Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (59 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Se acercó sin hacer ruido y gruñó
hello, beauty
!

Hortense levantó la cabeza, le vio, esbozó una sonrisa un poco cansada y dijo:

—¡Has venido!


Yeah
! Quería verle la cara a mis rivales... Pero ¿por qué llevas gafas negras? ¿Has llorado? ¿Te ha ido mal?

—No... Al contrario. Un éxito sin paliativos... Pero tengo un orzuelo purulento en el ojo derecho. Debe de ser el cansancio o Jean el Granulado que me ha pegado un virus, furioso por no haber sido invitado.

—¿Y quién es ése?

—Un minusválido y nuestro nuevo compañero de piso...

Gary señaló con el dedo los escaparates iluminados en la noche y dijo:

—Así que... ¡me abandonaste por esos dos!

—¿Qué te parecen? —preguntó Hortense, ansiosa.

Gary recorrió los escaparates iluminados con la mirada, se detuvo en cada silueta, en cada detalle y asintió con la cabeza, lleno de admiración.

—¡Formidable! Es exactamente lo que tenías en mente en París, ¿te acuerdas?...

—¿Lo crees de verdad?

—¿Por qué? ¿Acaso lo dudas? ¡Sería la primera vez!

—Estoy muy contenta..., ¡tenía tantas ganas de que vinieses!

—Y aquí estoy...

—Junior ha venido también. ¡Habla inglés como un viejo duque estirado! Marcel ha hecho un montón de fotos y me ha felicitado hasta que me han pitado los oídos. Me ha dicho que si quería, lanzaba una línea de ropa Casamia de la que podría ocuparme yo...

—Y...

—No me he atrevido a decírselo, pero es un poco... barato lo que él hace... He sido bastante imprecisa. Sobre todo porque...

Cogió su bolsito, lo abrió y lanzó al aire una lluvia de tarjetas de visita.

—¿Has visto todas las tarjetas que me ha dejado la gente? ¡Quieren verme todos!

Gary calculó por encima que habría más de una docena.

—¡Han quedado encantados, Gary! ¿Te acuerdas de la idea del fular anudado alrededor del cuello? Había utilizado un modelo de Vuitton maravilloso... Pues bien, un tío de Vuitton me ha propuesto trabajar en el diseño de los próximos fulares. ¿Te das cuenta?

Y deletreó V-U-I-T-T-O-N.

—¡Y no sólo él! ¡Tengo al menos dos ofertas de trabajo en Nueva York! ¿Te das cuenta? Nueva York...

—No me extraña... Es bonito, tiene clase... Estoy orgulloso de ti, Hortense, realmente orgulloso de ti.

Hortense le miraba, sentada en el suelo, los codos sobre las rodillas, sus gafas negras en la punta de la nariz y pensaba que era alto, guapo, fuerte, generoso. La escuchaba, la miraba de forma diferente, como si ya no necesitasen pelear. Como si Gary hubiese comprendido algo muy importante. Había en su actitud una especie de desapego, de seguridad masculina desconocida para ella.

—Has cambiado, Gary... ¿Qué te ha pasado?

Gary sonrió, le tendió la mano y ordenó:

—¡Venga! ¡Nos vamos! Te invito a cenar...

—Pero es que tengo que...

Gary levantó una ceja contrariado.

—Ordenarlo todo... —mintió Hortense.

Nicholas había ido a acompañar a Anna Wintour. Le había dicho espérame, vuelvo y vamos a celebrar nuestro éxito. Porque ha sido un éxito, Princesa. Ya verás, te van a llover las propuestas, sólo te costará elegir una...

¡No podía abandonarle! Miró de nuevo a Gary y leyó en sus ojos la urgencia de seguirle. Había vuelto, se había tragado su orgullo, le tendía la mano. Ella dudaba. Su mirada iba de los escaparates al impermeable que Nicholas había colgado en una esquina, y era como si el impecable Burberry le apremiara a quedarse. ¡Te estás jugando tu futuro, Hortense! ¡No lo hagas! Nicholas se pondrá furioso y nunca más querrá levantar el meñique por ti. Se volvió hacia Gary, entró en su mirada, que se oscurecía hasta hacerse negra. Si le digo que no, no le vuelvo a ver... Se tambaleaba de un lado a otro. Sí pero... Necesito a Nicholas, le necesito todavía. Sin su ayuda, sin sus relaciones, su espíritu práctico, esa noche no hubiese tenido el éxito que ha tenido... Esta noche han venido todos pero, si soy honesta, ha sido más por él que por mí. Nicholas tiene un nombre, un nombre que asciende, que me abre miles de puertas. Yo soy todavía una desconocida... Luchaba, avergonzada, y dejó caer de nuevo la cabeza entre las piernas.

—¡No me digas que tienes que recoger los restos de la fiesta! —comentó Gary, socarrón—. Ya lo harán otros... Hortense, sé sincera. Todo el mundo se ha ido... No tienes nada que hacer aquí. ¿Estás esperando a alguien?

Hortense sacudió la cabeza, incapaz de responder. Incapaz de decidir.

—Esperas a alguien y no te atreves a decírmelo...

—No —murmuró Hortense—, no...

Mentía tan mal que Gary comprendió y retrocedió.

—En ese caso, querida, te dejo... O más bien os dejo a los dos...

Hortense frunció la nariz, incapaz de decidirse. Se golpeó la cabeza con los puños y pensó siempre el mismo problema, siempre el mismo problema, siempre había que elegir, ¡siempre! Detestaba elegir, lo quería todo.

Gary se dirigió hacia la salida.

Hortense miraba fijamente la espalda de Gary dentro de su vieja chaqueta de rastrillo, sus vaqueros negros, su larga camiseta gris cuyas mangas sobresalían, su pelambrera hirsuta. El Burberry, por su parte, tenía el aspecto rígido y satisfecho de haber ganado. Has elegido lo mejor, Hortense, tienes todo el tiempo del mundo para vivir tu amor, ese chico te esperará, tenéis veinte años, vuestra vida acaba de empezar. Sólo estáis en fase de prueba... ¿Te quiere? ¿Y qué? ¡No será eso lo que te propulsará hacia delante! ¿Quién se ha pasado horas y horas montando tus escaparates? ¿Quién te ha prestado su ropa, abierto su agenda, llamado a todos hablando de ti y convirtiéndote en una futura estrella? Nicholas está dispuesto a todo por ti, mira cómo ha sabido encumbrarte, destacar tus cualidades, tu capacidad de trabajo, si has estado a punto de ruborizarte... En este mismo instante, le está hablando de ti a Anna Wintour, está consiguiendo para ti un periodo de prácticas en el
Vogue
americano, la biblia de la moda, ¿y le vas a dejar plantado por un jovenzuelo desaliñado?
No way
!

Hortense seguía a Gary con la mirada. Él se alejaba, se alejaba.

No pudo soportarlo.

—¡Espera, Gary! ¡Espérame! ¡Ya voy! —gritó mientras se levantaba.

Recogió su Perfecto, su bolsito Lanvin y le alcanzó cuando ya llegaba a la acera de Brompton Road.

Le cogió la mano y declaró:

—He cambiado de opinión, no vamos a cenar... Vamos a mi casa. Te deseo demasiado...

—¡Pero es que tengo hambre!

—Tengo una pizza en la nevera...

Gary se despertó temprano, tumbado bajo el edredón al lado de Hortense. Ella dormía boca arriba, con un brazo echado hacia atrás. Le besó la punta del seno y ella gimió dulcemente gruñendo quiero dormir más, ¡más! Estoy muerta y Gary sonrió. Se separó, arrastrando el edredón consigo, ella gruñó tengo frío, tiró del edredón hacia sí y él decidió salir lentamente del sueño. Esa noche había soñado con su padre. Se esforzó en recordar el sueño, pero sólo conseguía visualizar el fin: Duncan McCallum, sentado en un claro, le tendía la mano...

Era la hierba que había fumado el día anterior, que decididamente le volvía sentimental.

Alejó el sueño de su mente y se levantó.

Iría a desayunar con su madre.

Garabateó una nota para Hortense, la dejó a la vista en su lado de la cama, todavía templado, y se marchó sin hacer ruido.

* * *

Pero ¿en qué lío me he metido?, se decía Shirley esa mañana mirando al hombre que dormía en su cama.

Vio la cazadora y los pantalones negros tirados por el suelo. Botas y un calzoncillo. No habían hablado, se habían precipitado uno contra el otro... Ella le había llevado a su habitación, le había quitado la cazadora, los pantalones negros, se había desnudado rápidamente y se habían metido en la cama.

Había pasado toda la semana circulando en la furgoneta. Preparando su sesión gore para el colegio, iba de un matadero a otro, levantaba pesados bidones de gelatina, barreños de despojos, de huesos, preparando el escenario de la película de horror que iba a presentar a sus alumnos para asquearles de esa comida industrial que les volvía locos. Había tomado como ejemplo los nuggets... Empezó por enseñarles uno completamente limpio y reluciente dentro de su caja. Se lo pasó a todos y después añadió con voz dulce:

—¿Queréis saber ahora lo que hay DE VERDAD en esos rectángulos que os gustan tanto? ¡Pues bien! Os lo voy a mostrar. Siguiendo atentamente lo que hay en la composición, o que está escrito en letra muy pequeña en la caja y que vosotros no leéis nunca...

Los treinta chiquillos la miraban con cierto aire insolente que decía di lo que quieras, vieja, no serás tú la que nos convenza... Shirley se remangó, hundió las manos en los tarros, exhibió trozos ensangrentados de tripas, hígado, riñones, pieles de ave arrancadas, pulmones de buey, vejigas de cerdo o de ternera que exprimió entre los dedos para escurrir ríos de excrementos, patas de pollo, crestas de gallo, pies de cerdo, filamentos sanguinolentos que mezcló con litros de gelatina, de cola, para triturar todo después en una gran batidora que le había prestado un descuartizador. Todo ello simulando seguir atentamente la lista de ingredientes del dorso del paquete de nuggets. Los chiquillos miraban, estupefactos, oían el horroroso sonido de la piel arrancada, los huesos triturados, sus rostros palidecían, enverdecían, amarilleaban, se tapaban la boca... Shirley espolvoreó la mezcla con azúcar en polvo, volvió a triturarla en la batidora y sacó una pasta rosa, espesa, gelatinosa, que vertió en pequeños moldes que cubrió de salsa a base de colorantes. Operaba mientras miraba de reojo a la clase... Algunos se habían tumbado sobre la mesa, otros levantaban la mano para salir. ¡Y qué olor! Era insoportable. Acres efluvios de carne masacrada, de sangre mancillada que sofocaba el olfato. Y eso no es todo, exclamó clavando en los alumnos una mirada de torturadora mientras vertía el espesante y forraba el resultado pintándolo con un espeso caramelo líquido, dando el triunfante golpe de gracia: «¡Y esto es lo que os tragáis cuando coméis nuggets! Para que lo sepáis: ya sean de pollo o de pescado, son la misma cosa. En el mejor de los casos, tienen un 0,07 por ciento de pescado o de pollo de verdad. Y en el peor, ¡un 0,03! Así que ahora, vosotros decidís si queréis seguir envenenándoos... La alimentación moderna ha dejado de elaborarse para simplemente fabricarse. Fabricarse exactamente como acabo de enseñaros. No me he inventado nada. Todos los componentes están escritos en letras y cifras minúsculas en el dorso de los paquetes. Así que vosotros elegís... ¡Comportaos como corderos y os convertiréis en chuletas!».

Le gustaba mucho su eslogan y no perdía una sola oportunidad de colocarlo.

Sólo el chico que la había abordado en la calle la contemplaba con una gran sonrisa. Los demás salieron corriendo de la clase para ir a vomitar. Cuando terminó su demostración, él le hizo una señal desde la primera fila. Levantó el pulgar en señal de victoria.

Había ganado. Tardarían un tiempo en volver a comer sus rectángulos de pescado o de pollo.

Estaba agotada y cubierta de sangre.

Terminado el espectáculo, se quitó el delantal, recogió, limpió las manchas de huesos machacados sobre la mesa de demostración, la plegó, apiló los boles y frascos, guardó la batidora en su caja y abandonó la sala sin decir nada.

Le devolvería la furgoneta a Hortense y volvería a su casa.

Pero poco después, con la cabeza apoyada en el volante, se hizo una pregunta, una pregunta muy simple: ¿por qué he sido tan violenta? Habría podido hacer la misma demostración con más miramientos, explicándoles poco a poco cada etapa... En lugar de eso los he aplastado, masacrado, he blandido kilos de despojos, bidones de espesantes, les he aturdido con el ruido de la batidora, he exhibido mis manos rojas de sangre, no les he permitido un segundo de reposo... Siempre esa violencia que me impide hacer las cosas con calma. Actúo siempre como si estuviese amenazada...

En peligro.

Fue a devolver la furgoneta a Hortense, le prometió que estaría presente en la inauguración y volvió a su casa. Por el camino no dejó de pensar en la escena de los nuggets.

Un día acabaría pareciéndose a esos iluminados subidos en cajas en la esquina de Hyde Park, que predicen el fin del mundo y el castigo divino, con el dedo apuntando al cielo, lanzando invectivas a los paseantes. Cada vez más violenta, radical, agria...

Y sola.

Sola entre esqueletos de pollo criados en cadena, pollos a los que les sacan los ojos para que pierdan la noción del día y de la noche, a los que les cortan las alas y las patas... Acabaría como ellos. Ciega, con las patas y las alas cortadas. Poniendo el mismo huevo una y otra vez, el mismo discurso que ya nadie escucharía...

Cogió la bicicleta en dirección a Hampstead.

Tenía que volver a verle.

Dio la vuelta a los estanques. Fue hasta el pub donde se habían besado. Justo antes de que se fuera a pasar la Navidad en París.

Esperó. Se bebió una cerveza mientras veía un partido de cricket en la tele.

Volvió a dar la vuelta a los estanques.

Vio cómo se encendían las luces en las casas y los lofts de los artistas, y se reflejaban en el agua inmóvil y tornasolada. Él debía de vivir en uno de esos lofts...

Sintió un escalofrío. Decidió volver a casa. Se subió a la bicicleta.

Pedalear la calmaba. Reflexionaba. Millones de mujeres están solas en este mundo y no estrujan huesos ensangrentados de buey. Se detuvo en un semáforo. Hizo chirriar los frenos como una llamada para Oliver. Vio a dos mujeres solas al volante de su coche. ¿Ves?, no eres un caso único, cálmate. Sí, pero yo no quiero estar sola, quiero un hombre, quiero dormir con un hombre, estremecerme debajo de un hombre...

Estremecerme debajo de un hombre...

Las manos del hombre de negro sobre su piel... La palma de sus grandes manos calientes... El peligro inventado en cada encuentro... El aliento que ella retenía, la lenta voluptuosidad que él ordenaba, la turbación de sus abrazos, de sus caricias como golpes que venían a morir sobre su piel y la rozaban, la crueldad calculada que brillaba en sus ojos, los suaves mordiscos en su carne, las amenazas susurradas, las órdenes secas, el abismo que se abría, las advertencias que ella ignoraba desafiando el castigo anunciado y el fulgurante placer que seguía... Él no le hacía daño, la mantenía a distancia, fingía frialdad para abrasarla aún más de deseo, tanteaba el largo surco de su espalda como lo haría un rudo marchante de caballos, le inclinaba la nuca, le tiraba del pelo, examinaba la parte superior de la garganta, le palpaba el vientre. Ella se dejaba manipular para precipitarse mejor en ese peligroso espacio que él creaba entre los dos. Ella lo preveía, con el corazón palpitante, imaginándose lo peor. Aprendía a descifrar en sus dedos hábiles el giro brusco del deseo. Traspasar más y más fronteras, ir más allá de la propia turbación, de todos los matices de la turbación. Sentir hasta el desfallecimiento su fragilidad fingida a merced del hombre todopoderoso.

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