Los héroes (88 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—¿Quién es ese monstruo? —murmuró.

—El Extraño que Llama —susurró a su vez Flood—. El jefe de todas las tierras al este del Crinna. Ahí son todos unos puñeteros salvajes y, por lo que tengo entendido, él es el peor.

El gigante iba acompañado por una caterva de salvajes. Por unos hombres de pelo descuidado y expresiones brutales, que portaban huesos como adornos e iban pintados y que vestían con andrajos y calaveras. Unos hombres que parecían haber salido de una canción de antaño, quizá de aquella que contaba cómo Shubal la Rueda había secuestrado a la hija del señor del desfiladero. ¿Cómo era la letra?

—Ahí vienen —gruñó Yon.

Entonces, hubo un murmullo de desaprobación y unas cuantas palabras bruscas, pero, sobre todo, un silencio muy tenso. Los hombres del otro lado del círculo se separaron y Escalofríos entró en él, arrastrando a Calder por el brazo.

Parecía mucho menos arrogante que la primera vez que Beck lo había visto, cuando cabalgaba sobre su elegante caballo por el lugar donde Reachey estaba reclutando. Pero seguía sonriendo. Una sonrisa enmarcada en un rostro pálido de ojos enrojecidos; una sonrisa a pesar de todo. Escalofríos le soltó y recorrió despreocupadamente las siete zancadas de barro que le separaban de Wonderful, dejando tras de sí huellas en el barro. Acto seguido, tomó un escudo que le tendió un hombre situado detrás de ella.

Calder saludó con un asentimiento de cabeza a todos los hombres que se hallaban arremolinados a su alrededor, como si fueran un grupo de viejos amigos. También a Beck. Cuando éste había visto por primera vez su sonrisa irónica, le había parecido llena de orgullo, de burla, pero quizá ambos habían cambiado mucho desde entonces. Si Calder se reía ahora, daba la impresión de reírse sólo de sí mismo. Beck le devolvió el saludo, con solemnidad. Sabía lo que era enfrentarse a la muerte y reconoció que había que tener agallas para sonreír en un momento como aquél. Muchas agallas.

Calder se encontraba tan asustado que sólo alcanzó a ver los rostros del círculo como un borrón. Pero estaba decidido a reunirse con la Gran Niveladora tal y como lo había hecho su padre y también su hermano. Con algo de orgullo. Se aferró a esa idea y también a su sonrisa, y saludó en dirección a los rostros desenfocados que parecían haber acudido a su boda en vez de a su funeral.

Tenía que hablar. Matar el tiempo charlando. Cualquier cosa con tal de no pensar. Calder agarró la mano a Reachey, la que no sostenía su abollado escudo.

—¡Has venido!

El anciano apenas fue capaz de devolverle la mirada.

—Era lo mínimo que podía hacer.

—Era lo máximo que podías hacer, por lo que a mí respecta. Dile a Seff de mi parte que… bueno, dile que lo siento.

—Lo haré.

—Y anímate. Esto no es un funeral —añadió, a la vez que le propinaba un leve codazo en las costillas—. Todavía.

Las carcajadas dispersas que obtuvo su comentario consiguieron que se sintiese menos cerca de cagarse encima. Aunque también se oyó entre ellas una risa suave y grave. Una que provenía de una gran altura. Era el Extraño que Llama, quien, al parecer, apoyaba a Calder y estaba en su lado del círculo.

—¿Vas a sostener ese escudo en mi nombre?

El gigante golpeó el empequeñecido redondel de madera con un garrote del tamaño de su dedo.

—Así es.

—¿A qué se debe ese interés?

—Me interesa el entrechocar del vengativo acero y ver la sedienta tierra regada con sangre. El rugido del vencedor y los gritos del vencido. ¿Qué podría interesarme más que ver a dos hombres dándolo y tomándolo todo, mientras la vida y la muerte danzan en equilibrio sobre el filo de una espada?

Calder tragó saliva.

—Pero, ¿por qué me apoyas y estás en mi parte del círculo?

—Porque había sitio.

—Ya —eso era lo único que le quedaba por ofrecer al mundo. Un buen lugar para contemplar su muerte—. ¿Tú también estás aquí porque había sitio? —le preguntó a Pálido como la Nieve.

—He venido por ti, por Scale y por tu padre.

—Yo también —afirmó Ojo Blanco Hansul.

Si bien había sido capaz de ignorar todo el odio que despertaba, aquella pequeña muestra de lealtad casi hizo añicos su máscara sonriente.

—Esto significa mucho para mí —aseveró con voz ronca. Lo realmente patético es que era cierto. Dio un ligero puñetazo al escudo de Ojo Blanco y una palmadita en el hombro a Pálido como la Nieve—. Sí, significa mucho.

Pero el tiempo para los abrazos y los ojos llorosos se estaba agotando rápidamente. Un clamor se fue alzando entre la multitud situada al otro lado del círculo y, después, se pudo percibir cierto movimiento. Acto seguido, los portadores de los escudos se hicieron a un lado. El Protector del Norte entró por el hueco abierto con la misma tranquilidad que un jugador que supiera que ya ha ganado una gran apuesta. Su estandarte negro acechaba tras él como la mismísima sombra de la muerte. Se había despojado de toda vestimenta, salvo de un chaleco de cuero que dejaba al descubierto sus fibrosos y musculosos brazos. La cadena que solía llevar antaño el padre de Calder pendía de su cuello, reflejando la luz con su diamante.

Se oyeron unos aplausos, un traqueteo de armas y el entrechocar del metal, mientras todo el mundo se esforzaba por recibir una mirada de aprobación de aquel hombre que había rechazado el avance de la Unión. Todo el mundo lo jaleaba, incluso desde el lado del círculo que correspondía Calder. Difícilmente podía tenérselo en cuenta, pues deberían seguir ganándose la vida después de que Dow le hubiese hecho pedazos.

—Así que has venido —comentó Dow, a la vez que señalaba con la cabeza hacia Escalofríos—. Temía que mi perro te hubiera devorado durante la noche —la broma fue recibida con muchas más risas de las que merecía, pero Escalofríos no movió ni un solo músculo. Su rostro cubierto de cicatrices era una máscara de indiferencia. Dow sonrió hacia los Héroes, cuyas cabezas cubiertas de liqúenes asomaban por encima de la multitud, y extendió los brazos, abriendo los dedos—. Parece que tenemos un círculo hecho a propósito para la ocasión, ¿verdad? ¡Un entorno incomparable!

—Ya —replicó Calder. Fue la mayor bravata que fue capaz de improvisar.

—Normalmente, hay que seguir un procedimiento concreto —señaló Dow, dibujando un círculo en el aire con un dedo—. Hay que explicar el asunto a dirimir, hay que enumerar los logros y hazañas de los campeones y todo lo demás, pero todo eso podemos saltárnoslo. Todos conocemos el asunto que aquí se dirime. Y todos sabemos que no has hecho nada en la vida —se oyeron más risotadas y Dow volvió a extender los brazos—. ¡Además, si empiezo a nombrar a todos los hombres que he devuelto al barro, nunca comenzaremos!

Aquel comentario fue recibido con una oleada de varoniles palmadas en los muslos. Parecía que Dow estaba empeñado en demostrar que era no sólo el mejor luchador, sino también el más ingenioso de los dos, y la competición era igual de injusta. Los ganadores siempre obtienen más risas y, por una vez, Calder se había quedado sin chistes ni chanzas. Quizá porque los muertos no tienen mucho sentido del humor. Así que aguardó en silencio a que la multitud se callara, hasta que sólo se oyó el susurro del viento sobre la cima, el aleteo del estandarte negro y el canto de un pájaro en lo alto de una de las piedras. Entonces, Dow profirió un suspiro.

—Lamento decir que he tenido que ordenar que traigan a tu mujer de Carleon. Se ofreció a sustituirte como rehén, ¿verdad?

—¡Déjala en paz, cabrón! —exclamó Calder, casi ahogándose en un arrebato de cólera—. ¡Ella no tiene nada que ver en esto!

—¡No estás en posición de exigirme nada, gusano! —Dow volvió la cabeza sin apartar los ojos de Calder y escupió sobre el barro—. Me entran ganas de quemarla. De aplicarle la cruz sangrienta, sólo para dar una lección. ¿No era así como le gustaba hacer las cosas a tu padre en los viejos tiempos? —Dow alzó una palma abierta—. Pero puedo permitirme ser generoso. Creo que lo dejaré estar. Por respeto a Caul Reachey, ya que se trata del único hombre del Norte que todavía hace lo que dice que va a hacer.

—Y me siento agradecido por ello —gruñó Reachey, quien seguía sin devolverle la mirada a Calder.

—A pesar de mi reputación, no siento demasiada predilección por ahorcar a mujeres. ¡Como me ablande un poco más, empezarán a llamarme Dow el Blanco! —estalló una nueva salva de risas y Dow lanzó una serie de puñetazos al aire, con tanta celeridad que Calder ni siquiera fue capaz de contarlos—. Imagino que tendré que matarte con mayor crueldad para compensarlo.

De repente, algo golpeó a Calder en las costillas. Era el pomo de su espada. Pálido como la Nieve se la estaba tendiendo con una expresión de disculpa dibujada en su semblante, con el cinturón enrollado alrededor de la vaina.

—Oh, claro. ¿Tienes algún consejo? —preguntó Calder, esperando que el viejo guerrero entornase los ojos e hiciera algunas observaciones prácticas acerca de que Dow tenía cierta tendencia a quedarse corto en la estocada y bajar demasiado los hombros o de que su parte más vulnerable era el estómago. Pero lo único que hizo fue hinchar los carrillos y resoplar.

—Es Dow el Negro —masculló.

—Ya —Calder se tragó la bilis—. Gracias.

Qué decepción. Desenvainó su espada, sostuvo la funda dubitativo durante un momento y, después, la devolvió. De todos modos no iba a volver a necesitarla. No había manera de escapar de aquello hablando. En ocasiones, uno ha de combatir. Respiró hondo y dio un paso hacia delante; al instante, su gastada bota estiria se hundió en el barro. Sólo era un pequeño paso sobre un anillo de guijarros, pero, aun así, era el más difícil que había dado en su vida.

Dow estiró la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro, después desenvainó su hoja, tomándose su tiempo. El metal siseó suavemente.

—Ésta era la espada de Nueve el Sanguinario. Lo derroté, luchando cuerpo a cuerpo. Pero eso ya lo sabes. Porque estuviste allí.

Así que ¿crees que tienes alguna oportunidad contra mí? —viendo aquella larga hoja gris, Calder no creía tener demasiadas—. ¿Acaso no te lo había advertido? Te dije que, si intentabas jugármela, las cosas se pondrían feas —Dow recorrió con la mirada y el ceño fruncido las caras arremolinadas junto al círculo. Era cierto, había muy pocos rostros hermosos entre ellos—. Pero tenías que predicar la paz. Tenías que andar por ahí contando mentiras. Tenías que…

—¡Cierra la boca y empecemos de una vez! —gritó Calder—. ¡Vieja pelmaza!

Se alzó un murmullo y después algunas risas; por último, se oyó otro entrechocar de metales capaz de aflojar a cualquiera los intestinos. Dow se encogió de hombros y se adelantó hasta entrar en el círculo.

Los portadores de los escudos cerraron la formación, juntando unos con otros con un sonido metálico, y ambos quedaron encerrados en su interior. Un muro redondo de madera pintada con colores brillantes, con árboles, cabezas de dragón, ríos y águilas en pleno vuelo, formado por escudos golpeados y rayados tras los combates de los últimos días. Un anillo de rostros ansiosos, donde mostraron sus dientes, gruñeron y sonrieron, con los ojos brillantes por la expectación. Sólo Calder y Dow el Negro, y ninguna salida salvo la sangre.

Calder, probablemente, debería haber estado pensando en cómo podría aprovechar sus muy escasas probabilidades de salir de aquello con vida. En su gambito de apertura, en las estocadas que iba a dar o qué finta iba a utilizar, en cómo iba a colocar los pies y todo lo demás. Porque tenía una oportunidad de ganar, ¿o no? Cuando dos hombres pelean, ambos tienen posibilidades de ganar. Pero sólo podía pensar en el rostro de Seff y en lo hermoso que era. Deseó haber podido verla una última vez. Deseó haber podido decirle que la amaba y que no se preocupase, que lo olvidase y viviera su vida o algún otro comentario inútil. Su padre siempre le había dicho: «Averiguarás cómo es realmente un hombre cuando lo veas enfrentarse a la muerte». Parecía que, después de todo, él había resultado ser un capullo sentimental. Quizá todo el mundo lo fuese al final.

Calder alzó su espada y extendió la otra mano para equilibrarse, tal como le parecía recordar que le habían enseñado. Debía atacar. Eso es lo que habría dicho Scale. Si no estás atacando, ya estás perdiendo. Entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que le temblaba la mano.

Dow le miró de arriba abajo, sin molestarse siquiera en levantar la espada, y soltó una risilla desprovista de toda alegría.

—Supongo que no todos los duelos merecen una canción.

Entonces, saltó hacia delante y lanzó un golpe bajo con un movimiento de muñeca.

A Calder no debería haberle sorprendido ver cómo una espada se acercaba hacia él. Al fin y al cabo, en eso consistía un duelo. Pero, aun así, estaba lamentablemente muy poco preparado para aquello. Retrocedió torpemente y la espada de Dow cayó sobre la suya con una fuerza abrumadora y estuvo a punto de arrancársela de la mano. La hoja de Calder se desplazó hacia un lado y éste trastabilló, agitando el brazo libre en el aire en un vano intento por recuperar el equilibrio. La idea de atacar desapareció, barrida por la abrumadora necesidad de sobrevivir aunque sólo fuera un momento más.

Afortunadamente, el escudo de Ojo Blanco Hansul detuvo su caída, ahorrándole la indignidad de caer despatarrado en el barro, y lo impulsó hasta enderezarlo justo a tiempo para echarse a un lado ante un nuevo ataque de Dow, cuya espada barrió la de Calder con un estruendo metálico, retorciéndole la muñeca en el sentido contrario. Un alegre vítor recorrió a la multitud. Calder retrocedió aterrorizado, intentando abrir tanta distancia entre ambos como fuese posible, pero el círculo de escudos tenía un tamaño limitado. Para eso estaba ahí precisamente.

Dieron lentamente una vuelta completa, Dow caminó con elegancia, con la espada pendiendo relajadamente a su lado, mostrándose tan cómodo y seguro de sí mismo en ese duelo a muerte como lo podría haber estado Calder en su dormitorio. Calder andaba dando pasos inciertos y titubeantes, como los de un niño que aprende a caminar, con la boca abierta, respirando dificultosamente, mientras se estremecía y tropezaba ante el más mínimo ademán de Dow. El ruido era ensordecedor y el aliento se alzaba como una humareda de las bocas de los espectadores que rugían y murmuraban y ululaban su apoyo y su odio y su…

Calder parpadeó, cegado por un momento. Dow le había hecho desplazarse de tal manera que el sol del amanecer apareció por detrás del borde irregular de su estandarte para caer directamente sobre sus ojos. Vio un destello metálico y blandió su espada indefenso, entonces, notó un golpe en el hombro izquierdo que lo obligó a girarse de lado, mientras lanzaba un chillido ahogado a la espera de una tremenda agonía. Resbaló, se enderezó y le sorprendió ver que no se estaba desangrando. Dow sólo le había golpeado con la parte roma de su hoja. Estaba jugando con él. Dando un buen espectáculo.

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