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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los robots del amanecer (2 page)

BOOK: Los robots del amanecer
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Por un momento, Baley pensó en R. Daneel Olivaw, el robot espacial que había colaborado con él en dos misiones, una en la Tierra y otra en Solaria. Daneel era un robot tan humano que Baley podía tratarle como a un amigo e incluso encontrarlo a faltar, aún ahora. Si todos los robots hubieran sido así...

Baley dijo:

—Hoy es mi dia libre, muchacho. No es necesario que vaya a la jefatura.

R. Gerónimo hizo una pausa. En sus manos se produjo una ligera vibración. Baley lo advirtió y comprendió que indicaba un cierto grado de conflicto en los mecanismos positrónicos del robot. Tenían que obedecer a los seres humanos, pero era muy frecuente que dos seres humanos quisieran dos tipos distintos de obediencia.

El robot tomó una decisión. Dijo:

—Es tu dia libre, amo... Te reclaman en la jefatura.

Ben intervino con desasosiego:

—Si te necesitan, papá...

Baley se encogió de hombros.

—No te dejes engañar, Ben. Si realmente me necesitaran, habrían enviado un vehículo cerrado y probablemente habrían utilizado un voluntario humano, en vez de ordenar a un robot que hiciera esa caminata y me irritara con uno de sus mensajes.

Ben meneó la cabeza.

—No lo creo, papá. No sabían dónde estabas o cuánto tardarían en encontrarte. No creo que quisieran ordenar una búsqueda tan problemática a un ser humano.

—¿Sí? Bueno, veamos cuan tajante es esa orden... R. Gerónimo, regresa a la jefatura y diles que estaré en mi trabajo a las nueve. —Luego gritó—: ¡Regresa! ¡Es una orden!

El robot titubeó perceptiblemente, y luego se volvió, dio unos pasos, se volvió de nuevo, hizo un intento de ir hacia Baley y permaneció en el mismo lugar, con todo el cuerpo vibrando.

Baley interpretó esos signos como lo que eran y dijo a Ben:

—Tendré que ir. ¡Jehoshaphat!

Lo que alteraba al robot era lo que los roboticistas llamaban un equipotencial de contradicción de segundo grado. La obediencia constituía la Segunda Ley, y R. Gerónimo se veía enfrentado a dos órdenes aproximadamente iguales y contradictorias. El término vulgar para designar ese fenómeno era «bloqueo robótico», o con más fecuencia «robloqueo», para abreviar.

Lentamente, el robot se volvió. La primera orden era la más fuerte, aunque no mucho más, de modo que su voz sonó confusa.

—Amo, me advirtieron que podías decir eso. Entonces, yo debía decir... —Hizo una pausa, y luego añadió en tono ronco—: Yo debía decir... si estabas solo.

Baley inclinó la cabeza en dirección a su hijo, y Ben no esperó. Sabía cuándo Baley era su padre y cuándo era un policía, y se alejó apresuradamente.

Por un momento, Baley se sintió tentado de reforzar su propia orden y provocar un robloqueo casi total, pero eso seguramente causaría unos daños que requerirían un análisis positrónico y una nueva programación. Los gastos le serían deducidos del sueldo, y podían ascender fácilmente a la paga de un año.

Dijo:

—Retiro mi orden. ¿Qué debías decirme?

La voz de R. Gerónimo se aclaró inmediatamente.

—Debía decirte que te necesitan en relación con Aurora. Baley se volvió hacia Ben y gritó:

—Dales otra media hora y luego diles que quiero que regresen. Yo tengo que irme.

Y mientras se alejaba a grandes pasos, preguntó con petulancia al robot:

—¿Por qué no podían ordenarte que lo dijeras inmediatamente? ¿Y por qué no pueden programarte para llevar un coche y así no tener que caminar?

Sabía muy bien por qué no lo hacían. Un accidente automovilístico causado por un robot desataría otro motín antirrobots.

No aflojó el paso. Aún faltaban dos kilómetros para llegar a la muralla de la ciudad y luego tendrían que sortear un intenso tráfico para alcanzar la jefatura de policía.

¿Aurora? ¿Qué clase de crisis les amenazaría ahora?

2

Media hora después Baley llegó a la entrada de la Ciudad y se preparó para lo inevitable. Aunque quizá —quizá— aquella vez no sucediera.

Llegó al plano divisor entre el Exterior y la Ciudad, la muralla que separaba el caos de la civilización. Colocó una mano sobre el cuadro de señales y apareció una abertura. Como de costumbre, no esperó a que la abertura fuese completa, sino que pasó a través de ella en cuanto fue lo bastante ancha. R. Gerónimo le siguió.

El centinela de servicio pareció sobresaltarse, como siempre que entraba alguien del Exterior. Cada vez se producía la misma expresión de incredulidad, la misma actitud de súbita alarma, el mismo movimiento de la mano hacia la pistola, el mismo ceño de incertidumbre.

Baley presentó su tarjeta de identidad con expresión severa, y el centinela le saludó. La puerta se cerró tras él... y sucedió.

Baley se hallaba dentro de la Ciudad. La muralla se cerró a su alrededor y la Ciudad se convirtió en el Universo. Volvía a estar inmerso en el sempiterno murmullo y olor a gente y maquinaria que pronto se desvanecerían tras los umbrales de la conciencia; en la luz artificial, suave e indirecta, que no tenía nada que ver con el fulgor parcial y variable del Exterior, con sus verdes y marrones, azules y blancos, y sus interrupciones rojas y amarillas. Aquí no había ráfagas de viento, ni calor, ni frio, ni amenaza de lluvia, sino la serena estabilidad de inapreciables corrientes de aire que mantenían un frescor constante. Aquí reinaba una combinación de tempe-ratura y humedad tan perfectamente adaptada a los humanos que resultaba imperceptible.

Baley exhaló un profundo suspiro y se alegró de hallarse en casa y a salvo con lo conocido y conocible.

Era lo que siempre sucedía. Nuevamente, había aceptado la Ciudad como el claustro materno y había regresado a ella con regocijado alivio. Sabía que ese claustro materno era algo de lo que la humanidad debía salir para nacer. ¿Por qué siempre volvía a refugiarse en él de aquel modo?

¿Sería siempre así? ¿Resultaría, al final, que aunque pudiera sacar a otros de la Ciudad y de la Tierra y llevarlos a las estrellas, él mismo no sería capaz de ir? ¿Acaso nunca se sentiría a gusto más que en la Ciudad?

Apretó los dientes... pero no tenía objeto pensar en ello.

Dijo al robot:

—¿Te han traído en coche hasta este lugar, muchacho?

—Sí, amo.

—¿Dónde está?

—No lo sé, amo.

Baley se volvió hacia el centinela.

—Oficial, este robot ha sido depositado aquí hace menos de dos horas. ¿Dónde está el coche que le ha traído?

—Señor, he entrado de guardia hace menos de una hora.

En realidad, era absurdo preguntarlo. Los del coche no sabían cuánto rato tardaría el robot en encontrarle, de modo que no habían esperado. Baley tuvo el breve impulso de llamar a la jefatura, pero le dirían que tomara el expreso; sería más rápido.

El único motivo que le hizo titubear fue la presencia de R. Gerónimo. No quería viajar con él en el expreso, pero tampoco podía esperar que el robot se abriera paso hasta la jefatura a través de una multitud hostil.

No tenía alternativa. Indudablemente el comisario no estaba dispuesto a facilitarle las cosas. Le habría molestado no tenerle a mano, fuera su tarde libre o no.

Baley dijo:

—Por aquí, muchacho.

La Ciudad ocupaba más de cinco mil kilómetros cuadrados y contenía más de cuatrocientos kilómetros de expreso, más centenares de kilómetros de tributario, para servicio de sus veinte millones de habitantes. La intrincada red de comu-nicaciones se distribuía en ocho niveles distintos y había cientos de cruces con diversos grados de complejidad.

Como detective, Baley tenía la obligación de conocerlos todos, y así era. Si le hubieran llevado a cualquier lugar de la Ciudad con los ojos vendados, y allí le hubieran quitado la venda, habría sabido encontrar el camino a cualquier otro punto sin la menor vacilación.

Así pues, era indudable que sabía cómo ir a la jefatura. Había ocho itinerarios razonables entre los que escoger, pero titubeó un momento acerca de cuál estada menos concurrido a aquella hora.

Sólo un momento. Luego se decidió, y dijo:

—Ven conmigo, muchacho. —El robot le siguió dócilmente.

Saltaron a un ramal que pasaba cerca de allí, y Baley se agarró a uno de los postes verticales: era blanco y cálido, y tenía una textura antideslizante. No se molestó en sentarse; el trayecto no sería largo. El robot había esperado el rápido gesto de Baley antes de colocar la mano sobre el mismo poste. También habría podido permanecer en pie sin agarrarse; no le habría resultado difícil mantener el equilibrio; pero Baley no quería correr ningún riesgo. Era responsable del robot y tendría que restituir la pérdida económica a la Ciudad si a R. Gerónimo le ocurriese algo.

En el ramal viajaban algunas personas más y todos los ojos se volvieron curiosamente —e inevitablemente— hacia el robot. Baley devolvió esas miradas una por una. Tenía un aire de autoridad que infundía respeto y todos los ojos se desviaron hacia otro lado.

Baley hizo otra seña al saltar del ramal. Ya había llegado a las pistas y avanzaba a la misma velocidad que la pista más cercana, de modo que no hubo de reducir la marcha. Baley saltó a esa pista más cercana y notó el azote del aire cuando se encontró fuera de la envoltura plástica.

Se inclinó contra el viento con la naturalidad de la práctica, levantando un brazo para contrarrestar la fuerza a la altura de los ojos. Siguió las pistas hacia abajo hasta el cruce con el expreso y luego empezó a subir en dirección a la pista rápida que bordeaba el expreso.

Oyó que un adolescente gritaba «¡Robot!» (él también había sido joven) y supo con exactitud lo que iba a suceder. Un grupo de ellos —dos o tres o media docena— se acercaría por una pista y, casualmente, el robot tropezaría y caería al suelo. Luego, si el caso llegaba a los tribunales, el muchacho detenido declararía que el robot había chocado con él y constituía una amenaza para la circulación, e indudablemente sería puesto en libertad.

El robot no podía defenderse y, mucho menos, testificar.

Baley reaccionó sin perder un segundo y se colocó entre el primero de los adolescentes y el robot. Pasó a una pista más rápida, levantó el brazo un poco más, como para defenderse de la mayor intensidad del viento, y un súbito codazo envió al muchacho a una pista más lenta para la que no estaba preparado. Gritó frenéticamente «¡Eh!» mientras se caía de bruces. Los otros se detuvieron, evaluaron rápidamente la situación, y cambiaron de rumbo.

Baley dijo:

—Al expreso, muchacho.

El robot titubeó unos instantes. Los robots no estaban autorizados a viajar solos en el expreso. Sin embargo, la orden de Baley había sido terminante, y subió a bordo. Baley le siguió, y eso alivió al robot.

Baley se abrió paso a codazos entre la multitud de viajeros, empujando a R. Gerónimo para que fuera delante de él, para dirigirse hacia un nivel menos concurrido. Se agarró a un poste y mantuvo un pie sobre los del robot, volviendo a desviar todas las miradas con el fulgor de sus ojos.

Tras recorrer quince kilómetros y medio se encontró en el punto más próximo a la jefatura de policía y se apeó. R. Gerónimo se apeó tras él. Estaba intacto, sin un solo rasguño. Baley lo entregó en la puerta y aceptó un recibo. Verificó cuidadosamente la fecha, la hora, y el número de serie del robot, y luego se lo guardó en la cartera. Antes de que finalizara el día, haría las comprobaciones de rigor y se aseguraría de que la operación hubiera sido registrada en la computadora.

En aquel momento iba a ver al comisario, y conocía al comisario. Cualquier desliz por parte de Baley significaría una degradación inmediata. El comisario era un hombre implacable. Consideraba los pasados triunfos de Baley como una ofensa personal.

3

El comisario era Wilson Roth. Hacía dos años y medio que ocupaba el cargo, desde que Julius Enderby lo dejó vacante cuando el furor desatado por el asesinato de un espacial hubo cedido y pudo presentar la dimisión honorablemente.

Baley nunca se había adaptado por completo al cambio. Julius, con todos sus defectos, había sido su amigo al mismo tiempo que su superior. Roth sólo era su superior. Ni siquiera había nacido en la Ciudad. No en aquella Ciudad. Lo habían traído de fuera.

Roth no era demasiado alto ni demasiado gordo. Sin embargo, su cabeza era grande y parecía asentarse sobre un cuello ligeramente inclinado hacia delante en relación al torso. Eso le hacía parecer lento y pesado, tanto de cuerpo como de mente. Incluso tenía unos párpados caídos que ocultaban parcialmente sus ojos.

Daba la impresión de estar siempre amodorrado, pero jamás le pasaba nada por alto. Baley no tardó en descubrirlo cuando Roth se hizo cargo del departamento. Era consciente de que Roth no le gustaba. Aún era más consciente de que él no gustaba a Roth.

Roth no habló con petulancia —nunca lo hacía— pero sus palabras tampoco denotaron complacencia.

—Baley, ¿por qué es tan difícil encontrarle? —preguntó. Baley contestó en tono respetuoso:

—Es mi tarde libre, comisario.

—Sí, su privilegio como C-7. Sabe lo que es un transmisor de ondas, ¿verdad? Algo que recibe mensajes oficiales. Usted puede ser llamado en cualquier momento, incluso durante su tiempo libre.

—Lo sé muy bien, comisario, pero no hay ninguna norma que obligue a llevar encima un transmisor de ondas. Podemos ser localizados sin necesidad de ellos.

—Dentro de la Ciudad, sí, pero usted estaba en el Exterior... ¿o me equivoco?

—No se equivoca, comisario. Estaba en el Exterior. El reglamento no especifica que, en tal caso, deba llevar un transmisor de ondas.

—Se esconde tras la letra del estatuto, ¿verdad?

—Sí, comisario —respondió Baley con calma.

El comisario se levantó, desdoblando su cuerpo robusto y vagamente amenazador, y se sentó encima de la mesa. La ventana con vistas al Exterior, que Enderby mandara instalar, había sido tapiada y pintada hacía tiempo. En la habita-ción totalmente cerrada (más cálida y cómoda, por cierto) el comisario parecía más voluminoso.

Sin levantar la voz, dijo:

—Creo, Baley, que confía demasiado en la gratitud de la Tierra.

—Confío en hacer mi trabajo, comisario, lo mejor que puedo y de acuerdo con el reglamento.

—Y en la gratitud de la Tierra cuando quebranta el espíritu de ese reglamento. Baley no objetó nada. El comisario añadió:

—Se ensalza su actuación en el caso del asesinato de Sarton, hace tres años.

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