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Authors: Osvaldo Bayer

Tags: #Ensayo

Loa Anarquistas Expropiadores (10 page)

BOOK: Loa Anarquistas Expropiadores
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En ese círculo de actividades que iba cerrándose poco a poco tuvo vital importancia lo que ellos llamaron “vindicación”. Los anarquistas expropiadores la llevaron a cabo contra sus enemigos naturales: los policías. Eliminaron así al comisario Pardeiro de un certero balazo en la cabeza, en un atentado que llegó a conmover a Montevideo (el hecho, decidido por Miguel Arcángel Roscigna, fue ejecutado porArmando Guidot y por Bruno Antonelli Dellabella), y desfiguraron para toda la vida de un trabucazo en la cara al famoso “vasco” Velar, comisario especializado en la caza de anarquistas (el hecho fue decidido por Severino Di Giovanni y Miguel Arcángel Roscigna y realizado por Roscigna y Paulino Scarfó según los anarquistas o por Di Giovanni y Scarfó según la propia víctima). Esos dos casos fueron de los más famosos de una serie de venganzas contra policías. Pero el más famoso fue el atentado contra el mayor del ejército José W Rosasco, nombrado por el presidente Uriburu “interventor policial de Avellaneda”, después de la revolución del 6 de septiembre de 1930 que derribó a Yrigoyen.

“Sánchez Sorondo, Leopoldo Lugones (hijo) y Rosasco son los tres únicos de la revolución que las tienen bien puestas”, es el comentario unánime de los muchachos conservadores ahítos de frases mussolinianas que esperaban otra cosa del golpe de septiembre que comenzó tan bien y tan fácil barriendo a toda la llorona radicalada con los chicos del colegio militar. Pero ahí se quedaron, a mitad de camino sin limpiar a fondo al país de radicales, anarquistas y ratas. Es que hacen falta hombres como Rosasco para que hagan realidad la que pregona Leopoldo Lugones padre, el vate de la Recolución, el que canta a lo nacional, a la fuerza nacional, a la violencia nacional. El sólo admite en el país a los “extranjeros honestos” que vienen a trabajar, pero no admite que “extranjeros hagan huelgas por un extranjero (caso Radowitzky) en suelo patrio”.

Por eso el teniente general Uribiru sabe lo que hace cuando nombra al mayor Rosasco con el insólito título de “interventor policial de Avellaneda” Porque es Avellaneda, la zona esencialmente industrial y obrera, donde los anarquistas tienen sentados sus reales. ¡De allí vienen las huelgas, de allí viene todo! Por eso Uribiru le dice a Rosasco: hay que limpiar Avellaneda.

El mayor Rosasco hace su entrada en Avellaneda atando a dos chorritos que lloran por su madre a un banco de plaza y los hace fusilar. Y Rosasco está allí, presenciando, porque no es hombre de aflojadas, y cuando esa sangre de charco comienza a chorrear por el cuerpo de los punguitas, Rosasco se refriega las palmas como para limpiarse de esa carroña que no merece vivir, y a otra cosa.

Rosasco no va a limpiar a Avellaneda de las timpas y lugares de juego que monopolizan caudillejos conservadores de barrio sino solamente a sanear el aspecto gremial. En ese sentido cumple. Cuando Rosasco se pega una ducha, se pone los breeches, se calza las botas relucientes, se viste de chaqueta con las insignias de mayor, se pone la gorra, pega una rápida mirada al espejo y sale… ¡a temblar, anarquistas! Hace unas redadas fabulosas: los celulares se amontonan en la entrada de la primera de Avellaneda y de allí los van dejando a empujones porque siempre sin retobados: gallegos, catalanes, tanos, polacos, búlgaros y hasta un grupo de alemanes que han constituido una sociedad vegetariana, a los cuales no les tiene ninguna confianza.

Cada vez que explota una bomba en Avellaneda, nueva redada. Los tiene locos. Y cuando Rosasco quiere que canten, cantan. Aplica métodos infalibles. Allí en Avellaneda no hay jueces ni abogados que valgan. Los intereses de la Patria están por encima de la Constitución y eso que los liberales llaman las garantías individuales. Extranjero anarquista que agarra Rosasco no pisa más suelo argentino: se lo manda a Sánchez Sorondo que le aplica la 4144, la ley de residencia. Y argentino anarquista que cae en sus manos va directamente por transporte naval a Ushuaia. Y por supuesto, Rosasco siempre juega con la pena de muerte instaurada por los hombres de septiembre: fusilamiento a quien se resista, fusilamiento a quien es sorprendido in fraganti.

Pero este apóstol de la fuerza y de la violencia encontrará en la vereda de enfrente a otro que también cree y usa la violencia como método. Se llama Juan Antonio Morán, marinero timonel de profesión, bien criollo, de Rosario, y esencialmente anarquista, de la punta de los pelos a los pies.

La figura de Juan Antonio Morán es de perfiles nítidos. Con Uriondo hace desmentir la afirmación de que el anarquismo activo en la Argentina fue protagonizado solamente por extranjeros. Morán llega a ser dos veces secretario general de la Federación Obrera Marítima, en su tiempo tal vez la organización obrera más poderosa. Morán dirigió huelgas portuarias que se caracterizaron por su singular violencia.

Era el prototipo del dirigente anarquista de acción: no es de esos directivos que publican solicitadas en los diarios. Cuando es huelga es huelga y no admite carneros ni crumiros pero no manda a piquetes de huelga y se queda en el sindicato, no, sale él mismo a recorrer el puerto, y cuando sale se calza la pistola. Cuando los marítimos remisos en cumplir órdenes lo ven aparecer, dejan el trabajo de inmediato. Y si no bajan, los baja Morán. En una oportunidad, en un barco en la Boca, Morán ve desde abajo que hay un “carnero” trabajando. Saca la pistola, le apunta apenas por encima de la cabeza y tira. El argumento es suficiente. El “carnero” baja y desaparece a la carrera.

El 12 de octubre de 1928, Morán se verá envuelto en un hecho gravísimo. Hay huelga. La Mihanovich emplea todos los medios para vencer a la Federación Obrera Marítima. Recluta “obreros libres” que son protegidos por la Liga Patriótica de Carlés y por elementos de choque, muchos de ellos traídos del Paraguay. Los incidentes portuarios se suceden hora tras hora. El día indicado, por la tarde Juan Antonio Morán está en la sede sindical, cuando dos marineros le avisan que en el bar de Pedro de Mendoza y Brandsen están los hombres de Mihanovich —hay más de 30— capitaneados por los paraguayos Luciano Colman y Pablo Bogado. Y que Colman acaba de decir: “lo estamos buscando a Morán para matarlo”.

Morán oye en silencio el relato de los dos marineros y no dice nada. Segundos después va a la puerta del sindicato y cambia dos o tres palabras con el agente que en la esquina vigila la entrada de los marítimos. Cuando el agente se da vuelta, Morán se desliza sin ser visto y minutos después aparece en el bar donde está la gente de Mihanovich y va directamente donde está Colman y le dice: “sé que me andas buscando para matarme, aquí estoy, soy Morán”. Ahí nomás comienza el tiroteo. Se intercambian más de 30 balazos. Cuando reina de nuevo el silencio y la gente tirada debajo de las mesas y detrás del mostrador va levantando las cabezas se ven los resultados: Colman, muerto, Bogado, herido grave.

Cuando el agente de custodia en el sindicato oye los tiros corre hacia el lugar del tiroteo. Morán vuelve a la sede sin ser visto y continúa su trabajo. El herido Bogado denunciará que el autor de la muerte de Colman ha sido Morán. La policía va a buscarlo y lo detiene. Pero la justicia no encontrará ningún testigo que lo acuse. Por eso, meses después saldrá en libertad.

Como hombre de acción, Morán buscó a los hombres de acción dentro del anarquismo y fue así como conoció a Severino Di Giovanni, a Roscigna, a todos los perseguidos por actividades “expropiadoras”. Y ese dirigente sindical que durante el día presidía asambleas, o discutía con representantes patronales, por la noche se encontraba con aquellos y le parecía lo más natural planear asaltitos y atentados con bombas y salir luego a llevar a cabo lo planeado. ¿Quién podía suponer que un dirigente marítimo tuviera esa otra actividad? ”Era audaz en extremo, decidido y capaz de afrontar cualquier situación por difícil que fuese”, dirá “La Nación” poco tiempo después.

Cuando el mayor Rosasco comienza a diezmar a los anarquistas en Avellaneda y de paso le da con todo a los radicales, Morán comprende que la única salida es buscar a los “expropiadores”. Aquí no hay comunicados, protestas, recursos de amparo o de hábeas corpus que valgan, aquí se impone el mismo método de Rosasco. Del lado del interventor está el Estado, con todo su aparato represivo, está la sociedad, está el miedo de todo un pueblo que por las dudas se ha puesto a marcar el paso. Y enfrente de eso está ese grupito cada vez más pequeño de hombres a quien le faltan sus dirigentes principales: Severino Di Giovanni, fusilado; Paulino Scarfó, fusilado; Miguel Arcángel Roscigna, preso; Andrés Vázquez Paredes, preso, Emilio Uriondo, preso, Humberto Lanciotti, preso, Fernando Malvicini, preso, el capitán Paz, preso; Eliseo Rodríguez, preso; Silvio Astolfi, herido gravemente; Juan Márquez, muerto a tiros, Braulio Rojas, muerto a tiros; y sigue la interminable lista de los que han quedado fuera de combate.

Morán decide enfrentar a Rosasco. En ese enfrentamiento hay una sola cosa que puede favorecer a los anarquistas: el factor sorpresa. Y los expropiadores le dicen que sí a Morán. Vendrá un muchacho de la Plata, Julio Prina, estudiante de filosofía.

También estará con Morán el “nene” Lacunza, hijo único de un campesino de San Pedro, que ha hecho sus primeras armas con Di Giovanni y Emilio Uriondo en el asaltito a la compañía de ómnibus La Central. El tercero que acompañará a Morán será, como chofer, el “gallego” González (toda una vida novelesca que culminó en 1944 cuando entró con un tanque de la división Laclerc en la liberación de París), y por último “el ingeniero”, uno de los personajes más interesantes del grupo, enemigo en sí de la violencia porque sostenía que a la burguesía se la podía derrotar con otros medios más ingeniosos, pero que, cuando los compañeros se lo solicitaban, era capaz de concurrir a la más peligrosa y arriesgada de las acciones.

En la noche del 12 de junio de 1931, el mayor Rosasco acompañado del secretario de la comuna de Avellaneda, dejaban la jefatura para correrse a cenar al restaurante “Checchin”, a una cuadra y media de la policía. Rosasco estaba muy contento, acababa de hacer una redada de 44 anarquistas, entre ellos unos muchachos que repartían volantes: “
Hay que matar a Rosasco
”. ¡A decir verdad, a esos muchachos no les iba a quedar ganas de imprimir ni el cuento de Caperucita Roja! Rosasco había llamado a los periodistas para denunciar otro complot anarquista desbaratado. Entraron al restaurante y pidieron el fiambre, que comieron con muy buen apetito. Cuando habían terminado el primer plato, paró un automóvil del que bajaron “cinco individuos correctamente vestidos”. Uno de ellos se sentó a una mesa cercana a la puerta y los otros cuatro siguieron al fondo, como para pasar al patio. En ese momento el mayor Rosasco reía a carcajadas por una broma, cuando de improvisto los cuatro individuos se pararon frente a la mesa. Uno de ellos se adelantó, tenía aspecto de criollo, era musculoso, un verdadero toro físicamente, y dirigiéndose a Rosasco le dijo: —porquería—

Rosasco se fue poniendo de pie lentamente mientras sus ojos se salían de las órbitas. El desconocido. El desconocido —era Juan Antonio Morán— sacó, con la misma lentitud que el otro se iba parando, una pistola 45 y ale disparó cinco certeros balazos, todos ellos mortales. De inmediato emprenden la fugo y, para cubrirla, Julio Prina reparte unos cuantos tiros que hieren levemente a un mozo y a Prieto.

Y aquí ocurre otro acto del drama. Al salir, uno de los anarquistas trastabilla y cae estrepitosamente rompiendo el vidrio de una de las vidrieras. Sus demás compañeros lo aguardan ya en el coche, creyendo que se trata de un accidente pequeño, pero no era así. El muchazo es —Lacunza— no se levanta, está muerto. Los anarquistas vuelven apresuradamente y recogen el cadáver del compañero, metiéndolo como pueden en el auto. Y parten velozmente.

Dos son las versiones existentes sobre la muerte de Lacunza: una sostiene que recibió un impacto de bala del propio Prina, al ponerse involuntariamente en el camino, pero creemos en la segunda: Lacunza sufrió durante el hecho un ataque cardíaco y cayó muerto instantáneamente. Lo corrobora el hecho de que no fueron encontrados rastros de sangre en el lugar donde se cayó ni en el trayecto hasta el auto.

Las exequias del mayor Rosasco fueron verdaderamente imponentes. Una verdadera demostración de poderío de las autoridades revolucionarias: allí estuvieron las más altas autoridades de la Marina y del Ejército, volaron por encima del cortejo todas las cuadrillas de aviones disponibles en el Palomar; la Curia mandó su jerarquía en pleno, la Sociedad Rural, el Jockey Club y el círculo Militar enviaron emocionadas delegaciones; estuvo allí el nacionalismo en pleno y hubo representantes de la mayoría de las fuerzas vivas de Buenos Aires, Avellaneda y La Plata.

El asesinato había sido un verdadero reto de los ácratas sediciosos contra el gobierno nacional, contra el ejército, contra la policía. Y hubo piedra libre en la investigación. ¡Pobrecito el anarquista que cayó en esos días en manos de la autoridad! Al primero que encontraron en un allanamiento lo pasaron para el otro mundo sin más trámite. Se llamaba Vicente Savaresse, era del grupo Tamayo Gavilán y nada tenía que ver con el asunto Rosasco. La policía jamás pudo descubrir quiénes fueron los autores aunque siempre sospecharon del marítimo Juan Antonio Morán. Y lo condenaron a muerte en ausencia. Esta es la primera vez que se pública la versión exacta del asesinato del mayor Rosasco y los nombres de sus miembros; han pasado casi cuarenta años y el hecho ya es historia. Develar lo que en ese momento fue un misterio insoluble ha costado al autor de estas líneas mucho esfuerzo y la verdad histórica exige que ahora se diga quiénes fueron los responsables de un acto que ellos creyeron de justicia.

El 2 de mayo de 1931 la policía logra localizar a uno de los anarquistas que más la obsesiona: Silvio Astolfi, gran amigo del fusilado Severino Di Giovanni. Astolfi es un italiano muy rubio, despreocupado, que se toma la vida con soda pero que cuando hay que tirar, tira que da miedo. Ha participado en cien hechos, siempre con la misma despreocupación. Pero ese 2 de mayo las cosas se le pondrán muy serias al tano. Últimamente se había unido al grupo de Tamayo Gavilán, y con él realizan ese día el asaltito al pagador de Villalonga, en Balcarce y Belgrano. Un asaltito que, como todos los de Tamayo, se singulariza por la cantidad de balazos que se disparan. Obtenido el dinero, los anarquistas huyen por Balcarce. Al volante va Silvio Astolfi, a quien le encanta manejar el auto a gran velocidad. En México y Balcarce, un agente alertado por los tiros balea el coche de los asaltantes y logra matar a un muchacho de apellido Mornan, de 18 años, que hacía su primera salida como “expropiador”, y que iba sentado en el asiento de atrás del auto y herir en la cabeza a Silvio Astolfi. Éste, a pesar de que la sangre le baña la frente y el rostro siguen en el volante. Así huye hasta la esquina de Villafañe y Ruy Díaz de Guzmán donde se queda sin nafta. Bajan todos. Astolfi tambalea, tiene todo el traje manchado de sangre. El chileno Tamayo Gavilán lo quiere acompañar pero el italiano le dice: “sálvense ustedes, yo estoy listo”. Y se sienta en un umbral. Luego se levanta y toma por Villafañe hasta Azara. En esa esquina se le aproxima el agente Máximo Gómez. Astolfi ñe saca la lengua y empieza a correr con las pocas fuerzas que le quedan. Y entonces comienza una increíble persecución. Toma por Villafañe hasta Diamante y de allí nuevamente hasta Ruy Díaz. Por cada dos tiros que le dispara el policía, Astolfi le responde con uno, para ahorrar proyectiles. Por Ruy Díaz llega hasta Martín García donde va a pasar un tranvía y se sube a la plataforma delantera. Con el tranvía llega hasta Caseros y Bolívar donde se sube a un taxi amenazando al chofer al que obliga a tomar por Caseros hasta Tacuarí. Allí dobla en Martín García y se baja a la altura del 669, edificio de una fundición de metales. En el momento que se baja ve que llega detrás de él el agente Gómez. Entonces de parapeta detrás de los pilares de un portón y apoyando la pistola en el brazo izquierdo apunta al vigilante. Este vacila y restricede y entonces Astolfi lo hiere en la región glútea. Aprovecha la oportunidad y extenuado, limpiándose con la mano la sangre que le tapa la vista, el anarquista prosigue su carrera. Esta vez toma por Martín García y llega a la calle España en medio del alboroto de todo el barrio de Barracas que ve atónito correr a este muchacho que tiene el diablo en el cuerpo. Por España toma hasta Uspallata. En Uspallata y Montes de Oca comienza la parte sangrienta de este increíble maratón.

BOOK: Loa Anarquistas Expropiadores
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