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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (4 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Telebingo marítimo

Todo el mundo sabe que la Meteorología no es una ciencia exacta, sino una aproximación más o menos razonable a lo que puede caer. O sea, que sale Paco Montesdeoca, verbigracia, contándonos en el Telediario que este fin de semana podemos ir tranquilamente a la playa con los niños y con la suegra; y como nos lo dice delante de un mapa lleno de huevos fritos, sin una nube, pues igual le hacemos caso y luego, en Matalascañas, nos llega una manta de agua que te vas de vareta. Pero esas son cosas del tiempo y de la vida: y ni Paco, ni la tele, tienen la culpa. Las isobaras, y las isotermas, y los frentes fríos y la zorra que los parió, son caprichosos y van muy a lo suyo.

Estamos de acuerdo en que la predicción del tiempo es sólo eso: relativa, sujeta a variables, con errores que pueden considerarse con indulgencia. El problema es que al arriba firmante la indulgencia le desaparece en el acto cuando tiene que vérselas con un invento del Instituto Nacional de Meteorología, vía Telefónica, que incluye información marítima costera y de alta mar. Un presunto servicio que tiene el cinismo de llamarse Teletiempo; pero que igual podía llamarse Telemorro, o Telebingo.

Uno navega para matar los diablos, igual que otros juegan al ajedrez o se van de putas. Y en la mar, cuando te embarcas, la predicción del tiempo supone, a menudo, la diferencia entre un acto placentero y un mal rato; y en ocasiones extremas, la diferencia entre seguir vivo o cascarla. Pero en España, al contrario de otros países como Francia, o Inglaterra, la navegación deportiva está desamparada. Sales a pescar de madrugada en tu lanchita, o te dispones a hacer vela ligera, o vas navegando cinco, diez o quince millas mar adentro, y no tienes a qué santo encomendarte. Por no haber, ni siquiera Radio Nacional de España dispone de un servicio regular de información marítima. Aquí te haces a la mar para unas horas o para quince días, y salvo que dispongas de un carísimo sistema de recepción facsímil por satélite, te ves obligado a calcular el estado del tiempo a ojo, a base de vistazos al cielo y al barómetro, e intuición marinera. La única alternativa es marcar el número telefónico de Teletiempo. Y entonces la cagaste, Burlancaster.

Lo malo no es que, como corresponde a Telefónica, a veces el servicio te dé señal de estar comunicando o fuera de línea durante ciento diez minutos seguidos reloj en mano, cosa que ocurre a menudo en horas nocturnas. Lo malo no es tampoco que te anuncien viento de fuerza 2, mar buena, rizada, y lo que te salte sea un viento de fuerza 6, con una marejada que echas la pota. Lo peor viene cuando una agradable voz femenina y enlatada, tras informarte de las tarifas, te endilga la casette con una predicción meteorológica grabada doce o veinticuatro horas antes los fines de semana, sin duda por falta de personal, suelen dejarlos grabados para un par de días, o poco menos que igual dice: « válida hasta las veinticuatro horas del día tres» y tú la estás oyendo, mientras juras en arameo, a las cinco de la madrugada del día cuatro, peleándote con un levante de treinta nudos, y con la costa media milla a sotavento. Por ejemplo.

Un caso reciente: hace tres semanas, navegando entre Águilas y Cabo de Palos con una previsión de Teletiempo de noreste fuerza 3, con marejadilla, a las 8.00 de la mañana y válida hasta el día siguiente, el arriba firmante se encontró a las 9.00 con fuerte marejada y un lebeche asesino, un suroeste de treinta y siete nudos; o sea, fuerza 8. El velero abatía, incapaz de ceñir proa al viento, que arreciaba. Por suerte aún estaba a cinco millas de la costa, con barlovento suficiente para encontrar refugio en Cartagena en vez de terminar en los acantilados; y allí nos fuimos corriendo el temporal por la aleta, con sólo el tormentín izado y olas de tres metros en la popa. Todavía, a las dos horas de amarrar, y con 42 nudos de viento dentro del puerto, entró por la bocana el queche holandés Amazone, que acababa de comerse un temporal fuerte de grado 9 en la escala de Beaufort, allá afuera. Después de ayudar a amarrar al holandés era un solitario, y había pasado siete horas a la caña luchando por su pellejo, fui a un teléfono y marqué el 906 36 53 71, por curiosidad. Eran las cuatro de la tarde. La misma voz enlatada -no habían cambiado la cinta en todo el día- insistió en que teníamos buena mar, noreste fuerza 3, marejadilla. Colgué el teléfono y estuve un rato mirando cómo las olas saltaban en la escollera de San Pedro, más arriba del palo de las fragatas amarradas en el muelle. Ahora comprendo lo de la Armada Invencible, me dije. Felipe II telefoneó a Teletiempo.

La galera de Lepanto

Pues ocurrió que el otro día, en Barcelona, el arriba firmante acababa de releer las últimas páginas de El buen soldado, de Ford Madox Ford. No tenía más libros a mano -estúpida imprevisión la mía-, así que, hecho polvo, huyendo del aburrimiento y la melancolía como el Ismael de Moby Dick, decidí buscar refugio en el mar y me fui Rambla abajo hasta las Atarazanas, para echarle un vistazo al Museo Naval.

No sé si conocen ustedes el museo de las Atarazanas. La Historia -creo haberlo escrito alguna vez- es la única clave que nos permite interpretar como hombres libres el presente, y cuando todo anda confuso alrededor, uno encuentra fuerzas, ánimo, aplomo para resistir, en sitios con viejas piedras y paisajes inmutables, en recintos como los museos y las bibliotecas. Lugares que no son simples estampas para fomentar el turismo y que las fotografíen ochocientos mil japoneses, sino memoria de los padres y de los abuelos, y de todas las generaciones que nos conformaron la memoria. Con esto quiero decir que cuando entro a un museo, sea español, francés, inglés o austríaco, no voy de visita, sino a mi casa. A buscar mis propias huellas en los objetos que han logrado salvarse del naufragio de los siglos. Soy europeo y mediterráneo, y eso hace que mi estirpe sea dilatada y rica, y que ninguno de los hechos que esas venerables salas albergan me sea ajeno. Nadie, por tanto, tiene derecho a pretender que me sienta extranjero; y mucho menos en un museo naval, cuando el mar es precisamente la más abierta y generosa de las patrias, la más solidaria, la que más une a los hombres de todas cuantas conozco.

Y sin embargo, los responsables de las Atarazanas de Barcelona han hecho todo lo posible por organizar un museo provinciano, paleto, exclusivo y excluyente, donde más que una generosa exposición de esa historia colectiva de que las piezas reunidas en ese museo forman parte -una historia, con lo bueno y con lo malo, que se llama historia de España- lo que hay es una oportunista y calculada selección de objetos ordenados con arreglo a un fin: el de convencer al visitante de la existencia de una historia naval catalana. Cuestión indiscutible, por otra parte, si la enmarcamos debidamente en una historia naval del reino de Aragón y su expansión mediterránea, y en la otra, la más amplia historia naval española, que incluye honorables minucias como la circunnavegación del globo, la empresa de Inglaterra, el descubrimiento de América, el comercio con las Indias, Trafalgar, la lucha contra el turco y la batalla de Lepanto.

Pero resulta que no. Que a las autoridades de quienes depende el museo que, por instalaciones y fondos materiales, podría ser el más importante de España, lo que de verdad les interesa es que los visitantes puedan leer sólo en lengua catalana los rótulos explicativos de cada pieza expuesta. O que cuando se hable de la hazaña almogávar en Bizancio se aluda a ésta como empresa catalana. O que las tres cuartas partes del espacio histórico consistan en una plúmbea exposición a base de fotografías y antiguos registros comerciales sobre temas tan apasionantes como la exportación de los paños de Tarrasa en el delta del Po, el viaje que hizo Jordi Borafull comerciante del Bajo Llobregat, a Túnez para comprar una tonelada de dátiles, o cuántas sardinas pescaban al mes los llaúdes catalanes construidos en Mallorca o Valencia. Todo eso rotulado como: La apoteosis comercial catalana en el Mediterráneo, o La gesta ultramarina catalana en su clímax naval, y cosas así. Y en un museo marítimo que forma parte de un país que tuvo a Juan Sebastián Elcano, los Pinzones, Churruca, Gravina, Juan de Austria, Malaspina y unos cuantos más, el único personaje del que recuerdo haber visto objetos personales, es el general Prim. Que no fue marino, pero era de Reus. Sin embargo, lo más insufrible es ver la pieza maestra del museo: la Galera Real que mandó don Juan de Austria en Lepanto, privada de su contexto, huérfana de todas las connotaciones históricas que podrían enriquecer su presencia impresionante, que tantos recuerdos suscita. Entre muchos otros, el de un pobre y oscuro soldado que se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, que navegó junto a ella y peleó a su vista, perdiendo un brazo, en la más alta ocasión que vieron los siglos.

¿Saben lo que les digo? Si del arriba firmante dependiera, con mucho gusto cambiaría los disputados archivos de Salamanca por la vieja y querida Galera Real, para llevármela a otro sitio. A cualquier lugar donde ni a ella ni a mí, ni al mar que navegó y que también era el mío, nos deshonren la memoria.

La guerrera del arco iris

Conozco a una niña, o jovencita, de doce años, muy sensibilizada con la cosa ecológica. Aire libre, deporte, piel morena, piernas largas: muy prometedora en todos los sentidos. Lee mucho, ve buenas películas en el cine y en la tele, y poco a poco ha adquirido la convicción de que el planeta ya no sólo nunca volverá a ser azul sino que se está yendo a tomar por saco a toda prisa y de muy mala manera. Eso la pone en pie de guerra, y dice que los mayores estamos haciendo con la naturaleza lo que esos tutores malvados de las novelas de Dickens: gastarse la herencia del huerfanito. Así que mi joven amiga, relampagueando en sus hermosos ojos oscuros la cólera de Dios, pone el grito en el cielo cada vez que asiste a nuestros desmanes de adultos.

Es inteligente, dulce y pacífica. Tímida, a veces. Pero la he visto saltar con la decisión de un kamikaze, indignada y valerosa, cuando alguien maltrata a un animal delante de ella. No hay chucho callejero, gato sarnoso, urraca ladrona, molesta lagartija o bestezuela indeterminada para la que no tenga una caricia, una palabra de ternura, un pensamiento. Ya con sólo cuatro años, ante un enorme mastín al que nadie se atrevía a acercarse, fue hasta él con absoluta naturalidad y le metió el brazo en la boca, hasta el codo, dándole besos, y el pobre animal tuvo que quedarse allí mirándola, avergonzado, sin saber qué hacer, con cara de panoli, con su reputación de perro adusto y feroz completamente por los suelos. Y la única vez en su vida que la han visto permanecer inmóvil ante la pantalla de un televisor durante una corrida de toros fue el año pasado, en los últimos tres minutos de la inmensa faena de Enrique Ponce en la plaza de Quito, porque su abuelo le dijo que acababan de indultar al toro.

En cuanto a los abrigos de pieles y ese tipo de cosas, su desprecio por las usuarias raya en lo homicida. Daría su propia vida por un bebé foca. Y sobre las ballenas, para qué les voy a contar. Lee mucho, desde Stevenson a London, pasando por Salgan, Dumas, Marryat o Ballantyne, pero sus padres nunca imaginaron que fuera capaz de calzarse la versión completa de Moby Dick, como hizo a finales del año pasado, y además manifestándose todo el tiempo contra el capitán Achab y los tripulantes del Pequod -ante cuyo naufragio y óbito colectivo no pestañeó- y en favor del blanco y resabiado cetáceo. Que no asesina, matizó, sino que se defiende.

Podría contarles más cosas, pero no me caben. Resumiremos diciendo que cada planta, árbol o maceta que se seca, es para ella una batalla perdida; que la contaminación de las playas la pone furiosa; que se recicla sus sobres y papel de cartas con un raro artilugio de la señorita Pepis y luego lo pone a secar por toda la casa; que se niega a usar ropa de etiquetas famosas y pide que sean marca La Pava; y que los chicos de su colé -Séptimo de EGB- se enamoran de ella como becerros porque es al mismo tiempo dura y tierna, y lo tiene todo muy claro. Es mucha persona.

Pero lucha sola, precoz y a su manera, en un mundo donde la solidaridad resulta escasa, y necesaria. Así que un día, hace poco, sus padres le sugirieron que se pusiera en contacto con una organización ecologista, como por ejemplo su admirada Greenpeace, a fin de que aprendiese más cosas, que ensanchara el horizonte en contacto con otra gente que sigue el mismo camino y tiene más experiencia. Acogió con entusiasmo la propuesta, y escribió una larga, hermosa y lúcida carta llena de ilusión, ofreciéndose para cualquier cosa, pidiendo consejo, información sobre aquello en lo que podía ser útil. Durante un mes acechó cada día el correo. Y por fin llegó la respuesta: un sobre con impresos para la domiciliación bancaria de una cuota anual entre 5.000 y 10.000 pesetas, y otro impreso pidiéndole que buscara más socios entre sus amigos. Nada más. Ni siquiera una explicación, una carta personal, o una palabra de aliento.

Las reflexiones morales y económicas del asunto, sobre cómo un genuino movimiento de resistencia ecologista puede degenerar en frío mecanismo burocrático a la búsqueda de pasta, incapaz de calibrar los sentimientos y la ilusión de una admiradora de doce años, las dejo para cada cual. Me cuentan que el padre de la jovencita ha escrito una breve carta a Greenpeace, sugiriéndoles lo que pueden hacer con el boletín de suscripción, una vez lo hayan enrollado bien hasta convertirlo en un canuto de dimensiones apropiadas. En cuanto a la pequeña guerrera del arco iris, según mis noticias, sigue luchando sola. No se rinde, pero acaba de aprender una lección: más vale solo que mal acompañado.

Patente de corso

La tengo ante mí, impresa en grueso y buen papel crujiente de época, perfectamente conservado a pesar de los casi dos siglos transcurridos, Acabo de desplegarla en sus nueve dobleces sobre la mesa, y aún la miro incrédulo. En la parte superior de la orla lleva las columnas de Hércules con el Non plus Ultra y el escudo real, y en su ángulo superior izquierdo ostenta el título de Real Pasaporte de Corso para los mares de Indias. Es lo más parecido a un sueño que nunca tuve en mi poder: "Por cuanto he concedido permiso para armar en guerra con cañones y pedreros y las demás armas y municiones correspondientes, a fin de que pueda hacer el corso contra los enemigos de mi Corona y correr a este intento los mares de Indias, combatiendo y hostilizando con Bandera española las embarcaciones de naciones con las que me hallase en guerra…". Está timbrado con el sello real, y fechado en Madrid, a cinco de enero de 1820. Al pie, con tinta algo desvaída como la fecha, hay dos firmas. Una es la de José María Alós, que según la enciclopedia Espasa fue ministro de Guerra y de Marina. La otra consiste en tres palabras y una breve rúbrica: Yo, el Rey. La firma de Fernando VII.

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