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Authors: Juan del Val Nuria Roca

Tags: #Romántico

Lo inevitable del amor (2 page)

BOOK: Lo inevitable del amor
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Qué rabia me da sentir la nostalgia que siento pensando en Eugenio. Si me quedo agarrada a ella, no voy a ser capaz de decirle que lo nuestro tiene que acabar. La nostalgia se aprovecha también de esa visión por partes que tenía dibujando de niña. Y a mi mente sólo vienen las partes mejores, aquéllas en las que no aparecen ni el aburrimiento ni la rutina. Sólo las risas y los besos y la pasión. Y, como en los dibujos, esas partes son también, inconfundiblemente, Eugenio. La nostalgia convierte los mejores recuerdos en presente. Es así de perversa.

Mis hijas, ya lo he dicho, se llaman Carla y Julia. Son mellizas y tienen diez años. Hace un par de décadas tener mellizos era excepcional, casi un accidente, pero ahora, con los tratamientos de fertilidad, es más habitual. Muchas parejas dicen que es porque en su familia hay antecedentes, pero casi nunca es verdad. Nunca he comprendido por qué mentimos en esto, pero el caso es que se hace. Yo, a las mías, las tuve porque me sometí a un tratamiento después de unos meses intentando tener hijos por el método natural sin lograrlo. Cada vez que escucho decir a una persona eso de «por el método natural» me la imagino follando en la cama, no lo puedo evitar. La visualizo durante un rato con su pareja y tardo en volver a la conversación.

La versión oficial desde que supe que mi embarazo era doble fue que en la familia de mi madre había un par de tías que habían tenido mellizos hacía mucho tiempo. El problema de aquella mentira es que la interioricé tanto que un día, embarazada de siete meses, se la estaba contando a mi propia madre, que me recordó que ella no tuvo jamás una tía con mellizos. Lo hizo con naturalidad, sin meter demasiado el dedo en la herida que provocaba mi absurda mentira y siguió leyendo el ¡
Hola
! «Esta chica me encanta —dijo de una actriz que salía fotografiada con su nuevo novio—, siempre tan mona».

Carla se parece mucho a mí y Julia más a su padre, tanto físicamente como en el carácter. Carla es rubia como yo y Julia morena como él. La genética es muy caprichosa. A las dos les gusta dibujar, aunque Carla es más constante, más disciplinada. Por eso digo que se parece más a mí, creo. Julia es más guapa, a pesar de tener las orejas de soplillo. No muy grandes, menos mal, pero muy de soplillo. En eso es idéntica a su padre, aunque él se las operó nada más terminar la carrera. Yo no llegué a conocerle con las orejas abiertas, pero le he visto en foto y la pobre Julia las tiene igualitas. Todavía es pequeña y no le afecta, pero supongo que dentro de pocos cursos los niños le harán sufrir en el cole por ese motivo. Su padre me contaba que las orejas de soplillo le traumatizaron mucho. La mayoría de los niños con los que jugaba ni siquiera sabían su nombre porque él era sencillamente «el Orejas». No le echaron mucha imaginación las criaturas en el mote porque tampoco era necesario. «¡Eh, Orejas, pásame la pelota!». Un apodo descriptivo cuya crueldad residía precisamente en su simpleza. Cuando me lo cuenta, me río, pero como a mi niña alguien se le ocurra llamarle «la Orejas» no sé lo que le hago.

Me gusta mi familia, la he hecho bien. A veces me parece que es una creación similar a construir un edificio. Al margen del tópico ese tan cursi de que la relación con mi marido tiene buenos cimientos, la mía además es una familia bonita. Puede parecer una definición un poco frívola, y lo es, pero lo pienso de verdad. Los cuatro somos guapos, tenemos clase y pegamos mucho entre nosotros. Sí, ya sé que no queda muy bien decirlo, pero somos una familia bonita.

No estar bien con Eugenio afecta a todo lo que me rodea, también a mi familia. Pero hay que ser honesta y lo nuestro tiene que terminar porque, de no ser así, lo contaminará todo. Es mejor acabar cuando no todo está muerto, cuando las cosas aún tienen algo de color.

Cuando llego al estudio, ya sólo quedan un par de arquitectos. Y Eugenio, que me está esperando y que se levanta al verme entrar en mi despacho.

—¡Pasa y cierra la puerta! —le digo cuando ya está dentro.

—¿Lo tienes claro? —me pregunta sin sentarse.

—Sí, quiero dejarlo.

—Esto ya ha sucedido otras veces —me recuerda— y yo no puedo estar así eternamente.

—Ahora estoy convencida.

—¿Hay alguien?

Hay preguntas que no quieres que te respondan, porque un «sí» dolería y un «no» no sería creíble. «¿Hay alguien?» es una de ellas.

—Ése no es el problema, y lo sabes —contesto.

Eugenio y yo nos conocemos muy bien. Hemos sido cómplices de muchas cosas. No nos podemos engañar con facilidad porque hay algo en nuestra mirada que nos delata. Nos miramos fijamente unos segundos en silencio, los dos de pie, cada uno a un lado de la mesa de mi despacho y nuestras miradas descubren la verdad del otro. Y esa verdad es que yo ya no quiero estar con él y que a él no le importa demasiado. Eugenio y yo lo hemos dejado otras veces, pero los dos nos damos cuenta de que ésta es distinta.

—Sabes que te quiero, ¿verdad? —me dice interrumpiendo la conexión de las miradas.

—Eso siempre —contesto mientras le beso en los labios.

—Si te parece, voy a irme a Valencia mañana.

—Perfecto. Es mejor que no vengas al despacho durante unos días.

En Valencia tenemos una delegación del estudio. Abrimos allí porque hace unos años construimos mucho en Levante, era una tierra esplendorosa para los negocios. Hicimos viviendas, un campo de golf y también algo de obra pública. Ahora todo es distinto, ya no hay negocio y estamos valorando la posibilidad de cerrar la delegación y quedarnos sólo en Madrid. Son decisiones que han de tomarse si diriges una empresa, aunque yo nunca las tomo hasta que no me dicen que hay que tomarlas. No entiendo de eso, no me apetece entender. A veces me arrepiento de estar en esta aventura empresarial y creo que si volviera atrás, no lo haría. Menos mal que tengo a mi marido, que se encarga del trabajo sucio, ese que tiene que ver con los números, los balances, la financiación… Eso, pase lo que pase entre nosotros, sé que nunca cambiará.

El estudio, ya lo he dicho, se llama Puente. Ése es su nombre porque no se me ocurrió ninguno mejor. Es mi apellido y tiene que ver con la construcción, si bien, curiosidades aparte, yo jamás he diseñado un puente.

Trabajo más de diez horas al día de lunes a jueves y el viernes me lo suelo tomar libre a partir de las dos. Algunas veces me llevo trabajo a casa los fines de semana y lo voy adelantando antes de que las niñas se despierten. Yo me levanto todos los días a las siete, sábados y domingos también, así que tengo un par de horas o tres para dibujar antes de estar con ellas.

Hoy es jueves y es bueno que Eugenio se haya ido a Valencia esta misma noche y vaya a pasar allí la semana que viene entera. Aunque hablaremos, no le veré en los próximos días. Hay que ir normalizando la situación. Creo que él también lo tiene claro y eso nos facilitará mucho las cosas.

El atasco de vuelta a casa ha sido aún peor de lo habitual porque un camión de naranjas ha perdido su carga en la M-40. Un día más las niñas ya estarán durmiendo. Les he dado las buenas noches por el móvil desde el coche, mientras estaba parada. Espero que me tenga la cena preparada.

Me encanta llegar a casa los jueves, es mi día preferido, por la noche doy casi la semana por terminada. El viernes es más relajado y por delante está el fin de semana.

—¡Mamá, mamá! —me reciben mis hijas corriendo hasta la puerta.

—¡Reinas! ¿Pero vosotras no estabais durmiendo?

—Te queríamos dar una sorpresa —dice Julia.

—Papá te ha hecho canelones —desvela Carla.

—Tonta, no se lo digas, que era sorpresa.

Da igual que Carla haya desvelado el secreto. De la cocina viene el aroma inconfundible de los canelones, mi comida preferida. Sobre todo los que hace Óscar, mi marido, que son los mejores del mundo.

Las niñas me arrastran hasta la cocina y allí está él terminando de servirlos en la mesa.

—¡Hola, cariño! ¿Qué tal el día?

—Mucho lío, como siempre.

—¡Venga, niñas! —les digo—. Subid a la cama que papá y yo queremos cenar tranquilos.

Óscar, además de ser mi marido y el padre de mis hijas, es, como he dicho, el director financiero del estudio y el encargado de hacer y deshacer todo lo que tenga relación con la economía del despacho. Yo ya no tengo ni que firmar porque le di a él todos los poderes para no perder tiempo en esas cosas. Óscar entró a trabajar en Puente a los tres años de su creación, justo cuando nos empezábamos a hacer grandes. Me lo recomendó mi padre, que lo había conocido después de haber salvado un par de empresas de amigos suyos a base de una buena organización y de un par de ideas para ampliar líneas de negocio que fueron muy rentables en ambos casos. A mí, que siempre he tenido la certeza de que lo único que sé hacer bien es dibujar, cuando oía hablar de «líneas de negocio» y «rentabilidades», me entraba un poco de ansiedad. Mi padre, que siempre me ha ayudado a llevar la empresa, me dijo que había que contratarle porque el estudio lo necesitaba —había crecido mucho y se me estaba escapando de las manos— y porque en ese momento estaba libre después de haber dejado la última empresa en la que había trabajado, una firma discográfica.

Hay días que parecen ser como otro cualquiera, veinticuatro horas más que pasan después de las anteriores y previas a las que compondrán el día siguiente. Así era el día en el que Óscar llegó al estudio para que yo le hiciera la entrevista de trabajo. Ese día, que transcurría como los demás, yo esperaba a un economista cincuentón, con poco pelo, con su traje y su corbata y un probable sobrepeso, que me iba a ayudar a tomar las riendas del estudio. Estaba dibujando en mi despacho no recuerdo qué casa de qué rico cuando Paula, la secretaria, me llamó y me dijo que ya había llegado Óscar Palau, el economista. Le dije que le hiciera pasar a la sala de juntas y le ofreciera un café. Ese día, normal como todos los días que van uno detrás de otro, pasé por el servicio antes de entrevistar al que podría ser el director financiero de Puente. Después me lavé las manos, me recompuse el pelo y me quité del ojo derecho lo que empezaba a ser una legaña pequeña teñida de negro por culpa de la raya de lápiz de ojos que me había puesto hacía ya algunas horas. Lo normal, como cualquier día que no tiene nada de especial respecto al anterior o al siguiente.

Antes de entrar en la sala de juntas Paula me sonrió de una forma que no supe interpretar hasta que abrí la puerta y vi al tal Óscar Palau. El economista al que había imaginado, no sé por qué, con sobrepeso y escaso de pelo era un tipo de treinta y pocos años, de casi uno noventa de estatura, proporcionado, delgado y muy guapo. El día dejó de ser como cualquier otro en el mismo momento en el que Óscar Palau me saludó con dos besos y me dedicó la sonrisa más sexy que había visto en mi vida. Le contraté, claro, y a los tres meses estábamos viviendo juntos.

Diez años después estoy aquí, en la mesa, cenando con él los canelones más ricos del mundo mientras nuestras hijas Carla y Julia duermen en la planta de arriba de nuestro chalet. Diez años en los que han pasado muchas cosas desde aquel día que no fue un día cualquiera.

Mi madre se llama Ernesta y está convencida de que tiene poderes. No es que esté loca, sino que ha asumido que es como una especie de bruja con capacidad para adivinar cosas que le van a suceder a ella y a las personas que la rodeamos. En algunos momentos de su vida incluso ha pretendido abrir una consulta para adivinar el futuro de la gente. Mi padre y yo siempre le hemos quitado esa idea de la cabeza argumentando que una señora de su clase no debe dedicarse al oficio de pitonisa porque la gente no se la tomaría en serio. Además, yo creo que mi madre ni ve el futuro ni adivina nada. Ni ella ni nadie. Soy muy escéptica con esos temas.

Mi madre dice que lo que sueña se cumple, casi siempre tragedias. Más de una vez se ha levantado sobresaltada a media noche y me ha despertado a voces a las tres de la mañana porque ha soñado que yo estaba muerta en la cama y quería comprobar que respiraba.

—¡María, María! —gritaba al tiempo que me zarandeaba—. ¿Estás viva?

—¡Claro, mamá! —contestaba sobresaltada.

—¿Estás segura?

Mi madre, como todas las madres, tiene muchas particularidades, aunque la mía, sin pretenderlo, tiene mucha gracia. Dice las cosas más absurdas con tanta naturalidad que es imposible saber si está hablando en serio o te está tomando el pelo. Por ejemplo, de vez en cuando ve fantasmas. No los ve nítidos, explica, sino como una especie de sombras que vienen a comunicarle cosas. Algunas son trascendentales, como cuando el fantasma de un banquero le dijo hace años que iba a haber una gran crisis económica; y otras son de menor calado, como por ejemplo cuando está en la cola de la caja del súper y la sombra de un fantasma le recuerda que se le ha olvidado comprar huevos. Ella, como médium, dice, es bastante completa.

En los últimos meses ha estado saliendo con un señor que se llama Juanjo y creo que está muy a gusto con él. Los dos tienen dinero, intereses parecidos y pasan gran parte de su tiempo viajando.

Mi padre se llama Antonio, aunque yo nunca le he llamado papá. Vive en Santander, pero últimamente no voy mucho a verle porque no soporto a la mujer que vive con él, una mexicana que tiene un año más que yo. Demasiado joven para estar con mi padre y, sobre todo, demasiado joven para tener ya la cara sin expresión a causa de su desmedida afición al bótox. Llevan muy poco tiempo juntos, pero él parece considerarla la mujer de su vida. Incluso se ha planteado casarse con ella. Hay mujeres expertas en manipular la voluntad de los hombres cuando llegan a determinada edad. Supongo que lo harán, sobre todo, por la noche en la cama, porque es evidente que esta mexicana en concreto no ha podido enamorar a mi padre por nivel cultural.

Viven en un piso de trescientos metros cuadrados y más de cien de terraza con vistas al mar. Un sempiterno collar de perlas blancas al cuello y un pelo cardado con mucha laca son elementos que ella considera propios de una señora elegante, que es de lo que parece ir disfrazada todo el rato. Me saca de quicio Estefanía, que es así como se llama la mexicana.

Para mí, la estética es un concepto poco valorado: tiene más importancia de la que se le da. Las cosas deben ser bonitas, que es otra palabra que se utiliza con escaso rigor. Sin estética, sin que las cosas que me rodean tengan belleza, me resulta muy difícil vivir. Siempre me ha parecido una simpleza eso de que «para gustos hay colores». No es verdad. Hay personas que tienen un gusto lamentable y eso no es una cuestión subjetiva. El buen gusto, la estética, la belleza tienen que ver con la cultura, con el respeto a uno mismo y a los demás. El buen gusto tiene que ver, en definitiva, con la inteligencia. La mexicana amiga de mi padre, por ejemplo, es muy poco inteligente, por eso lleva ese pelo. Son cosas que cuadran siempre.

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