parecíamos escolares que hacen novillos y se escapan a un show porno.

Cosa que, en cierto sentido, era cierta.

—Durante nuestros pequeños ejercicios de hoy, he entablado conversación con uno de los coloniales —dijo Harry—, y me ha dicho que la
Henry Hudson
va a dar el salto hoy a las 1535. Le he preguntado desde dónde podía verse bien, y me ha mencionado este lugar. Como supongo que ninguno de nosotros ha visto nunca un salto,
pues
aquí estamos, con —Harry miró su PDA—, cuatro minutos de adelanto.

—Lo lamento —se disculpó Thomas—. No pretendía retrasaros a todos. Los fettucini estaban excelentes, pero al parecer mi intestino delgado no era de la misma opinión.

—Por favor, siéntete libre de no compartir ese tipo de información en el futuro, Thomas —dijo Susan—. Todavía no te conocemos tan bien.

—Bien, pero ¿cómo pues vais a conocerme mejor? —se extrañó Thomas. Nadie se molestó en contestar.

—¿Alguien sabe dónde estamos ahora mismo? En el espacio, quiero decir —pregunté, después de unos momentos de silencio.

—Todavía estamos en el sistema solar —respondió Alan, y señaló el ventanal—. Puede verse porque todavía se distinguen las constelaciones. Mirad, allí está Orión. Si hubiéramos recorrido una distancia importante, las estrellas habrían cambiado su posición relativa en el cielo. Las constelaciones se habrían quedado atrás o serían completamente irreconocibles.

—Y ¿adónde se supone que vamos a saltar? —quiso saber Jesse.

—Al sistema Fénix —respondió Alan—. Pero eso no te dirá nada, porque «Fénix» es el nombre del planeta, no de la estrella. De hecho, hay una constelación llamada «Fénix», está allí —la señaló en el cielo—, pero el planeta Fénix no orbita alrededor de ninguna de las estrellas de esa constelación. Si recuerdo bien, está en cambio en la constelación de Lupus, que se halla más al norte —señaló otro conjunto de estrellas más lejanas—, pero no podemos ver su estrella desde aquí.

—Sabes mucho sobre constelaciones —comentó Jesse, admirada.

—Gracias —contestó Alan—. Cuando era más joven quise ser astrónomo, pero los astrónomos cobran una miseria. Así que me dediqué a la física teórica.

—Y ¿se gana mucho estudiando las nuevas partículas subatómicas? —preguntó Thomas.

—Bueno, no —admitió Alan—. Pero desarrollé una teoría que ayudó a la compañía para la que trabajaba a crear un nuevo sistema condensador de energía para los barcos. Según el plan incentivador de beneficios compartidos me correspondió un uno por ciento de los beneficios, lo que resultó ser más dinero del que podía gastar y, creedme, me esforcé seriamente para conseguirlo.

—Debe de ser bonito ser rico —reflexionó Susan.

—No está mal —admitió Alan—. Naturalmente, ahora ya no soy rico. Cuando te enrolas, renuncias a todo. Y pierdes también otras cosas. Quiero decir que, dentro de un minuto, todo el tiempo que invertí memorizando las constelaciones habrá sido un esfuerzo baldío. No hay ningún Orión, ni ninguna Osa Menor ni ninguna Casiopea a donde vamos. Puede parecer estúpido, pero es muy posible que eche más de menos las constelaciones que el dinero. Siempre se puede ganar más dinero, sin embargo, no vamos a regresar aquí. Es la última vez que veré a estas viejas amigas.

Susan se acercó y le pasó un brazo por el hombro. Harry miró su PDA.

—Allá vamos —dijo, y empezó una cuenta atrás. Cuando llegó al uno, todos miramos por el ventanal.

No fue dramático. Un segundo estábamos mirando un cielo lleno de estrellas. Al siguiente, estábamos mirando otro. De haber parpadeado, nos lo habríamos perdido. Y, sin embargo, se notaba que era un cielo completamente distinto. Tal vez no tuviéramos el conocimiento de Alan sobre las constelaciones, pero la mayoría de nosotros sabía localizar Orión y la Osa Mayor en el cielo. Ahora no se veían por ninguna parte, una ausencia sutil y sin embargo sustancial. Miré a Alan. Permanecía de pie, como una columna, la mano en la mano de Susan.

—Estamos virando —nos hizo notar Thomas.

En efecto, vimos cómo las estrellas se deslizaban en sentido contrario a las agujas del reloj mientras la
Henry Hudson
cambiaba de rumbo. De repente, el enorme brazo azul del planeta Fénix flotó sobre nosotros. Y por encima (o por debajo, según nuestra orientación) había una estación espacial tan grande, tan enorme, y tan repleta de actividad, que lo único que pudimos hacer fue quedarnos mirando boquiabiertos.

Finalmente, alguien habló. Y, para sorpresa de todos, fue Maggie.

—¿Habéis visto eso? —dijo.

Todos nos volvimos a mirarla. Lo que claramente la incomodó.

—No soy muda —espetó—. No hablo mucho, pero esto se merece algún tipo de comentario.

—Y que lo digas —convino Thomas, volviéndose a mirarlo—. Hace que la Estación Colonial parezca un montón de vómito.

—¿Cuántas naves ves? —me preguntó Jesse.

—No sé —contesté—. Docenas. Podría haber cientos, por lo que parece. Ni siquiera sabía que existieran tantas naves espaciales.

—Si alguno de nosotros pensaba todavía que la Tierra es el centro del universo —dijo Harry—, ahora sería un momento excelente para revisar esa teoría.

Todos nos quedamos mirando el nuevo mundo a través del ventanal.

* * *

Mi PDA sonó y me despertó a las 0545, cosa que era llamativa, porque lo había programado para que me despertara a las 0600. La pantalla destellaba; mostraba un mensaje que decía urgente. Lo pulsé.

ANUNCIO:

Desde las 0600 a las 1200 llevaremos a cabo el régimen de mejora física para todos los reclutas. Para facilitar el proceso, se requiere que todos los reclutas permanezcan en sus camarotes hasta que lleguen los oficiales coloniales que los escoltarán hasta sus sesiones de mejora física. Para facilitar este proceso, las puertas de los camarotes se cerrarán a las 0600. Por favor, aprovechen el rato hasta entonces para hacer todo lo que requiera el uso de los lavabos y otras áreas fuera de sus camarotes. Si después de las 0600 necesitan usar los lavabos, contacten con el personal colonial de su cubierta a través de sus PDA.

Se les notificará su cita con quince minutos de antelación; por favor, estén vestidos y preparados cuando los oficiales coloniales lleguen a su puerta. No se servirá el desayuno; el almuerzo y la cena se servirán a la hora habitual.

A mi edad, no hay que decirme dos veces que haga pis; fui a los lavabos y esperé que mi cita fuera más temprano que tarde, para no tener que pedir permiso para ir al baño de nuevo.

Mi cita no fue ni temprano ni tarde: a las 0900, mi PDA me alertó, y a las 0915 llamaron bruscamente a mi puerta y una voz de hombre pronunció mi nombre. Abrí y me encontré con dos coloniales. Me dieron permiso para hacer una paradita rápida en el lavabo, y luego los seguí hasta la sala de espera del doctor Russell, donde aguardé brevemente antes de que me permitieran pasar a la sala de reconocimiento.

—Señor Perry, me alegro de volver a verlo —dijo él, extendiendo la mano. Los coloniales que me acompañaban se marcharon por la otra puerta—. Por favor, acomódese en el nicho.

—La última vez que lo hice, me clavó varios miles de trozos de metal en la cabeza —le recordé—. Perdóneme si no me entusiasma demasiado la idea de volver a meterme ahí dentro.

—Comprendo —dijo el doctor Russell—. Sin embargo, hoy va a ser indoloro. Y andamos cortos de tiempo, así que, por favor… —Señaló el nicho.

Obedecí, reacio.

—Si siento, aunque sea una cosquillita, le pegaré —advertí.

—Muy justo —dijo el doctor Russell mientras cerraba la puerta del nicho. Advertí que, al contrario de la última vez, el doctor Russell echó el cerrojo: tal vez se estaba tomando la amenaza en serio. No me importó—. Dígame, señor Perry —preguntó mientras cerraba la puerta—, ¿qué le han parecido este último par de días?

—Han sido confusos e irritantes. Si hubiera sabido que iban a tratarme como a un parvulito, probablemente no me habría enrolado.

—Es lo que dice todo el mundo. Así que déjeme explicarle un poco lo que intentamos hacer. Les instalamos el grupo de sensores por dos motivos. Primero, como puede haber imaginado, estamos siguiendo su actividad cerebral mientras ejecuta varias funciones básicas y experimenta ciertas emociones primarias. Todos los cerebros humanos procesan la información más o menos del mismo modo, pero al mismo tiempo, cada persona usa ciertos caminos que son únicos. Digamos que es lo mismo que decir que todos los humanos tienen cinco dedos, pero cada uno tiene su propio conjunto de huellas dactilares. Lo que hemos intentado hacer es aislar su «huella» mental. ¿Tiene sentido?

Asentí.

—Bien. Ahora ya sabe por qué lo tuvimos haciendo cosas ridículas y estúpidas durante dos días.

—Como hablar con una mujer desnuda de mi fiesta de cuando cumplí siete años.

—Obtuvimos un montón de información útil de ese día —dijo el doctor Russell.

—No veo cómo.

—Es algo técnico —zanjó él—. En cualquier caso, el último par de días nos ha dado una buena idea de cómo usa su cerebro los caminos neuronales y procesa todos los estímulos, y ésa es una información que podemos usar como molde.

Antes de que yo pudiera preguntar «como molde de qué», el doctor Russell continuó:

—Segundo, el grupo de sensores no se limita a registrar lo que hace su cerebro, también puede transmitir una representación en tiempo real de la actividad del mismo. O, por expresarlo de otra forma, puede transmitir su conciencia. Esto es importante, porque, al contrario de los procesos mentales específicos, la conciencia no se puede grabar. Si va a transferirse, tiene que estar viva.

—¿Transferirse? —me extrañé.

—Eso es.

—¿Le importa que le pregunte de qué demonios está hablando?

El doctor Russell sonrió.

—Señor Perry, cuando usted firmó para unirse al ejército, pensó que le devolveríamos la juventud, ¿verdad?

—Sí —dije—. Es lo que piensa todo el mundo. No se puede librar una guerra con viejos, y sin embargo los reclutan. Tienen que tener algún medio para hacer que vuelvan a ser jóvenes.

—¿Cómo
cree
que lo hacemos? —preguntó el doctor Russell.

—No lo sé. Terapia genética. Partes clonadas. Cambian partes viejas y de algún modo las sustituyen por otras nuevas.

—Tiene razón a medias —asintió el doctor—. Usamos terapia genética y recambios clónicos. Pero no cambiamos nada, excepto a usted.

—No comprendo —dije. Sentí mucho vértigo, como si me estuvieran quitando el suelo de debajo de los pies.

—Su cuerpo es
viejo,
señor Perry. Está gastado y no funcionará mucho más tiempo. No tiene sentido intentar salvarlo o mejorarlo. No es algo que gane valor con la edad o tenga partes sustituibles que puedan seguir funcionando como nuevas. Lo único que un cuerpo humano hace cuando envejece es envejecer. Así que vamos a librarnos de él. Vamos a librarnos de todo. Sólo vamos a salvar lo que no se ha deteriorado: su mente, su conciencia, su sentido del yo.

El doctor Russell se acercó a la puerta del fondo por donde se habían marchado los coloniales, y llamó. Entonces se volvió hacia mí.

—Eche un buen vistazo a su cuerpo, señor Perry —me aconsejó—. Porque está a punto de decirle adiós. Va a irse a otra parte.

—¿Adónde voy a ir, doctor Russell? —pregunté. Apenas tenía suficiente saliva como para hablar.

—Va a ir aquí —dijo, y abrió la puerta.

Desde el otro lado, los coloniales volvieron de nuevo. Uno de ellos empujaba una silla de ruedas con alguien sentado. Estiré el cuello para echarle un vistazo, y empecé a temblar.

Era yo.

Hacía cincuenta años.

5

—Ahora quiero que se relaje —me dijo el doctor Russell.

Los coloniales habían conducido a mi yo más joven hasta el otro nicho y estaban a punto de meterlo dentro. Aquella cosa, él o yo o lo que fuera, no ofreció ninguna resistencia: bien podrían haber estado manipulando a alguien en coma. O
un cadáver.
Yo estaba fascinado. Y horrorizado. Una vocecita en mi cerebro me decía que menos mal que había ido al baño antes de entrar, o de lo contrario me estaría meando por la pata abajo.

—¿Cómo…? —empecé a decir, y me atraganté. Mi boca estaba demasiado seca para hablar.

El doctor Russell se dirigió a uno de los coloniales, el cual se marchó y regresó con un vaso de agua. El doctor lo sostuvo mientras yo bebía, porque no creo que yo hubiera podido hacerlo solo. Me habló entretanto.

—«¿Cómo?» suele referirse a una de dos preguntas —dijo—. La primera es: ¿Cómo consiguieron hacer una versión más joven de mí? La respuesta es que hace diez años tomamos una muestra genética y la usamos para crear su nuevo cuerpo. —Retiró el vaso.

—Un clon —dije por fin.

—No. No exactamente. El ADN ha sido ampliamente modificado. Puede ver la diferencia más obvia: la nueva piel de su cuerpo.

Miré de nuevo y me di cuenta de que, con el choque de verme replicado, había pasado por alto una diferencia bastante obvia y chocante.

—Es
verde
—dije.

—Usted es verde, querrá decir —puntualizó el doctor Russell—. O lo será dentro de unos cinco minutos. Así que ésa es una de las repuestas. La segunda pregunta es: «¿Cómo van a meterme ahí dentro?» —Y señaló mi doble de piel verde—. La respuesta a eso es que vamos a transferir su conciencia.

—¿Cómo? —me repetí.

—Cogemos la representación de la actividad cerebral que producen sus sensores y la enviamos, junto con usted, allí —respondió el doctor Russell—. Hemos tomado la pauta de información cerebral que ha ido usted produciendo a lo largo del último par de días y la hemos usado para preparar su nuevo cerebro para su conciencia, así que, cuando le enviemos, usted no se sentirá extraño. Le estoy ofreciendo la versión simplificada, naturalmente: todo es mucho más complicado. Pero por el momento valdrá. Ahora, vamos a enchufarlo.

El doctor Russell extendió la mano y empezó a manipular el brazo del nido sobre mi cabeza. Yo traté de retirar la cabeza, así que se detuvo.

—No vamos a colocarle nada esta vez, señor Perry —dijo—. El casquete inyector ha sido sustituido por un amplificador de señales. No hay nada de qué preocuparse.

BOOK: La vieja guardia
8.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Death Comes Silently by Carolyn Hart
The Potter's Lady by Judith Miller
The Lies of Fair Ladies by Jonathan Gash
The Secret Bedroom by R.L. Stine, Bill Schmidt
His Hotcakes Baby by Sabel Simmons
Moments of Reckoning by Savannah Stewart
Return to Sender by Fern Michaels
Frost Fair by Edward Marston