Loa Anarquistas Expropiadores (15 page)

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Authors: Osvaldo Bayer

Tags: #Ensayo

BOOK: Loa Anarquistas Expropiadores
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La noticia de la captura de Radowitzky llena un poco de desazón al porteño medí, pero pronto lo olvida por otro tema: la carrera del siglo, Botafogo contra Grey Fox.

Veintitrés días después de su búsqueda de la libertad entra nuevamente Radowitzky en el penal de Ushuaia. Lo entra de noche para no provocar disturbios entre los penados. Pero éstos esperan despiertos al mesías de las rejas, a su místico de calabozo. Gritan y golpean las puertas de las celdas. ¡Viva Simón! ¡Mueran los perros sarnosos!

A los carceleros les han dado piedra libre esa noche con Radowitzky. Por culpa de su fuga han recibido un severo llamado de atención. Y no es cuestión de que quede impune por culpa del ruso Radowitzky. Pero tal es la amenazadora actitud de los penados que “Rasputín, el bueno” se salva esa noche de la inevitable paliza. Pero la venganza será mucho más refinada. Durante más de dos años, hasta el 7 de enero de 1921, lo tendrán aislado en la celda, sin ver la luz del sol, y sólo a media ración.

En 1963 el autor de esa nota tuvo largas conversaciones con un guardicárceles de origen español que había servido durante años en el penal de Ushuaia y que le relató diversos aspectos de la vida que hacía Radowitzky allá. Sin proponérselo, el anarquista era un hombre muy peligroso: a él recurrían todos los presos cuando eran castigados a tenían algún problema. Se arreglaban para verlo en el taller o le trasmitían sus cuitas por intermedio de otro penado. Radowitzky siempre escuchaba a todos y era una especie de delegado de los hombres de trajes de rayas. En la primera oportunidad exponía el problema ante el director o ante algún visitante del gobierno. Lo hacía en forma clara y convincente y siempre traía algún problema para las autoridades o los carceleros. Cuando no lograba su propósito organizaba la resistencia por medio de hambre, de brazos caídos o de coros de protesta. Por supuesto venían las represalias y él siempre era la víctima. Aguantaba cualquier castigo y nunca le lograron quebrar el ánimo ni tampoco pidió perdón o misericordia. Era un personaje extraño, dostoievskiano, siempre rodeado de un halo místico y una inconmensurable predisposición para el dolor. Una mezcla de campesino ruso y rabino de ghetto. Eso sí, siempre de buen humor dispuesto a responder cordialmente a cualquier pregunta.

Por muchos años, la vida de Radowitzky entrará en el silencio. Ya nadie habla de él como si la fuga hubiera sido su capítulo final. Sólo en los círculos anarquistas el mito de su figura iba creciendo año tras año.

En 1925 –7 años después de la fracasada huída— un periodista del diario “La Razón” logra entrevistar a Radowitzky en Ushuaia. Es interesante la descripción que hace el cronista: “Simón Radowitzky es un sujeto de mediana estatura, delgado, frente despejada y alto calvo, quijada prominente, cejijunto y ojos pequeños, vivos. El rostro es pálido y en los pómulos se le observan algunos vetas rojas. Tiene 34 años y hace 16 que está en el presidio, en el que trabajo de todo. Su celda es modelo de limpieza y en ella se ven algunos retratos de familia. Cuando lo vemos se encuentra algo afiebrado y tiene envuelta en el cuello una bufanda de color azul. Es voluntarioso para hablar, casi diríamos locuaz, pero a ratos, por falta de hábito de mantener conversaciones largas, repite lo que ya ha dicho. Es sencillo en sus expresiones y de tanto en tanto de le escapa una palabra en el argot criollo pero lo corrige en seguida y reclama disculpas. Sabe que como ácrata continúa gozando de popularidad y que sus compañeros de ideas han tejido sobre él una corona de mártir, pero dice que tales manifestaciones le molestan y que no mató a Falcón para hacerse célebre sino a impulsos de sus convicciones. En víveres y medicamentos, especialmente tónicos, recibe socorros del grupo de Afinidad”.

Pasan los años y el mito sigue creciendo. Radowitzky, para los anarquistas, es un santo en el poder de los herejes. Y esa figura se va adentrando también en toda la clase trabajadora y, en general, en el público porteño. Por eso, todos los petitorios, todos los actos que se hacen por su libertad cuentan con gran apoyo y simpatía. En 1928, 29 y 30 su nombre podía leerse en las paredes de la ciudad: “Libertad a Radowitzky”, y “La Razón” sostiene que su nombre “era como el broche de vigor con que cerraban las protestas en los conflictos del capital y del trabajo y en los pliegos de condiciones”. Cuando asume Hipólito Yrigoyen su segunda presidencia las diversas organizaciones de trabajadores presionan para el indulto. Es entonces cuando se origina una discusión en la prensa y en los círculos políticos y jurídicos acerca del delito de Radowitzky y su interpretación. Porque era evidentemente: Radowitzky no había matado para robar, pero había matado.

Creemos que el que mejor ha interpretado este hecho ha sido Ramón Doll, en un folleto publicado en 1928. Doll —brillante periodista, hombre de lucha infatigable quien, pese a las distintas corrientes en que actuó, mantuvo una unidad de pensamiento, y a quien todavía no se ha hecho justicia en lo que atañe a su real valer— califica el delito de Radowitzky con las precisas palabras de “crimen repugnante y estúpido”, pero añade: “no es un crimen pasional o de un mercenario; es un crimen social, nace o, mejor dicho, aborta como cuerpo amorfo o monstruoso engendrado en esa escisión honda que trasciende a todas las sociedades y que la hiende en la moderna guerra de clases. He aquí pues que los jueces de estos casos judiciales —que se presentan como ineludibles aberraciones de todo fenómeno social pero que aún así anuncian el despertar de las clases explotadas y el futuro vuelco de todo el contenido social en los moldes del nuevo estado y de nuevo derecho— suelen encarnarlos con doble severidad: primero por ser crímenes y después porque son cometidos por un individuo de la clase adversaria, a la que pertenece el reo. Es evidente que un juez pertenece siempre a la burguesía y que por lo tanto sus intereses, prejuicios, su comunidad misma lo llevarán a solidarizarse con su clase y no con los de la clase proletaria, del tal modo que a la intolerancia que debe tener para todo crimen doblase lo que puede tener para el criminal que además es un adversario”.

“El proletario —agrega Doll— tiene personería propia en el pleito económico y político, nadie se asusta de la lucha de clases sino tal vez los parásitos que bajo la ruda ley del trabajo se encuentran indefensos y atrofiados. Ya no hay machete ni nadie lo pide contra los socialistas, comunistas y anarquistas, y los estudiantes de derecho que en 1909 se presentaban babeantes de servilismo a pedir puestos honorarios de pesquisas en el Departamento, para incendiar bibliotecas, hoy en plena Facultad han manifestado repugnancia por la intromisión ‘académica de los militares en las aulas’”. Dice muy bien que “el crimen de Radowitzky no es ni más ni menos horrendo que los crímenes que a diario se cometen en las luchas electorales argentinas”. Y sin embargo nadie que intervino en esos crímenes recibió ni la cuarta parte de la pena impuesta a Radowitzky.

“Obsérvese —dice finalmente— la actitud de la burguesía frente a dos crímenes igualmente nauseabundos: un atentado anarquista y un asesinato nocturno. En el caso del asesinato por robo se comenta, se critica quizás apasionadamente pero siempre se termina dejándolo librado a la ‘serena majestad de la justicia’; en el atentado anarquista, la burguesía toma parte en su represión, se producen razzias policiales, se agitan las guardias blancas. Y parece que mientras el crimen común obra en la sugestión de los satisfechos como amable distracción que la facilita, el atentado anarquista produce asientos, perturba el trabajo gástrico y origina dificultades posteriores. Reconocido que entre uno y otro no hay, no puede haber ninguna diferencia, que los dos son igualmente brutales (que, como decía un diputado del Congreso Nacional al discutirse la antigua ley de defensa social, uno no debe perturbar más que el otro), el reconocimiento por parte del presidente de que ello sea realmente así dentro de la masa del pueblo aunque entre los banqueros, los obispos y los generales ocurra algo distinto, permitirá reconsiderar el caso Radowitzky”.

Finaliza el gran escritor nacionalista señalando que “si el presidente indultara hoy a Radowitzky no haría más que adelantarse a conceder por gracia lo que en rigor podría obtener Radowitzky por derecho en 1930 solicitando su libertad condicional”.

En enero de 1930 ocurre el naufragio del “Monte Cervantes” en los canales fueguinos. Los náufragos —en gran parte personas de los sectores influyentes de Buenos Aires— son alojados en Ushuaia y los presos demuestran un comportamiento ejemplar al compartir frazadas y comida con el inesperado contingente. El diario “Crítica” envía al Sur a uno de sus mejores cronistas, Eduardo Barbero Sarzabal, con el barco que traerá a los náufragos. El periodista aprovecha las pocas horas en que el buque estará en Ushuaia para dirigirse al penal y allí se las ingenia para conseguir una entrevista que dará lugar a un reportaje que resultará sensacional. Damos la experiencia de Barbero Sarzabal: “este enviado especial consiguió una orden escrita para hablar con los presos. El alcaide interior, señor Kammerath —que actúa hace 20 días—, ordena:

—Que venga a la alcaidía el penado 155.

A la izquierda del hall de entrada está el despacho del alcaide. La ventana deja pasar débilmente la luz. La máquina fotográfica escondida al entrar en los bolsillos es luego ocultada debajo de la gorra de viaje y puesta encima de un sillón. Solo con el alcaide estaba el representante de “Crítica”. Radowitzky demora en llegar. Hasta que el eco de unos pasos fuertes por un largo corredor de madera que muere en la puerta de la alcaidía anunciaban la llegada. La voz fuerte del carcelero anunció:

“—Aquí está el 155 ¿Puede pasar?

“—Sí.

“Radowitzky, sorprendido, franqueó la puerta, llevando el casquete entre las manos. Y avanzó resuelto, vestido con su traje color cebra, azul y amarillo, con grandes números en el saco y pantalón. El 155. Es de estatura mediana. De gesto enérgico. La cabeza erguida, la cara de rasgos firmes en la que se destacan sus gruesas cejas. El pelo corto, tirando a negro, descubre algunas canas. La frente amplia fuertemente, con grandes entradas. Y al expresársele que es un redactor de Crítica quien desea hablar con el, extiende la mano que aprieta fuertemente. Sonríe más bien escéptico. En breves palabras le dimos la sensación de que era un redactor verdadero de ‘Crítica’ quien hablaba con él”.

Hace pocos días, Barbero Sarzabal nos contaba que la palabra mágica para despertar la confianza de Radowitzky fue “le traigo saludos de Apolinario”. Aquel Apolinario Barrera —intendente de “Crítica”— protagonista de su huida en 1918.

Continuemos con el reportaje: “Las palabras de Radowitzky sonaban dentro de la alcaldía como un martillo. Radowitzky impresiona por la sensación de dinamismo hombruno. Cuando habla parece que mascara las palabras. Y ellas salen, breves, concisas, como de un percutor. Sus mandíbulas parecen que fueran de hierro. Es que hay en él, desde cualquier punto de vista que se juzgue su personalidad, un recio espíritu desbordante. Tiene individualidad propia. Dice a ‘Crítica’:

”—Me es muy grato poder hablar por su intermedio a los camaradas que se interesan por mí. Yo me hallo relativamente bien. Tengo aún un poco de anemia a pesar que desde un año no me infligen penas. Es que durante los meses de noviembre y diciembre hicimos 20 días de huelga de hambre como protesta por la actuación inhumana de un inspector llamado Juan José Sampedro, quien castigó a causa de un altercado sin importancia a un penado a quien lastimó”.

(Es el mismo Sampedro que propinó la paliza a Radowitzky a principios de 1918.)

“La protesta manifestada con la huelga de hambre —continúa el penado— dio resultados. Sampedro está suspendido”.

”El alcaide que escucha la entrevista, asiente. Y agrega Radowitzky:

“—No deseo los choques entre obreros, En estos episodios siempre hay un provocador policial que actúa de instrumento. Yo viví intensamente aunque era muy joven, el dolor de la jornada trágica, de la matanza de aquel 1º de mayo que puso tristeza eterna en muchos hogares proletarios. Quise hacer justicia.

”A Radowitzky parece torturarle el recuerdo de los sacrificios que por él realizan desde hace cuatro años sus compañeros. Y luego de breve silencio, agrega:

“—Sí, diga Ud. a los camaradas trabajadores que no se sacrifiquen por mí. Puede expresar también que me hallo bien… que se preocupen por otros compañeros que sin estar en la cárcel o en ellas, merecen también ayuda, quizá más que yo.

“Esta evocación la hace Radowitzky dulcemente, pugnando por hacer áspera la característica recia de su voz y continúa:

”—Hace poco recibí 500 pesos.

“—Es exacto —subraya el alcaide

“—Lo he empleado entre los enfermos del penal. Uno estaba mal del hígado y requería especiales cuidados. El otro, pobrecito, llamado Andrés Baby, está loco. Los cuidados que les hemos propiciado con esta ayuda financiera determinaron la mejoría del primero. Ahora a Baby lo llevarán al hospicio.

“—La biblioteca nuestra es pésima. Hacen falta más libros. Los pocos que tenemos los conocemos de memoria de tanto releerlos.

“—En Buenos Aires tengo un primo llamado Moisés. Los demás miembros de la familia están en Norteamérica. Me refiero a los que están unidos a mí por lazos de consaguinidad porque a los compañeros trabajadores que sufren la injusticia de la sociedad actual, los considero también muy míos. Yo integro, pese al encierro, la familia proletaria. Mi ideal de redención está siempre latente”.

El enviado de “Crítica” logrará un mensaje por escrito de Radowitzky: “Compañeros trabajadores: aprovecho la gentileza del representante de “Crítica” para enviarles un fraternal saludo desde este lejano lugar donde la fatalidad se ensaña con las víctimas de la sociedad actual”. Luego la firma: la letra despareja, rasgos duros, una escritura torpe. Pero lo sorprendente es el contenido: a pesar de los veinte años de prisión no se le han borrado los conceptos fundamentales de su ideología.

El reportaje, dado a toda página tiene amplia repercusión. Ya nadie duda de que Radowitzky tendrá que ser indultado. Los anarquistas no se ahorran medios: a través de las organizaciones hermanas de Estados Unidos logran localizar a los padres de Radowitzky y éstos escriben al presidente Yrigoyen: “Antes de morir —dicen los ancianos— queremos ver a nuestro hijo en libertad”.

Las radicales que rodean a Yrigoyen aconsejan que lo indulte dos o tres días antes de las elecciones del 2 de febrero de 1930, de diputados por la capital. Si lo hace es seguro que la mayor parte de los obreros votarán a los radicales. Yrigoyen escucha en silencio. Por otro lado sabe que hay mucha inquietud en el ejército y en la policía por el asunto del indulto. Los días pasan y el presidente no toma ninguna determinación. Llega el dos de febrero y caen derrotados los radicales por los socialistas independientes. Los radicales se desesperan: otra vez el viejo ha dejado pasar una oportunidad.

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