L'auberge. Un hostal en los Pirineos (34 page)

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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Una vez terminadas las inspecciones y cumplimentados los papeles, todos se concentraron en el comedor entre charlas y risas mientras Lorna preparaba la comida en la cocina. En tono cada vez más exasperado, Stephanie daba instrucciones a Christian, a Alain y a uno de los policías para desplazar los muebles y componer una mesa larga en el centro de la sala, mientras Annie y madame Dubois ponían los cubiertos y los vasos. René, por su parte, servía bebidas y, apoyada en el brazo que galantemente le cedía monsieur Gaillard, Véronique circulaba con una bandeja de aperitivo que se vaciaba a gran velocidad.

Al pasar junto a Paul, Véronique le ofreció el último pedazo de pastel de nuez con queso de cabra que quedaba. Cayendo en la cuenta de que estaba hambriento, aceptó con gusto. Al darle un mordisco y paladear el dulce sabor de la miel que Lorna había comprado el día anterior a Philippe Galy matizando el gusto del queso, por fin tomó conciencia del hecho: su esposa era chef de un restaurante. ¡No! No sólo chef de un restaurante: era chef de un restaurante francés. Por primera vez, observando la alegre algarabía que lo rodeaba, tuvo la sensación de que podrían llegar a cumplir su propósito.

Fue entonces cuando reparó en el sobre. Lo tomó, lo abrió y sacó el papel del interior.

—¿Qué es eso? —preguntó Christian al advertir la insignia del Ayuntamiento en el membrete—. ¿Es del alcalde?

Paul asintió concentrándose en la traducción. Después emitió un quedo silbido y la entregó a Christian para que la leyera. Cuando hubo terminado, éste lo miró con cara de extrañeza.

—¿Cuándo la habéis recibido?

—Monsieur Souquet se lo da a Lorna antes. Pero mira. —Paul señaló la fecha que había en la esquina de la derecha.

—Sí. Ésta es la carta a la que se refería el alcalde en la notificación de la inspección que llegó la semana pasada. ¿Pero por qué no la recibisteis el día 15?

—¿Igual monsieur Souquet la retiene a propósito? ¿Quién sabe? De todas formas, esto cambia todo. Voy a decir a Lorna.

Christian se puso a hacer girar la copa de cerveza entre las manos, rumiando sobre el contenido de la carta.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Annie al oído, provocándole un sobresalto.

—Más vale que no te lo cuente —contestó.

—¿De manerrra que el alcalde había rrrevocado la orrrden de cierrre el 15 de enerrro y Pascal no les dio la carrrta? —preguntó Annie con incredulidad.

—Eso parece.

—¿Y podrrrían haberrr tenido el hotel abierrrto todo este tiempo? ¿Sin que se necesitarrra la inspección?

—Aparentemente.

—¿Tú no lo crees?

—Me parece demasiado bien hilvanado —repuso Christian con escepticismo.

—¿En qué sentido?

—Bueno, se supone que el alcalde cambió de opinión, decidió anular la orden de cierre y después solicitó la segunda inspección. Mientras tanto, o bien Pascal se olvidó de entregar la carta en la que se informaba a Paul y a Lorna del cambio o bien lo hizo así a propósito. En un caso o en otro, ahora la culpa recae sobre él y el alcalde sale bien parado. —Christian se encogió de hombros y tomó un sorbo de cerveza—. Como he dicho, queda demasiado bien presentado.

—¿Vas a decir algo? —preguntó Annie mientras Paul enseñaba la carta a Stephanie, que ya empezaba a desgranar maldiciones contra Pascal.

—No lo puedo demostrar. Y de todas maneras creo que al final ha obrado por el interés del municipio.

Annie soltó un bufido.

—Me gustaría saber, de todas formas, qué le hizo cambiar de opinión —se planteó Christian. Annie, que sospechaba que aquello era obra de cierta persona, optó por callar—. En todo caso, será mejor que vaya a rescatar a tu hija —anunció, señalando con la cabeza el otro rincón de la sala donde monsieur Gaillard demostraba un gran interés por Véronique, valiéndose sin duda del encanto de su aureola de superviviente en los incendios.

—¡Desde aquí no parrrece que necesite que la rrrescaten! —bromeó Annie mientras recogía la gran bolsa que había depositado en el suelo para encaminarse a la puerta.

—Ahí está precisamente el problema —murmuró Christian.

Contenta de salir al aire libre después de pasar toda la mañana dentro, Annie se demoró al ir a tirar la basura. Contempló el curso del río en su camino hacia St. Girons y las ondas y remolinos incesantes que formaba a la altura de la presa. Estaba a punto de volver a entrar cuando vio un pequeño Peugeot plateado que venía por la carretera como si el conductor se hubiera tomado unas copas de más y condujera con sumo cuidado para compensar su estado de ebriedad.

Era Serge Papon.

Se detuvo justo delante de ella y bajó la ventanilla. Annie no tuvo necesidad de preguntar. Le bastó con verle la cara.

Thérèse había muerto.

—¿Han pasado la inspección? —preguntó, como si reprimiera la emoción.

—Sí.

Asintiendo, hizo ademán de marcharse, pero Annie lo retuvo posando una mano en su brazo.

—No te vayas, Serge —le dijo con voz queda—. Ya estamos enterados de lo de Thérèse. No es ahora momento de que estés solo.

Cuando puso el coche en marcha, pensó que no iba a hacerle caso, pero al final aparcó al lado del hostal y bajó. Tomándolo del brazo, Annie lo condujo hacia las escaleras.

—Un brindis por haber pasado la inspección —propuso Paul, entregando a Lorna una copa de
kir
.

Lorna levantó la copa y tomó con gusto un sorbo. Con el
pot-au-feu
cociéndose a fuego lento y la sopa de cebolla ya lista, observaba el comedor con una expresión de feliz asombro. La larga hilera de mesas dominaba la sala, cargada de cestos de pan y de las botellas de vino de Ariège que René había traído como regalo de inauguración. ¡Tenía mucho mejor sabor, en todo caso, que los caldos que habían descubierto en la bodega! Alguien había encendido la chimenea del rincón y el fuego se reflejaba en los cubiertos, aportando un aire festivo con las danzarinas chispas de luz.

—No me lo puedo creer —exclamó, maravillada—. Parece tan irreal después de tantas complicaciones… ¡Al final hemos pasado la inspección!

—Y tenemos presentada la solicitud para la subvención. ¡Dentro de un año puede que tengamos un tejado nuevo!

—No lo habríamos conseguido sin ellos —señaló, mirando a cuantos les habían ayudado.

Véronique charlaba con monsieur Gaillard, mientras René y Alain mantenían una feroz discusión con uno de los policías, centrada, según sospechaba Lorna, en las máquinas de hacer pan. Christian estaba acorralado por madame Dubois, que coqueteaba sin disimulo con él, y el pobre se veía incómodo e intimidado. Chloé, que acababa de llegar de la escuela, acariciaba a la gata y escuchaba a Stephanie, que estaba enzarzada en una animada conversación con monsieur Chevalier y no paraba de gesticular, acompasando sus palabras con el tintineo de las pulseras.

—¿Crees que nosotros formamos parte de esto? —preguntó Paul con un susurro mientras enlazaba la cintura de su esposa.

Lorna asintió con un nudo en la garganta.

—¡Bueno, esperemos a que hayan probado tu
pot-au-feu
! ¡Entonces nos aceptarán de pleno en la comunidad! —Paul levantó la cara y olisqueó con gesto apreciativo el apetitoso aroma que llegaba de la cocina—. ¿Dentro de cuánto podemos comer?

—Primero deberíamos decirle algo a Stephanie, ¿no crees?

—¿Cómo? ¿Ahora? ¿Antes de la comida?

—¿Por qué no? Es el momento perfecto.

—¡Perdonad! —gritó en voz alta, dirigiéndose a la sala. Cuando las voces cesaron, levantó la copa—. ¡Por nuestra nueva camarera! —anunció—. ¡Stephanie Morvan!

Stephanie abrió la boca, pero no logró producir sonido alguno.

—¿No quieres trabajando aquí? —bromeó Lorna.

—¿Me estáis dando el empleo? ¿De verdad? ¿Tengo el trabajo?

—¿Cuándo puedes empezando?

—¡Ahora!

Todos lanzaron vítores mientras Stephanie se volvía hacia Chloé para tomarla en brazos y apretarla contra sí.

—No tenemos que marcharnos —le susurró al oído—. Podemos quedarnos aquí.

Chloé se inclinó hacia atrás para mirar la cara de su madre con solemne expresión.

—Yo nunca tuve intención de irme, mamá. Éste es nuestro pueblo.

Coincidiendo totalmente con su afirmación, Stephanie dio un sonoro beso en la mejilla a Chloé, que lo encontró más bien una mortificación, y cuando la depositó en el suelo, vio a Annie en el umbral y a Serge Papon apoyado en su brazo.

En la sala se hizo el silencio ante la presencia del anciano. Viéndolo entonces, con la incertidumbre de la acogida que iba a recibir y la carga de la pena, su edad se hizo de improviso evidente. Christian fue el primero que tomó la iniciativa de acercarse y con su manaza estrechó los deformes dedos del alcalde.

—Lo siento —dijo con sencillez—. Era una buena mujer.

Serge movió la cabeza, incapaz de hablar. Después Lorna, con los ojos inundados de lágrimas por una mujer a la que no había conocido, lo tomó afectuosamente del brazo y lo acompañó hasta una silla.

—Quédese con nosotros y coma —lo invitó—. No puede yendo a casa.

—Gracias —logró articular Serge.

—Es buena cocinera —intervino René con nerviosismo, consciente de la tensión—. Aunque sea inglesa…

—¡René! —lo reprendió Véronique.

Los demás se echaron a reír, incluido Serge, y de este modo se aligeró un poco el ambiente mientras se instalaban en la mesa.

—Pero es verdad —farfulló René, para asegurarse de que no había ofendido a nadie—. Cocina platos franceses y hasta aplica las recetas de Jamio Le Vert.

—¿Quién? —preguntó Stephanie, al tiempo que añadía un nuevo plato a la mesa asumiendo su nueva función.

—¿No lo conoces? ¿Jamio Le Vert? ¡Es francés! —exclamó René con orgullo patrio—. Muy famoso. A mi mujer le encanta.

—Me parece —intervino Lorna, procurando reprimir la risa porque tenía un cucharón de sopa en la mano— que refieres a Jamie Oliver.

—Sí, eso es lo que he dicho. Jamio Le Vert.

Un torrente de carcajadas inundó la sala cuando todos cayeron en la cuenta de la confusión de René.

—¡Es inglés, idiota! —gritó Christian.

—¿Cómo que es inglés? —exclamó horrorizado René entre las risas, mientras los demás iban distribuyendo los tazones, coronados con su capa de queso fundido—. ¡Mi mujer lleva años dándome comida hecha con sus recetas y me decía que era francés!

La indignación de René fue en aumento a medida que ponderaba el alcance de la traición de su mujer, lo cual no hacía más que redoblar las risas generales. Entre el jolgorio, Annie advirtió que faltaba alguien. Entonces llamó a Chloé y le susurró algo al oído. Con un revuelo de rizos negros, Chloé salió corriendo y se fue hasta el colmado.

—Josette —llamó entrando como un torbellino por la puerta.

Al escuchar el vigoroso trino de los pájaros, Josette acudió a toda prisa desde el bar.

—Jesús, Chloé, ¿pasa algo?

—Annie dice que tienes que cerrar y venir a comer al hostal. Estamos de celebración.

—¿De celebración? ¡Entonces han pasado la inspección! ¡Bueno, en ese caso tendré que hacer lo que dice Annie! Espérame aquí, cariño, que no tardo ni un minuto en bajar.

Con una alegría que no sentía desde hacía mucho tiempo, Josette se apresuró a ir a buscar el abrigo. Aquella era una noticia fantástica. Todos los esfuerzos habían valido la pena. Y Jacques estaría contentísimo.

Al bajar oyó que Chloé charlaba con alguien en el bar y musitó una maldición. Sólo faltaba eso, un cliente que llegaba a tomar algo a la hora de la comida. Bueno, pues esa vez tendrían que ir a otra parte, porque pensaba cerrar.

Cuando entró en el bar, sin embargo, se encontró con que Chloé estaba sola, a excepción de Jacques, que lucía una gran sonrisa sentado junto al fuego. Contenta de que el cliente no hubiera esperado, cogió a Chloé de la mano y se dispuso a marcharse.

—Josette —preguntó Chloé cuando se encontraban en la puerta—. ¿No va a venir Jacques con nosotras?

La mujer observó, petrificada, la seria expresión de Chloé.

—¿Qué quieres decir, cariño? Jacques murió hace un año.

—Ya sé —dijo Chloé, señalando hacia el rincón de la chimenea donde Jacques reía en silencio—. Pero ha vuelto. Mira.

—¿Tú lo ves?

—Sí. —Agitó la mano y comprobó, encantada, que él le devolvía el saludo.

—Bueno, no todo el mundo lo puede ver, Chloé —señaló Josette, procurando adoptar un tono calmado—. Por eso creo que deberíamos mantener esto entre nosotras, como un secreto. ¿De acuerdo?

Chloé se encogió de hombros con la despreocupación propia de su edad.

—Como quieras, pero si no va a venir, igual podríamos dejar al menos los postigos abiertos para que pueda ver la calle.

—Una gran idea —aprobó Josette.

Dirigiendo una mirada de afecto a su marido, abandonó la tienda detrás de Chloé y echó la llave.

Jacques se levantó para mirarlas y permaneció frente a la ventana viéndolas caminar en dirección al hostal, el centro de la vorágine que había amenazado con engullirlos a todos. Un inmenso sentimiento de satisfacción le inundó el corazón mientras meditaba en el desenlace de lo que podría haber sido un desastre para el municipio de Fogas.

Cuando Josette y Chloé llegaron al hostal se volvieron para saludarlo de nuevo con la mano. Entonces Jacques volvió a retomar su lugar junto al fuego y al poco sintió la cabeza pesada y la abatió sobre el pecho.

«La vida es buena —pensó mientras se dejaba vencer por el sueño—. Y la muerte no está tan mal tampoco.»

Fin

Agradecimientos

Este libro es la creación de una sola mente, pero producto de muchas almas. Por las lecturas, correcciones, tazas de té y expresiones de aliento de que he sido beneficiaria, debo una botella del mejor vino de Ariège y una lata de cassoulet a las siguientes personas:

Claire, Brenda, Matthew, Karen, Ellen S., Micheal, Ellen Mc, Simon, Peter, Gary, Anne, Ali, Jenni, Swati y Alice.

Expreso mi especial gratitud a las Tres Gracias, sin las cuales este libro no habría pasado de ser un fajo de hojas DIN A4 olvidado en el fondo de un cajón: Judith, Sue y su catalizadora, Meg.

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