Read Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta Online
Authors: Chrétien de Troyes
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»—Así Dios me ayude —responde Meleagante—, los diablos os han traicionado, los demonios en persona. Demasiado os habéis acalorado esta noche: por eso os fatigasteis y vuestras llagas reventaron. Cuanto decís es pura ficción: la sangre en ambos lechos lo atestigua con absoluta evidencia. Razón es que paguéis, pues que sois convicto del crimen que se os imputa. Un caballero de vuestro rango, ¿llevó a cabo jamás algo tan deshonroso? La vergüenza es ahora vuestra única compañera.
»—Señor, señor —dice Keu al rey—, por mi dama y por mí habré de defenderme de lo que vuestro hijo me acusa. Sin razón me atormenta y me aflige.
»—No estáis en condiciones de presentar batalla —le responde el rey—. Aún no estáis curado.
»—Señor, si me lo permitís, voy a enfrentarme con él, a pesar de mi enfermedad, y sabré demostrar que no tengo culpa en ese crimen que me atribuye.»
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Entre tanto, la reina ha enviado a buscar secretamente a Lanzarote, y dice al rey que sabe de un caballero que defenderá al senescal contra Meleagante, si éste se atreve a mantener su acusación.
«No existe ningún caballero —exclama Meleagante— con el que yo no acepte entrar en batalla hasta que uno de los dos quede vencido, aunque un gigante sea mi adversario».
Precisamente entonces entra Lanzarote. Tal muchedumbre hay de caballeros que la sala está llena. Ahora que él está aquí puede contar la reina ya lo sucedido, y, ante todos, jóvenes y canos, dice:
«Lanzarote, aquí mismo me ha imputado Meleagante esta vergüenza. Cuantos le han oído se inclinan en mi disfavor, si no conseguís vos que se desdiga. Según él, Keu ha yacido esta noche conmigo, pues que ha visto mis sábanas y las suyas manchadas de sangre, y afirma que será condenado por ello si no puede defenderse en persona de la acusación, o si nadie quiere librar batalla para defenderle.
»—No necesitáis añadir nada más —dice Lanzarote—, estando yo a vuestro lado. ¡No quiera Dios que pese sobre vos y sobre Keu semejante sospecha! Estoy dispuesto a presentar batalla para probar que el senescal ni tan siquiera lo pensó. Yo seré su defensa, y le defenderé lo mejor que pueda. Por él emprenderé batalla».
Entonces Meleagante da un salto hacia adelante, y dice:
«Así Dios me salve, bien lo quiero y mucho me agrada. Nadie vaya a pensar que me resulta gravoso.
»—Rey y señor —dice Lanzarote—, sé de procesos y de leyes, conozco bien los juicios. Sin juramentos no debe celebrarse una batalla en la que está en juego una sospecha tal».
Y Meleagante, sin dudarlo, le responde rápidamente:
«¡Bienvenidos sean los juramentos!
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¡Qué traigan inmediatamente los santos! Sé bien que la razón me asiste.
»—Así Dios me ayude —replica Lanzarote—, no conoció jamás a Keu, el senescal, quien le atribuye este crimen».
Al punto reclaman sus armas y mandan traer a sus caballos. Los escuderos les arman: ya están armados. Y los santos ya están aquí. Meleagante se acerca y Lanzarote hace otro tanto. Ambos se arrodillan. Meleagante tiende su mano hacia las reliquias y jura con potente voz:
«Juro por Dios y por estas reliquias que Keu, el senescal, acompañó a la reina en su lecho esta noche y de ella obtuvo todo su deleite.
»—Y yo te acuso de perjuro —dice Lanzarote—, y torno a jurar que él no la ha gozado. Tome Dios, si le place, venganza contra quien ha mentido, y dígnese probar la verdad. Pero voy a añadir un segundo juramento, pese a quien pese: si hoy consigo tener a mi merced a Meleagante, juro por Dios y por estas reliquias que no tendré piedad de él».
No se ha regocijado el rey al escuchar este juramento. Después de haber jurado, les han traído sus caballos, magníficos ejemplares. Cada uno ha subido sobre el suyo, y el uno contra el otro se dirige tan aprisa como puede su caballo. El choque es tan formidable que de ambas lanzas no les queda sino el extremo que empuñaban. Uno y otro ruedan por tierra, pero no están muertos, que muy pronto se levantan y se hieren todo lo que pueden con el filo de sus espadas desnudas.
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Chispas ardientes brotan de los yelmos hacia las nubes. Con tan gran ira se acometen que sus espadas van y vienen sin reposo, sin tregua para recuperar el aliento. El rey está sufriendo mucho. Decide recurrir a la reina, que seguía el combate desde arriba, apoyada en las tribunas de la torre. Por Dios Creador le suplica que ponga fin al combate.
«Cuando os place y agrada —dice la reina—, en buena fe no atenta contra mi voluntad».
Bien ha escuchado Lanzarote la respuesta de la reina. Desde entonces no quiere combatir: para él ha terminado la batalla. Por su parte, Meleagante le hiere y le golpea sin tregua. Entonces el rey se interpone entre ambos y detiene a su hijo, quien jura y perjura que no le preocupa la paz:
«Batalla quiero, no me cuido de paz».
»—Cállate —responde el rey— y hazme caso: obrarás cuerdamente. Si confías en mí, no te sobrevendrá vergüenza ni perjuicio. Haz lo que debes hacer. ¿Has olvidado que hay una batalla concertada entre tú y él en la corte del rey Arturo? ¿Dudas de que es allí, y no en otro lugar, donde debes adquirir la mayor honra posible?».
Dice esto el rey por ver si consigue convencer a su hijo. Logra que se apacigüe, y les separa.
Retrasábase mucho Lanzarote en encontrar a mi señor Galvan. Por ello va a pedir licencia de partida al rey, y después a la reina.
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Con el permiso de ambos se encamina hacia el Puente bajo el Agua. Le sigue un nutrido grupo de caballeros: más de uno le hubiera complacido quedándose en la corte. A marchas forzadas se han acercado al Puente bajo el Agua, tanto que les separa una sola legua de él. Antes de llegar al puente, antes de poder verlo, un enano sale a su encuentro, montado en un enorme caballo de caza y con un látigo en la mano para empujar a su montura y estimularla. Inmediatamente pregunta, como si hubiese recibido órdenes de hacerlo:
«¿Quién de vosotros es Lanzarote? No me lo ocultéis, soy de los vuestros. Pero decídmelo con seguridad, pues mi pregunta no tiene otro objeto que ayudaros».
Lanzarote en persona le responde:
«Yo soy por quien preguntas y a quien buscas».
»—¡Ah! Lanzarote, noble caballero, deja a tu gente, ten confianza y ven solo conmigo, que te quiero conducir a un lugar muy bueno para ti. Pero nadie debe seguirte. Que te esperen aquí. Volveremos en seguida».
Sin recelar mala intención, el héroe ordena a su gente que le aguarde, y sigue al enano que le acaba de traicionar. Largo tiempo podrían esperar los que allí le esperaban, pues quienes le han prendido y apresado ningún deseo tienen de devolverle. Como ni regresa ni reaparece, sus hombres sufren y no saben qué hacer. Todos piensan que el enano les ha traicionado, y si ello les indigna, locura sería preguntárselo. En medio de su dolor comienzan a buscar, pero no saben dónde encontrarle o por dónde iniciar su búsqueda. Celebran consejo todos juntos. Los más razonables y juiciosos acuerdan, pienso, dirigirse al paso del Puente bajo el Agua, que no está lejos, y buscar en seguida a Lanzarote con la aprobación de mi señor Galván, si es que llegan a encontrarle en floresta o en llano.
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Todos aceptan este plan: ni un ápice se alejan de él.
Hacia el Puente bajo el Agua se dirigen. Recién llegados, ven a mi señor Galván, que había tropezado y caído en el agua, a la sazón profunda. Ora asoma, ora se hunde; ora le ven, ora le pierden de vista. Llegan los caballeros a la orilla y consiguen asirle con ramas de árbol, pértigas y ganchos. No tenía más que la cota de malla en la espalda, y sobre la cabeza puesto un yelmo que bien valía diez de los otros, y las calzas de hierro calzadas, pero enmohecidas por el sudor, pues muchos trabajos había padecido, y muchas refriegas y peligros había atravesado como vencedor. En la orilla estaban su lanza, su escudo y su caballo.
No piensan que esté vivo los que le han sacado del agua: de ella tenía lleno el cuerpo. Hasta que la hubo desalojado por completo, no le han oído decir palabra. Pero cuando ve que puede oír y pueden ser oídas su palabra y su voz, cuando su corazón vuelve a latir y su pecho vuelve a respirar, rompe a hablar sin perder un instante: pregunta al punto a quienes tiene delante si conocen alguna novedad referente a la reina. Y le responden que el rey Baudemagus la tiene bajo su protección en la corte, colmándola de cortesía y de atenciones.
«¿No ha llegado nadie después que yo —dice mi señor Galván— a buscarla a esta tierra?
»—Sí —responden los caballeros—, Lanzarote del Lago. Logró franquear el Puente de la Espada: así la rescató y liberó, y con ella a todos nosotros. Pero nos ha traicionado un vil canalla, un enano giboso y gesticulante: nos ha engañado miserablemente, arrebatándonos a Lanzarote.
[5150]
No sabemos qué habrá sido de él.
»—¿Cuándo fue eso?
—Señor, ha sido hoy cuando nos ha burlado el enano, muy cerca de aquí, mientras nos dirigíamos él y nosotros a vuestro encuentro.
»—¿Y cómo se ha portado Lanzarote desde que llegó a este país?».
Proceden ellos a informarle: de cabo a rabo le refieren todo, sin olvidar un solo detalle. Y le dicen que la reina le espera y ha prometido que nada le haría moverse del país hasta volverle a ver, aunque tuviera noticias suyas.
«Cuando nos alejemos de este puente —pregunta mi señor Galván—, ¿iremos en busca de Lanzarote?».
La opinión general es que primero deben reunirse con la reina. Baudemagus le hará buscar, pues creen que su hijo Meleagante, que mucho le odia, le ha hecho prisionero a traición. Esté donde esté Lanzarote, si el rey lo sabe, ordenará su devolución. Puesto que están así las cosas, pueden esperar. Todos aceptaron esta decisión y se dirigieron hacia la corte, donde estaban el rey y la reina, y Keu con ellos, el senescal, y aquel felón, lleno hasta el colmo de traiciones, que ha sembrado el desconcierto por la suerte de Lanzarote entre todos los que ahora llegan. Muertos se consideran, después de la traición, y hacen visible un gran duelo, que mucho les pesa.
No es cortés la noticia que semejante duelo trae a la reina. Sin embargo, sabe disimular lo mejor que puede su dolor. Por mi señor Galván se imponía regocijarse, y así lo hace. Pero no puede ocultar por completo su pena: a veces aparece. De este modo coexisten en su ánimo la alegría y el dolor: le falla el corazón por Lanzarote, pero ante mi señor Galván aparenta una alegría sin límites.
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Nadie hay que oiga la noticia que no se duela y desespere, al saber que Lanzarote ha desaparecido. Hubiese el rey gozado de la llegada de Galván, mucho le hubiera complacido conocerle, pero tal dolor tiene, tal pesar de que Lanzarote haya sido traicionado que mudo está, y abatido. La reina le suplica que le haga buscar de un extremo a otro de su tierra, y sin tardanza. Galván y Keu se lo ruegan también. Ni uno solo ha dejado de unirse al ruego de la reina.
«Dejad este cuidado sobre mí —dice el rey—, ni una palabra más. Hace ya tiempo que lo tenía decidido. Sin súplicas ni ruegos por vuestra parte, pensaba y pienso llevar a cabo tal búsqueda».
Todos se inclinan ante él. Inmediatamente envía el rey a través de su reino a sus mensajeros, servidores expertos y avezados que por todo el país difunden la noticia y preguntan por Lanzarote, pero no consiguen obtener ninguna información positiva. No encontraron, pues, nada, y regresaron adonde permanecían los caballeros, Galván y Keu y todos los demás. Declaran éstos que, lanza en ristre y armados hasta los dientes, partirán en su busca: a ningún otro enviarán en su lugar.
Un día, después de comer, se armaban todos en la sala —había llegado el momento de cumplir con el deber y ponerse en camino—, cuando entró un paje que, pasando a través de ellos, fue a detenerse ante la reina. Ésta no conservaba su tinte rosa habitual, pues, al no recibir noticias de Lanza-rote, sentía un gran dolor y llegó a mudársele el tono de su cara. El paje saludó a la reina, y al rey que se sentaba junto a ella, a Keu y a mi señor Galván, y a todos los demás después. Una carta llevaba en la mano: se la tiende al rey, y éste la toma, haciéndola leer en alta voz por alguien ducho en semejantes lides. El que lee sabe decirles sin errores lo que ve escrito en el pergamino: que Lanzarote saluda al rey como a su señor y le agradece la honra y los servicios que le ha prestado, como quien se considera por completo a sus órdenes. Sabed con certeza que él está ahora con el rey Arturo, lleno de fuerza y de salud, y hace saber a la reina —si ello no contradice su voluntad—, así como a Galván y Keu, que pueden emprender el camino de regreso. Por las señas, la carta parecía auténtica: así lo creyeron todos.
La noticia inundó la corte de alegría. Al día siguiente, con el alba, hablan de regresar. El amanecer les sorprende preparando la marcha. Muy pronto ensillan, montan y se ponen en camino. Muy de su grado el rey les acompaña una gran parte de la ruta. Hasta los confines de su tierra va con ellos, y, una vez traspasados, se despide de la reina y de todos en general. Ella, a su vez, le da las gracias por todos los favores prestados, y le rodea el cuello con sus brazos ofreciéndole sus servicios y los de Arturo, su señor: más no le puede prometer. Y mi señor Galván y Keu y todos los demás lo prometen también, tratándole de amigo y de señor. Esto dicho, prosiguen su camino, no sin que el rey encomiende a Dios a la reina y a ambos caballeros, salude a los demás y regrese con los suyos.
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No descansa la reina a lo largo de una semana, cabalga sin interrupción, tanto que la corte ha llegado a saberlo. Muy grato es para el rey Arturo el que la reina se aproxime, y el regreso de su sobrino le llena de alegría el corazón: cuidaba que por sus proezas había sido la reina liberada, y Keu y los demás desterrados. La verdad es bien diferente.
La ciudad está vacía, todos han salido al encuentro de los que llegan. Caballero o villano, todos dicen al verles:
«Bienvenido sea mi señor Galván, que nos ha devuelto a la reina, a tanta dama cautiva y a tanto prisionero».
Les ha respondido Galván:
«Señores, me alabáis sin razón. Cesad en vuestras alabanzas, que en nada me conciernen. Me causan vergüenza vuestros honores. Cuando llegué, ya era tarde: mi lentitud me hizo fracasar. Pero Lanzarote sí llegó a tiempo, y la honra que obtuvo no la alcanzó jamás ningún caballero.
»—¿Y dónde está él, mi buen señor, puesto que no le vemos a vuestro lado?