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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (6 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Envidio la ecuanimidad, la sangre fría de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos, ala gente, que por activa o por pasiva, ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de chicos de catorce o quince años, que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos cómo estos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podía argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino el lo puramente humano, se encuentra en un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en todo esto mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno junto al otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquiercosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas".

1998
Vidas lavadas

Pues resulta que estás comprándote unos tejanos y vas y le dices al dependiente de toda la vida que dónde carajo están los de siempre, esos que ya vienen lavados pero son azul oscuro, porque sólo encuentras pantalones decolorados, tan lavados de origen que todos son azul clarito, desvaído, sosos, y en cuanto los pases un par de veces por la vida y por la lavadora se van a quedar hechos una mierda. Y el dependiente te dice que ya no hay. Y tú replicas que cómo cojones no va a haber si los ha habido siempre; tejanos, o sea, vaqueros, o sea, blue-jeans, que dicen algunos chorras. Iguales que esos que tiene ahí expuestos pero azul oscuro, como su propio nombre indica. Blú. Bluyins.

Pero el dependiente va y se rila de risa. Es que no te enteras, chaval. No te enteras porque los compras de año en año y eres un abuelo y un antiguo. Ahora la moda son los tejanos descoloridos, o sea, lavadísimos; y la marca y modelo que usas desde siempre, porque eres más de piñón fijo que un teniente chusquero de la Benemérita, ya no se fabrica sino muy así, como los ves Televés, porque si los hacen de un azul que parezca poco lavado, la gente es tan gilipollas que va y no los compra.

- Me estás vacilando, Paco.

- Te juro que no.

Y yo, que siempre me tiro el folio con eso de estar mirando, pero en realidad sólo miro la parte que me interesa ver, y del resto no me entero, echo un vistazo alrededor y compruebo que sí, anda, que mi primo tiene razón, que todos los fulanos y fulanas que llevan tejanos los usan muy lavados, muy descoloridos, y apenas se ven azules de verdad, nunca mejor dicho, azules de pata negra. Entonces, indignado, le digo al dependiente que no es lo mismo; que un pantalón tejano como il faut debe ser de origen oscuro, tener un sólo lavado suave de fábrica para que luego no encoja, o no tener ninguno, e ir envejeciendo contigo, poco a poco.

- Esa concepción romántica de la indumentaria –me dice el dependiente, que leyó a Juan Benet-está obsoleta.

Obsoletas mis narices, respondo. Porque de otras cosas no tengo ni puta idea; pero de pantalones tejanos, colega, puedo escribir un libro que se llame Los tejanos y la madre que los parió. Me he pasado la vida dentro de unos tejanos, de acá para allá. He arrastrado tejanos por los suelos y los asfaltos espachurrados y los cristales y los escombros de todos los países donde había hijo putas con escopeta. Los he lavado hasta con jabón de tocador en cuartos de baño de hoteles de medio mundo. He desgastado sus rodilleras y fondillos rozándolos sobre la cubierta de un velero, y los he sentido secarse sobre mi cintura y mis piernas, endurecidos por la sal del agua de mar. Los más viejos entre la media docena que poseo tienen más mili que el Guerrero del Antifaz, están llenos de remiendos, y de zurcidos, y casi blancos de guerras y de sol y de mar y de salitre, y la navaja marinera con llave de grilletes que llevo en ellos se me cuela por los agujeros de los bolsillos. Ese par en concreto se me cae tan a pedazos, de puro cochambroso, que es precisamente el que me pongo siempre al llegar a puerto, cuando bajo a cenar a tierra. Y aunque voy hecho un guarro y sin afeitar, me repeino todo para atrás con la raya alta, me pongo un polo azul limpio que también tiene más lavados que una sábana de hotel, unas zapatillas de tenis blancas y una chaqueta de marino que tengo con dos filas de botones dorados: mi chaqueta estupenda de Lord Jim, que uso para joder a mis cuñados, que son capitanes y marinos mercantes de verdad, de toda la vida.

O sea. Que mis tejanos son mis tejanos, porque me los he currado yo. Y exijo que los puñeteros fabricantes me dejen seguir haciéndolo. Vivimos en un tiempo en que, como ocurre con todos aquellos otros tejanos des coloridos y falsos, hasta la memoria nos la convierten en mercancía postiza, de diseño, artificialmente envejecida, empaquetada como un producto. Y así vivimos entre falsas pátinas, falsos bronces, falsas pieles, falsos pantalones tejanos. Somos tan capullos y tan cómodos que la vida también pretendemos comprarla hecha, vivida por otros, servida en una pantalla de televisión o un escaparate, antes que pateárnosla nosotros mismos. Pero unos pantalones tejanos raídos, como Dios manda, no están al alcance de cualquiera. Hace falta toda una vida para vivirlos y gastarlos, y ahí es donde está la gracia del asunto. Ninguna vida viene ya lavada de fábrica.

El maestro de Gramática

La sangre chorreaba por los imbornales de la fragata inglesa. Habíamos estado una hora larga cañoneándonos penol a peno, y mis hombres subieron al abordaje poco inclinados a mostrarse clementes, o piadosos. No en vano habían visto, durante años, arder naves más allá de Orión y ponerse el sol en la Puerta de Tannhäuser. La fragata se llamaba Venganza de la reina Ana y ahora se balanceaba en la marejada, la jarcia hecha trizas, con el cabo de Palos perfilándose en la bruma una milla al sur-suroeste. Debía de tener a borde pasajeras, prostitutas o esposas de oficiales, porque cuando mi gente remató el trabajo oí desde el combés gritos de mujer.

Yo fui a lo mío. Del camarote del capitán me llevé dos cartuchos de monedas de oro, un sextante Plath y el cuaderno de bitácora. Luego, en la bodega, le eché un vistazo a lo que mi tercero y la dotación de presa iban a llevarse cuando gobernaran el barco hasta Cartagena. La carga no estaba mal, pero lo que me llamó la atención fue un grueso legajo que encontré manuscrito compuesto por muy diversos e interesantes textos, cultos, bárbaros, iconoclastas, divertidos e inteligentes, de cuya autoría no se daba información alguna, sacados a la luz –según lo escrito en la cubierta-, en Murcia, en el año de gracia de 1997, a 927 días del fin del segundo milenio. El título figuraba en la primera página, con tinta algo corrida por el agua de mar: Espejos de una biblioteca (KR Editorial).

Me llevé el manuscrito –mis hombres lo habrían usado para limpiarse el culo- y tras leerlo de cabo a rabo me fui a la banda de barlovento del alcázar, allí donde nadie viene a molestarme, y pasé mi cuarto de guardia, entre vistazo y vistazo al viento y las velas, reflexionando sobre la extraordinaria inteligencia y la profunda lucidez contenida en las páginas que acababa de leer. Después, todavía con una sonrisa cómplice en la boca se lo entregué a José Perona, a quien mis hombres llaman el doctor, aunque él suele titularse maestro de Gramática. Cuentan que en otro tiempo fue doctor que enseñaba en alguna de las universidades del rey nuestro señor, pero la resaca de la vida lo arrastró un día hasta los puertos y el mar; y cuando se enroló a bordo lo hizo aceptando las condiciones de reparto de botín que rigen el corso, aunque renunciando al dinero y conformándose en cada abordaje con una de cada tres violaciones de inglesas y una pinta de ron. El doctor, o el maestro de Gramática, como prefiere que le llamen, es un tipo singular, poco sociable, que se emborrachaba a solas con ginebra Bols en las noches tranquilas de luna llena o lee libros, infinidad de ellos, entre los cabos adujados a proa; y que cuando izamos la bandera de combate y disparamos el primer cañonazo dice en griego o en latín cosas extrañas como “que huelan lo que prueben” o algo así. Fue arponero en el Pequod, ama a Francia, odia a la Pérfida Albión, desprecia a los zafios que no fueron educados en la altivez del suicidio, y es capaz, en mitad del zafarrancho y los astillazos, de filosofar o contarnos cosas de un conocido suyo, un tal Lebrija, con quien debe de tener algún asunto a medias.

El caso es que le entregué el manuscrito al doctor o maestro de Gramática José Perona, para que hiciera con él lo que gustase. Y en ese momento hubo algo en la mirada que me dirigió por encima de los lentes, una especie de sonrisa casi imperceptible, amistosa y socarrona al tiempo, que me dio mucho que pensar. Y por un momento –ya sé que es absurdo, pero así fue- tuve la certeza de que el manuscrito no le era en absoluto desconocido, sino que su gesto, más que de recibir algo, se parecía mucho a una recuperación. En ese momento el vigía anunció una vela lejana por la amura de babor, así que me ocupé en otras cosas como ordenar más trapo y emprender la caza, que por la popa es siempre caza larga. Luego vinieron otros asaltos, otros mares, otros botines, otras borracheras y otros latines entre pinta y pinta de ron. Pero todavía, cuando recuerdo aquella fragata inglesa y el manuscrito hallado en su bodega, recuerdo la indefinible y sabia sonrisa del doctor, y aquella mirada que me dirigió por encima de los lentes –en uno de los cuales, por cierto, había una huella digital de sangre inglesa-. Por eso me pregunto si no fue él mismo quien, aprovechando la confusión del abordaje, puso el manuscrito en la bodega de la fragata. Para que yo lo encontrara allí.

Siempre al oeste

Mil millones de mil rayos. No sé ustedes, pero el arriba firmante se ha emborrachado muchas veces con el capitán Haddock, y el whisky Loch Lomond carece de secretos para mí. Salté en paracaídas sobre la Isla Misteriosa con la bandera verde de la FEIC entre los brazos, crucé innumerables vecesla frontera entre Syldavia y Borduria, navegué en el Karabotuljan, el Ramona, el Speedol Star, el Auroray el Sirius, busqué el tesoro de Rackham el Rojo-ya saben, siempre al oeste- y caminé sobre la Luna mientras Hernández y Fernández, con el pelo de colorines, hacían de payasos en el circo de Hiparco.

Cuando me eché una mochila al hombro, mi primer viaje fue, como Tintin, a bordo de un petrolero y rumbo al País del Oro negro. Y todo aquello tuvo tanto que ver con mi vida que años más tarde, cuando murió Georges Remi, Hergé, mis jefes del diario Pueblo me preguntaron si no me importaba cambiar durante unos días Beirut por Moulinsart, y publicaron una doble página en la que yo contaba cómo fui a darles el pésame a mis viejos amigos, y junto a una mesa llena de telegramas de condolencia -Abdallah, Alcázar, Serafín Latón, Oliveira de Figueira- había charlado largo rato con un abatido y envejecido Tintin, antes de mamarme a conciencia con el viejo capitán Haddock, mientras en el tocadiscos sonaba el aria de las joyas en una antigua grabación de Bianca Castaflore. Del mismo modo que el mundo se divide en stendhalianos y flaubertianos, también se divide en tintinófilos y asterixófilos. Y a mí, que amo a Matilde de la Mole mientras que Enma Bovary me parece una perfecta gilipollas, a la hora de situarme ante un álbum ilustrado puedo disfrutar mucho con las aventuras del galo irreductible; pero nada tiene eso que ver con el inmenso placer que sentí siempre al pasarlas páginas de un Tintín. Recuerdo que valían sesenta pesetas, y que ahorraba esa suma a base de cumpleaños, santos y aguinaldos navideños como un Scrooge cualquiera -todos mis tintines los compré yo salvo el primero, que fue El cetro de Ottokar- para ir a la librería Escarabajal, en Cartagena, y salir de ella con uno de aquellos álbumes en las manos, contenido el aliento, gozando del tacto de sus tapas duras de cartón, el lomo de tela, los magníficos colores de las siempre espléndidas portadas. Y luego, a solas, con invariable ritual, abría sus páginas y respiraba el olor a buen papel, a tinta fresca bien impresa, antes de zambullirme en su gozosa lectura. De aquellos momentos magníficos han transcurrido casi treinta y cinco años, y todavía, al abrir un Tintín, puedo sentir ese aroma que ya siempre, a partir de entonces, asocié con la aventura y con la vida. Con Los tres mosqueteros, El talismán, Las aventuras de Guillermo, La leyenda del Cid, el cine de John Ford y los tebeos de Hazañas Bélicas, aquellos tintines formatearon para siempre el disquete de mi infancia.

Ahora, la biografía que sobre Hergé escribió Pierre Assouline ha sido publicada en España. Assoulinees franchute, un buen tipo, excelente crítico y biógrafo de Simenon, Kahnveiler y Gallimard; un fulano bigotudo e inteligente, contagiado desde siempre por el virus de la literatura, que entiende como un lugar amplio y hospitalario, donde sólo son extranjeros los imbéciles y los hombres de mala fe. Conmigo siempre fue acogedor y generoso; y desde hace años debo a la revista Lire, que él dirige, más cordialidad, franqueza y simpatía desprovista de reticencias y complejos que a la mayor parte de los críticos literarios españoles que conozco. Así que celebro tener un pretexto justificado y honorable para corresponder de algún modo, contándoles a ustedes que Hergé, el denso libro de Assouline-426 páginas en la edición española- es un extraordinario recorrido por la biografía del autor de Tintin, una minuciosa investigación a base de archivos privados y centenares de testimonios, donde se nos desvelan todos los mecanismos y procesos de creación de los personajes y las 23 historias de la serie. Y es, también, una fascinante panoplia de claves sobre el autor: el Georges Remi que se inició en el periodismo, que estuvo fascinado por China, que fue acusado de colaborar con los nazis, y que siguió trabajando, internacionalmente reconocido, hasta su muerte. Un Hergé contradictorio y genial, capaz de crear un mundo imaginario con historia y geografía propias, dotarlo de una sociedad con códigos y rituales, y poblar ese universo maravilloso con personajes inolvidables, para eterno goce de lectores de 7 a 77 años. Por los bigotes de Pleksy-Gladz. Amén.

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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