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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (10 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Confieso que me revienta reconocerlo, sobre todo porque mi vecino Marías, que vuelve a honrarme con su anglofílica vecindad, va a tener materia de choteo. Pero hay semanas que lamento no ser británico. En especial cuando me entero, por ejemplo, de la suerte que puede correr otra reliquia: el antiguo cuartel de Instrucción de Cartagena; un magnifico edificio del siglo XVIII con muelle al mar, que todavía es propiedad de la Armada y podría ser un extraordinario recinto para el museo local de Marina, incluyendo algún barco de esos que la Armada desguaza y que podría ser conservado allí, con salas magnificas y una buena biblioteca náutica. Eso, al menos, es lo que desearíamos algunos. Pero dedicar un recinto en condiciones a hablar de Trafalgar y de Sarmiento de Gamboa y de los fuertes del Callao o de los jabeques de Barceló es algo que harían los ingleses. Incluso los franceses. Aquí, salvo en el caso del excelente Museo Naval de Madrid —cuya visita les recomiendo—, se hace lo de las Atarazanas de Barcelona: reconvertirse a narrar las indiscutibles gestas universales de la marina catalana y esconder en el sótano todo lo demás. Así que mucho me temo que el destino de ese antiguo y noble edificio sea caer en manos del ayuntamiento para convertirse en dependencia municipal a base de metacrilato y rehabilitación de diseño, o —lo más probable— pasar a manos privadas como centro comercial con multicines y hamburgueserías. Que es más práctico y da más pasta.

De cualquier modo, y volviendo al Galatea, tampoco vayan ustedes a creer que toda la dignidad se ha perdido en este asunto. Nada de eso. Porque cuentan los escoceses que, después de gastarse otros 650 kilos en rehabilitar el barco, cuando quisieron completarlo comprando también el mascarón de proa, que está en una base naval de El Ferrol, la patriótica respuesta española fue: «Se lo llevarán ustedes cuando el Reino Unido nos devuelva Gibraltar». Con un par de huevos. Y es que ya se sabe. En el Ministerio de Defensa y en la Armada, más valen mascarones sin barcos, que barcos sin honra.

Una caza sin cuartel

La vela enemiga se ve mejor ahora que, el sol está alto. Es fácil reconocerla: el aparejo de un queche que el viento, levante de ocho o diez nudos, permite llevar con todo el trapo arriba, amurado a babor. La marejada fuerte y molesta del amanecer ha disminuido, y ahora podemos ver su casco. Con los prismáticos alcanzo a distinguir la bandera: roja, la Union Jack en un ángulo. Un inglés. El corazón me late aprisa, pues desde que descubrimos la vela al alba, cuando se deslizaba sigilosamente por el freu de Tabarca y nosotros aguardábamos al acecho, fondeados en tres brazas de agua, sin luces, las velas aferradas, y camuflados ante la línea oscura de la isla, intuí que podía ser inglés. En esas fechas y entre semana, la mayor parte de los veleros que bajan para doblar hacia el sur la punta de Palos y navegan de noche sin resguardarse en los puertos o fondeaderos próximos, son extranjeros: holandeses, algún francés. E ingleses. Y a mi tripulación y a mí nos encanta cazar ingleses.

Nuestro velero es rápido. No es un regatero nervioso, ni lleva velas de competición, y la vela spinakker está prohibida a bordo con pena de pasar por la quilla a quien la mencione, porque es presuntuosa, incómoda y asesina. El nuestro es un sólido crucero de altura con casco de líneas muy rápidas, un sloop, aparejado de cúter con trinquete afilada como un cuchillo, y en vez de una mayor enrollable arbola una buena y clásica vela grande con tres fajas de rizos. Tampoco mi dotación viste calzado náutico de diseño, pantalones hasta la rodilla ni polos de marca con emblemas publicitarios: son chicas duras que llevan tejanos descoloridos, con navajas en un bolsillo de atrás, y tienen los nudillos y las rodillas llenos de cicatrices, y los bíceps endurecidos por los winches. Tipas peligrosas en tierra, vengativas en las cacerías, crueles y duras en los abordajes.

Y así, poco a poco, cable a cable vamos dando caza a la presa. El viento ha refrescado un poco cerrándose quince grados hacia la proa, y ahora es un estesureste que pone seis nudos y medio en la corredera. Mando cazar el génova y largar un poco la escota de la mayor, y ganamos medio nudo más. El barco navega ahora a un descuartelar, con el agua espumeando a lo largo de la banda de estribor, y la presa está cada vez más cerca. La tensión se siente de proa a popa, y una voz dice: «Es nuestro».

Pero no es tan fácil, voto a Dios. El perro inglés es algo más ceñidor y gana barlovento, y nuestro rumbo nos lleva más cerca de tierra que él. Miro con preocupación la sonda, que disminuye. Once, nueve, ocho brazas. La presa está ahora a un cable por la amura de babor, pero ante nuestra proa se agranda la punta rojiza del cabo Roig. Seis brazas. Temo verme obligado a dar un bordo mar adentro y perder distancia, o que el inglés pase la punta y luego meta todo a sotavento, arribe cortando nuestra proa, nos largue una, andanada con las baterías de estribor mientras estamos en plena maniobra de virar por avante, y después busque impunemente resguardo en el puertecito que hay detrás. Pero de pronto el viento refresca, orzamos cinco grados, y cabo Roig queda en franquía, por los pelos, con tres brazas en la sonda y siete nudos y medio en la corredera mientras volamos de bolina sobre el mar, dejando una estela blanca y recta por la popa. Ahora sí que ese cabrón es nuestro, me digo. Lo tenemos por el través de babor, a medio cable, yéndose hacia la aleta. Espero un poco, y luego ordeno preparar la batería de estribor. Ya puede ir encomendándose a Nelson y a la madre que lo parió.

«A virar», grito mientras desconecto el piloto y cojo el timón. Con la tripulación bien entrenada en drizas, pólvora y ron, el génova se amura a la otra banda cuando meto la proa en el viento y me acerco recto a la presa, ciñendo. Casi puedo oler las mechas encendidas y verlo acercarse a mis portas abiertas. Magic carpet, leo en su espejo. London. Y entonces arrío mi falsa bandera francesa e izo la española —treta legítima—, le corto la estela por la popa, bien cerrado y en ángulo recto, y cuando está perpendicular a mi través, a menos de quince metros, le largo al inglés una andanada mental que arrasa su cubierta, derriba el mesana entre astillazos y hace picadillo a los dos respetables ancianos de piel rojiza que me miran boquiabiertos desde la bañera, ella con un libro en las manos y él fumándose una pacífica pipa. Preguntándose, supongo, qué diablos hace ese majara. Ignorando, los pobres infelices, que llevo seis horas dándoles caza y que acabo de mandarlos al fondo del mar.

2000
No era un barco honrado

Ahí lo tienen. 45.000 toneladas haciéndose a la mar en su viaje inaugural, absolutamente seguras de sí mismas. Era insumergible, o al menos eso le contaron los armadores a los 2.000 pasajeros que iban a bordo. Tan seguro como una pista de baile, un buen restaurante o un hotel de lujo en tierra firme. Quizá por eso, y en especial para atender a los clientes de primera clase, el 'Titanic' embarcaba una tripulación más compuesta por mayordomos, camareros y cocineros, que por marinos duchos en su oficio. Aquello era una residencia flotante indestructible y rápida, y su capitán, igual que en todos los barcos de ese tipo que alumbró la época, oficiaba más como gerente de un balneario para millonarios que como capitán de un buque de alta mar.

No hubo heroísmo, ni grandeza, ni nada bueno que recordar en la tragedia de ese barco desgraciado. Lo que hubo fueron inmensas dosis de arrogancia, estupidez e incompetencia. Alguien dijo que los infelices músicos de la orquesta, en vez de ahogarse en cubierta tocando 'Más cerca de ti, Señor', o algo parecido, debieron ir a los botes salvavidas y acercarse al Señor en otra ocasión menos incómoda. Por otra parte, el presunto abandono del buque se realizó de la forma más desorganizada posible. El capitán Edward J. Smith, que a pesar de sus 34 años en la mar aquella noche del domingo 14 de abril de 1912 se comportó más como hotelero que como marino -llevaba a bordo al presidente de la naviera y al director de los astilleros del 'Titanic'- tardó veinticinco minutos en ordenar al radiotelegrafista que emitiera el primer S.O.S. Más tarde, para cientos de los pasajeros que intentaron nadar en aguas a dos grados bajo cero, aquellos veinticinco minutos supusieron la importante diferencia entre la vida y la muerte. Además, para no alarmar al pasaje, el capitán Smith retrasó la orden de abandonar el barco; y luego se hizo de modo tan sutil que la mayor parte de los pasajeros no se dieron cuenta del peligro y se fueron reuniendo en cubierta al azar, sin prisas, mientras abajo los fogoneros se ahogaban como ratas.

De hecho, cuando el 'Titanic' ya tenía bajo el agua una cuarta parte del casco y una escora de cinco grados a estribor, mientras unos pasajeros eran encaminados a los botes, otros aún paseaban por las cubiertas o dormían, ignorantes de lo que estaba ocurriendo, o bien se negaban a abandonar el buque pues se sentían más seguros a bordo. De cualquier modo, sólo había botes para la mitad de las 2.206 personas que iban en el barco. Paradójicamente, los viajeros de tercera clase, que comprendieron primero el peligro porque estaban en el entrepuente y cubiertas inferiores, se encontraron sin medios de salvamento suficientes; hombres, mujeres y niños se ahogaron en masa porque la tripulación, obedeciendo órdenes, no les permitía subir a las cubiertas de primera clase. Mientras, en primera clase, la última en enterarse, sobraba espacio en los botes. Y después, cuando vinieron el pánico y el sálvese quien pueda, cuando todo lo que pudo flotar flotó y el resto se fue al fondo arrastrando a 1.503 personas, en esos botes salvavidas quedaban quinientas plazas libres.

Pero los errores no se cometieron sólo en el espacio de tiempo entre el momento en que un iceberg rozó el costado de estribor de la nave, abriendo allí una vía de agua de 100 metros, y cuando por fin, a las 2.10, la popa del 'Titanic' desapareció en las aguas heladas del Atlántico Norte. El error más grave no era técnico, sino de concepto; y estaba ya sobre la mesa de diseño cuando el desmesurado gigante fue concebido. Joseph Conrad, que fue marino muchos años antes de cambiar el puente de mando de un barco por el escritorio de novelista, publicó unas acertadas reflexiones sobre el asunto. ¿Qué se puede esperar, preguntaba con amargura, cuando con delgadas planchas de acero se construye un hotel flotante para asegurarse el patronazgo de un millar de ricos huéspedes, se decora con un estilo mezcla de los faraones y de Luis XV, y para complacer a ese millar de individuos con más dinero del que saben gastar, se lanza esa masa de 45.000 toneladas a veintiún nudos a través de un mar donde hay icebergs?(1). La respuesta al interrogante de Conrad está en los libros de historia de los grandes desastres marítimos, y revela hasta qué punto la soberbia y la vanidad del hombre, que siempre terminan aliándose con su estupidez y sus errores, ciega, como dice el Corán que hace Dios, a quienes quiere perder.

En su mismo artículo, publicado en 'The English Review' sólo un mes después de la tragedia, el escritor polaco-británico confronta la tragedia del 'Titanic' con el hundimiento del 'Douro': otro barco más pequeño que el gigante de la White Star, pero con una proporción similar de pasajeros. El 'Douro' era un buque bien mandado y tripulado, y no una especie de sindicato hotelero compuesto por el jefe de máquinas, el pagador y el capitán, con una dotación de seiscientos camareros y fogoneros. Y a media noche, con una peligrosa mar de fondo del oeste, fue abordado de través por un vapor. El 'Douro' estuvo a flote veinte minutos. Durante ese tiempo quedaron arriados los botes, y todos los pasajeros, salvo una mujer que se negó a abandonar el barco, fueron puestos a salvo en ellos por una tripulación profesional y bien mandada, que no perdió ni la humanidad ni la calma. Después no hubo tiempo de más, el barco zozobró en un momento, y toda la dotación del 'Douro', desde el capitán hasta el mayordomo -salvo el oficial al mando de los botes y dos marineros para gobernar cada uno- se fue a pique con el barco, sin rechistar. Pero es que el 'Douro', concluía Conrad en su comentario, era un barco. No un Ritz marítimo enviado a la mar sin botes de salvamento, sin apenas marinos a bordo y con cuatrocientos pobres diablos como camareros.

Leí ese comentario cuando aún era muy jovencito, en esa época en que los relatos de naufragios, para alguien que ama el mar, quedan impresos en la memoria para siempre. Y quizá por eso, el 'Titanic' no me fue nunca un barco simpático. Ahora contemplo la fotografía del torpe gigante de los mares haciéndose a la mar en su primer y último viaje, y pienso que en ese mismo instante el Azar, con su extraño y trágico sentido del humor, estaba situando en su propia carta náutica un iceberg con rumbo sursuroeste, de modo que su derrota se cruzara con la del 'Titanic' exactamente en los 41º 46' de latitud norte y en los 50º 14' de longitud oeste. También acabo de saber estos días que una compañía, la RMS Titanic Inc, creada para la explotación comercial de los restos, acaba de fracasar en el intento de reflotar un trozo del casco, en medio de un crucero especial en forma de espectáculo a 500.000 pesetas la plaza, con el actor Burt Reynolds y el astronauta Buzz Aldrin como animadores. En realidad, como los marinos muertos en la guerra o ahogados en los naufragios, los buenos y viejos barcos que una vez surcaron los mares como Dios manda deben dormir en paz en el fondo del mar, pues ganaron honradamente su eterno descanso. En cuanto al 'Titanic', 84 años después de su hundimiento sigue siendo lo que fue el poco tiempo que estuvo a flote: un espectáculo lamentable.

(1) Joseph Conrad. 'Notas de vida y letras. Algunas reflexiones sobre la pérdida del 'Titanic''

Esos perros ingleses

Tengo un bonito grabado original, regalo de mi extinto vecino Marías e impreso en 1801. Es un aguador que aparta de su paso a unos canes molestos, y se titula: Malditos perros Ingleses. Y hoy titulo también así porque acabo de recibir la carta de un lector indignado: un amigo que echa chispas porque cuando Pinochet fue devuelto a Chile, privando a la razón y a la justicia de un grandísimo hijo de puta al que meter mano, Margaret Thatcher tuvo el entrañable detalle de regalarle a don Augusto un grabado sobre la derrota de la Invencible, o Trafalgar, o algo así. Porque, una vez más, los españoles habían sido derrotados como siempre lo fueron por los ingleses, etcétera. La tía lo hizo para expresar su solidaridad gremial e ideológica, y su agradecimiento porque, cuando las Malvinas, Pinochet ayudó a que las tropas británicas, profesionales bien equipadas, masacrasen impunemente a un ejército de desgraciados adolescentes argentinos a los que llevaron al matadero unos españoles irresponsables y asesinos, presididos por un general estúpido y borracho. En ese contexto, muy dolido por el recochineo de la dama de hierro —que también es de las que se conservan en alcohol—, ese lector apela a nuestra memoria histórica y pide venganza. Dales caña a esos cabrones, me exige, sin especificar si el término se reduce a don Augusto y su tronca, o si debo hacerlo extensivo a todos los hijos de la Rubia Albión, e incluso a mi vecino de página por aquello de las afinidades electivas. En la duda, y sin que ustedes vean esto como un arranque patriótico por soleares, sino como un higiénico ejercicio de la memoria, pongo manos a la obra mediante dos o tres bonitas anécdotas. Verbigracia. Hace un par de semanas les refería a ustedes que Patrick O'Brian, que en paz descanse haciendo nudos marineros a la derecha de Dios, no podía tragar a los españoles y en sus estupendas novelas náuticas siempre salimos como piltrafillas que no se lavan y que además son crueles y cobardes. Y todo el rato se nos compara con Nelson, compendio de virtudes anglosajonas y británicas, orgullo nacional nunca batido y demás. Por eso, si de algo le sirve el dato al prurito patrio de mi querido lector y comunicante, le diré entre nosotros que la Thatcher no tiene ni puta idea. Es cierto que sus compatriotas nos han fastidiado en el mar bastante más de lo que apetece recordar. Pero de ahí a lo de la imbatibilidad media un abismo. Y como estas cosas parece que ninguna autoridad competente española las sabe —el Lepanto—, y si las sabe no se acuerda, y si se acuerda no se atreve a decirlo, no sea que los imbéciles que consideran que la Historia es patrimonio exclusivo de la derecha lo llamen facha, ésta es una buena ocasión para recordar, por ejemplo, que ya mediado el siglo XVIII, y con los chulitos ingleses casi dueños del mar, el marino español Juan José Navarro rompió el cerco de la escuadra británica en Tolón con doce navíos y un par de huevos, y se abrió paso a cañonazos entre treinta y dos buques ingleses, con un millar de muertos muy equilibrado por ambas partes. Y que poner una columna y una estatua en Trafalgar Square le costó a la Gran Bretaña la vida del imbatible Nelson, once navíos desarbolados y fuera de combate y mil cuatrocientos muertos, en un combate donde los españoles —para su desgracia— estuvieron mandados por un francés y no precisamente mirando. Y en cuanto al propio e imbatible Nelson, que todos los ingleses saben manco del brazo derecho, incluso los mismos textos británicos evitan cuidadosamente mencionar que ese brazo lo perdió en 1797, cuando con toda la arrogancia y superioridad anglosajona de la marina de Su Majestad intentó desembarcar 1.500 hombres para conquistar Santa Cruz de Tenerife, defendida por despreciables españoles, y las tropas inglesas, que llegaron muy flamencas y muy sobradas, tuvieron que capitular ante la mano de hostias que les dieron los isleños, que los achicharraron vivos haciéndoles trescientos muertos y enviando a don Horacio Nelson, que fue a tierra con dos brazos, de vuelta a su barco con sólo uno. Los sucios indígenas.

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