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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (7 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Deseó haber sido capaz de decirle algo inteligente a Katrina Barker que, en su opinión, era una mujer realmente brillante, una erudita cuyo trabajo transformaba la concepción que uno podía tener de una obra o del contexto que la produjo. Le entraron ganas de ir corriendo a comprar su nuevo libro para poder hablar con ella de este, pero sabía que no haría algo así.

La sesión de ponencias era un plenario y la sala estaba casi llena. Las ponencias fueron leídas por dos hombres y una mujer, todos a punto de abandonar la treintena o con cuarenta y pocos. Podían haber pasado por poderosos ejecutivos de alguna empresa poco convencional de la Costa Oeste. Thomas apenas entendió lo que decían. De vez en cuando captaba algo destacable, y en ocasiones era el propio vocabulario el que lo desbarataba (y no podía echarle la culpa a la jerga teórica), pero seguía sin entender de qué estaban hablando. Shakespeare apenas aparecía en las ponencias (un par de referencias al Rey Lear en una, algunas citas de Noche de reyes y Como gustéis en otra), como si dieran por sentado que las obras habían sido leídas. Lo que predominaba era el detalle histórico acerca de personas y acontecimientos oscuros y, más concretamente, «condiciones», algo que la gente allí congregada parecía considerar relevante, pues aplaudieron con entusiasmo y asintieron y murmuraron entre sí cuando el moderador dio paso a las preguntas.

—Todo esto está muy bien —dijo un joven vestido de negro que se había puesto en pie—, pero se basa en la idea de que esas obras fueron escritas por William Shakespeare, un hombre sin linaje, apenas educación, carente de experiencias en la corte o en el extranjero…

La gente comenzó a suspirar y a poner la mirada en blanco.

—Me gustaría recordarle —dijo el moderador—, que esta es una conferencia sobre Shakespeare, y que por ello, a todos los efectos, consideraremos a Shakespeare un hombre de Stratford-upon-Avon…

Se oyeron algunos aplausos y vítores. El joven continuó hablando, haciendo referencia al conde de Oxford y a la imposibilidad de que el hijo de un fabricante de guantes de Stratford pudiera haber creado una poesía de tal delicadeza y experiencia mundana…

Thomas se marchó a toda velocidad.

Abandonar la conferencia era como admitir la derrota o, peor, su fracaso, pero no quería andar merodeando por ahí con la esperanza de que lo relacionaran con algún grupo de personas inteligentes que se conocían desde años atrás y que consideraban esas conferencias como una especie de reuniones. Fue al bar. Al menos con una bebida en la mano parecería que estaba haciendo algo.

El Coq d’Or estaba revestido de paneles de madera oscura, con butacas de cuero rojo. Le apetecía un gin martini, pero tampoco quería gastarse lo que podría desembolsar por una cena, así que pidió una Honker’s Ale. Solo había dado un par de tragos cuando alzó la vista, pues notaba que alguien estaba observándolo. De pie, en la entrada principal, estaba Polinski. Permanecía muy quieta, con sus ojos fijos en él como si llevara allí ya algún tiempo, estudiándolo. En su rostro Thomas vio algo parecido al escepticismo, hostilidad incluso, y su amago de saludo se detuvo en al aire.

Ella vaciló un segundo más y a continuación se acercó hacia Thomas con la mirada fija.

—Señor Knight —dijo—, ¿qué le trae por aquí?

—La conferencia sobre Shakespeare —dijo, dando un golpecito con la cerveza a su programa—. Es lo que hacía antes. Casi. Pensé en pasarme para ver si había algún conocido.

—¿Como David Escolme?

Seguía de pie.

—Ya se ha ido del hotel —dijo Thomas—. Esta mañana. ¿No se lo dije?

—No —respondió ella.

—¿Ha venido aquí para verlo? Lo siento. Podía haberle ahorrado el viaje.

—No hay problema.

Seguía mirándolo de esa manera. Thomas le acercó una de las butacas y ella se sentó despacio. Fue un movimiento extraño y estudiado, como si estuviera manipulando algo frágil y caro. Puso las manos sobre la mesa. Eran unas manos grandes y fuertes. La piel parecía áspera y llevaba bastante descuidadas las uñas.

—Así que estudió a Shakespeare en la Universidad de Boston.

Thomas comenzó a asentir, pero luego se detuvo.

—Ha estado investigando sobre mí.

—Digamos que ha dejado bastante impronta en la prensa durante estos años —dijo. Podía haber sido una observación irónica, casi una broma, pero sus ojos decían lo contrario.

—Un hombre tiene que decir lo que piensa —dijo Thomas y tomó un sorbo de su cerveza. Antes tenía la costumbre de soltar largas peroratas sobre todo aquello que no le parecía bien y que tuviera que ver con la ciudad y el sistema educativo a todo aquel que quisiera escucharlo, especialmente a los periodistas. Eran peroratas políticamente incorrectas, a menudo avivadas por otros fracasos y decepciones, y una de ellas le había costado su puesto de trabajo. Durante cerca de un año.

—No apareció en los medios el año pasado por decir lo que pensaba —dijo ella.

—No, recientemente no —admitió. Las extrañas historias que le habían acontecido en las islas Filipinas la pasada Semana Santa habían acaparado todos los titulares, y aunque había muchas cosas que la gente desconocía, la historia de lo que había encontrado mientras intentaba aclarar la muerte de su hermano había despertado una gran curiosidad. En el instituto se había negado a hablar de aquella extraña mezcla de fanáticos paramilitares y arqueología antigua que lo había llevado de Italia a Japón, o del espectacular y sangriento caos de la playa filipina en la que su hermano había muerto y donde todo había finalmente terminado, pero la ciudad iba a recordarlo durante bastante tiempo. Inmerso como había estado en semejantes acontecimientos, lo difícil habría sido lo contrario.

Resultaba irónico, pero aquellos sucesos habían hecho que su vida diera un vuelco. Sin ellos, jamás habría recuperado su trabajo, no habría vuelto a conectar con Kumi. No compensaba en modo alguno la pérdida de su hermano, pero ayudaba pensar que algo bueno hubiera salido de su muerte.

Thomas miró a Polinski y se encogió de hombros.

—Si cree que estoy buscando publicidad para revivir mis cinco minutos de fama, está muy equivocada —dijo—. Pasé por muchas cosas el año pasado, como bien sabe, y sí, fue todo tan intenso, ampuloso y descabellado como los medios hicieron que pareciera. Pero se lo digo, no busqué nada de eso, especialmente la respuesta de la prensa amarilla, y si pudiera cambiar todo aquello a cambio de la vida de mi hermano y de mi amigo, lo haría sin pensármelo dos veces.

Ella lo escuchó y asintió, cediendo terreno, aunque parte de su cautela seguía ahí.

—Hábleme de Escolme —dijo.

—Era buen estudiante —dijo Thomas—. Fue hace diez años. Era brillante. Trabajaba duro. Socialmente hablando era un tanto… torpe. No era el chico más popular. Lleno de granos, en baja forma. Pero, como le he dicho, muy estudioso. Sacó muy buenas notas. Le escribí una carta de recomendación y lo aceptaron en varias universidades. Fue a la de Boston a estudiar filología inglesa. Me escribió una o dos veces: ya sabe, una de esas cartas que los profesores recibimos de tanto en tanto de alumnos que te agradecen haberles inspirado, y luego… nada. No he sabido nada de él en ocho años, hasta que me llamó ayer y me dijo que quería verme.

—¿Le dio alguna dirección?

—No la de su domicilio, pero tengo su tarjeta de visita.

Thomas rebuscó en su cartera y sacó la tarjeta de la VFL. Polinski la miró, pero no la cogió. Todavía se mostraba cautelosa, como si estuviera poniéndolo a prueba.

—Y afirma haber tenido en su poder una obra perdida de William Shakespeare que obtuvo de Daniella Blackstone.

—Trabajos de amor ganados, sí.

—¿Y usted lo creyó?

—No lo sé —reconoció Thomas—. Dijo que Blackstone y él la tenían y que iban a publicarla para hacerse con el copyright de la única edición moderna. Los derechos de autor solo duran un periodo determinado de tiempo, setenta años en Estados Unidos, si no me equivoco. Después pasan a ser de dominio público y solo se pueden registrar los derechos de la edición individual. Incluso aunque Shakespeare tuviera descendientes, que no es el caso, no sacarían más dinero de sus obras.

—¿Así que Blackstone estaba intentando publicar una edición sin que se filtrara el original? ¿Es eso posible? —dijo Polinski.

—No tengo ni idea. Los escritores logran mantener en secreto sus historias antes de la publicación, supongo. Pero en este caso el valor del libro dependería de si fuese realmente de Shakespeare. Necesitaría la confirmación de expertos independientes, confirmación que no podría obtener sin enseñarles la obra a los académicos, por lo que cualquiera de ellos podría filtrarlo. Una vez el manuscrito original estuviera allí fuera, pongamos fotocopiado y colgado en la página web de alguien, la obra sería de dominio público y cualquier edición que Blackstone publicara tendría que competir con la de otras personas. Eso es lo que creo. Escolme no dijo que Daniella Blackstone tuviera conocimientos doctos en ese campo, así que debemos dar por sentado que su edición habría sido básica, en el mejor de los casos. Si los académicos pudieran sacar otras ediciones, la suya no valdría nada. Tenía que mantener la obra en secreto.

—Pero ¿qué hay de la confirmación independiente? —dijo Polinski—. No se puede decir sin más que una obra es de Shakespeare, ¿no?

—Si el editor considera que se ha hecho esa afirmación de buena fe, no creo que pudiera interponérseles una acción judicial si resultara no ser de Shakespeare. Supongo que su idea era publicar la obra cuanto antes, dejar que los expertos se pelearan por su autenticidad durante un tiempo y mientras llevarse un buen pellizco de las ventas del libro. A menos que saltara claramente a la vista que no era de Shakespeare, sacarían bastante beneficio económico hasta que todo pasara. Pero mientras existiera controversia respecto al texto, seguirían ganando dinero y, si el número suficiente de expertos saliera en defensa de su autenticidad, lograrían una fortuna, al menos hasta que salieran ediciones más cuidadas, algo que probablemente llevaría años.

—Para ser profesor de instituto sabe bastante sobre esto.

—La mayor parte me lo dijo Escolme, así que puede preguntárselo a él cuando lo vea.

—Bien —contestó. Ahí estaba de nuevo, ese leve escepticismo irónico en su rostro y en su fina y alargada boca.

—¿Qué? —preguntó Thomas—. ¿Ya ha hablado con él?

—No —respondió ella—. Lo cierto es que no sabemos dónde está.

—¿Han llamado a Vernon Fredericks Literary? —dijo Thomas mientras señalaba con la cabeza a la tarjeta.

—Sí —dijo y esbozó una última sonrisa carente de jovialidad que hizo que su mirada se endureciera.

—¿Y bien?

—Bueno, es de lo más interesante —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Thomas. Estaba comenzando a sentir que estaban jugando con él.

—No han oído hablar de él.

—¿Qué?

—No trabaja allí. Nunca lo ha hecho. Y nadie con el nombre de David Escolme se ha alojado en este hotel. Nunca. —Sonriendo, añadió—: Por eso es interesante.

Capítulo 13

Era como caminar por una habitación y descubrir que estabas en el techo.

—No —dijo por tercera vez—. Escolme. E-s-c-o-l-m-e. David. Anoche estaba aquí, en la habitación 304.

—Lo lamento, señor —dijo la recepcionista—, pero no está. No figura nadie con ese nombre en el sistema.

—Yo estuve aquí con él —insistió Thomas.

—No figura registrado en esa habitación.

—Pero cuando llamé esta mañana me dijeron que se había marchado —dijo Thomas.

—Si eso es lo que le dijeron —dijo la recepcionista mirando a Polinski—, hubo un error. Supongo que le dirían que no estaba registrado y usted dio por sentado que ya se había marchado. Tenemos mucho cuidado con la privacidad de los datos de nuestros clientes.

Thomas sabía que la mujer probablemente tuviera razón, pero no podía dejarlo pasar.

—De acuerdo —dijo mientras se daba la vuelta y llamaba a Polinski—. Venga conmigo.

La policía no dijo nada mientras seguía a Thomas hasta el ascensor y este apretaba el botón de la tercera planta. Permaneció en silencio cuando salieron y recorrieron el pasillo hasta la habitación 304. Thomas llamó con fuerza a la puerta.

Oyeron movimiento casi al instante, y Thomas se volvió para mirar a Polinski, como si estuviera convencido de que estaba a punto de demostrar que tenía razón.

No fue así. La puerta se abrió lentamente y una mujer de unos setenta años se asomó con preocupación el pasillo.

—Estoy buscando a David Escolme —le espetó Thomas.

—¿A quién? —dijo la mujer por entre la rendija abierta de la puerta. Parecía alarmada y, aunque Thomas no podía evitarlo, sabía que eran sus maneras lo que le alarmaba.

—David Escolme —gritó—. Mediana estatura, veintitantos años…

La mujer negó con la cabeza.

—¿Cuándo ha llegado al hotel? —preguntó Thomas.

—Esta mañana —dijo.

—Es suficiente —dijo Polinski—. Lamentamos haberla molestado, señora.

Agarró a Thomas del brazo y comenzó a tirar de él por el pasillo. Thomas se zafó de ella mientras farfullaba irritado, pero la anciana ya estaba cerrando la puerta.

En el ascensor, Thomas echaba chispas. Cuando notó la mirada de Polinski fija en él, se volvió hacia ella.

—¿Cree que me lo he inventado? —le espetó—. ¿Qué tipo de lunático se inventaría una historia así? Estaba aquí, maldita sea. En esa habitación. Puedo describirle los cuadros de las paredes, el color de las cortinas, lo que sea, para demostrarle que estuve allí anoche.

—Sabe que ese tipo de detalles no demuestran nada —dijo Polinski—. Pudo haber estado allí en cualquier otro momento.

—¿Por qué iba a inventármelo? —preguntó cuando las puertas se abrieron—. No es que me haga quedar libre de sospechas en lo que a Blackstone se refiere. Si acaso, me pone todavía más en el punto de mira. Yo fui a usted para hablarle de Escolme, ¿recuerda?

Los dos se quedaron allí quietos, mirándose entre sí, hasta que se percataron de la presencia de una mujer, pomposamente ataviada con un visón, y un botones esperando a su lado. Salieron del ascensor.

—Venga aquí —dijo Thomas y la condujo de nuevo a la recepción. Polinski lo siguió algunos pasos por detrás y observó que Thomas señalaba la pantalla del ordenador.

—¿Tiene conexión a internet? —preguntó.

—Sí —dijo la recepcionista. Volvió a mirar a Polinski.

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