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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (9 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Amén —acompañaron los monjes. Los que estaban más cerca se habían levantado del suelo para ver al santo incorrupto y la mayoría de ellos lloraban al contemplar el rostro amarillo.

Eadred levantó la mirada de nuevo hacia mí.

—En esta iglesia, joven —dijo—, reside el alma espiritual de Northumbria. Aquí, en estos arcones, están nuestros milagros, nuestros tesoros, nuestra gloria y la vía para hablar con Dios buscando su protección. Mientras estas reliquias sagradas permanezcan a salvo, estaremos a salvo. Una vez —se puso en pie al decir esta última palabra, y su voz se endureció—, una vez todas estas cosas preciosas estuvieron bajo la protección de los señores de Bebbanburg, ¡pero esa protección no sirvió para nada! Llegaron los paganos, masacraron a los monjes, y los hombres de Bebbanburg se refugiaron tras sus murallas en lugar de aniquilar a los paganos. Pero nuestros antepasados en Cristo salvaron las reliquias, y hemos vagado desde entonces por tierras salvajes, manteniéndolas a salvo, y algún día construiremos una gran iglesia y estas reliquias deslumbrarán a toda la tierra santa. ¡A esa tierra santa conduzco a esta gente! —y extendió la mano para indicar al populacho que esperaba fuera de la iglesia—. Dios me ha enviado un ejército —gritó—, y ese ejército triunfará, pero no seré yo el hombre que lo guíe. Dios y san Cutberto me revelaron en un sueño el rey que nos conducirá a la tierra prometida. ¡Me mostraron al rey Guthred!

Se puso en pie y levantó el brazo de Guthred en alto, gesto que provocó el aplauso de la congregación. Guthred parecía sorprendido más que regio, y yo me limité a mirar al santo muerto.

Cutberto había sido abad y obispo en Lindisfarena, la isla que quedaba justo al norte de Bebbanburg, y durante más de doscientos años su cuerpo había reposado en una cripta de la isla, hasta que los asaltos vikingos se convirtieron en una amenaza y, para rescatar el santo cadáver, los monjes trajeron al muerto a tierra. Desde entonces había estado recorriendo Northumbria. Yo no le gustaba a Eadred porque mi familia no había protegido las reliquias sagradas, pero la fuerza de Bebbanburg residía en su posición sobre el acantilado azotado por el mar, y sólo un insensato sacaría a su guarnición de las murallas para pelear. Si yo hubiera tenido que elegir entre conservar Bebbanburg y abandonar una reliquia, habría renunciado a todo el calendario de santos fiambres. Cadáveres de santos se encuentran a patadas, mientras que fortalezas como Bebbanburg hay muy pocas.

—¡Contemplad! —berreaba Eadred, aún sosteniendo el brazo de Guthred en alto—. ¡Contemplad al rey de
Haliwerfolkland
!

¿El rey de qué? Me pareció haberlo entendido mal, pero no.
Haliwerfolkland,
había dicho Eadred, y significaba la Tierra del Pueblo del Santo. Ese nombre le daba Eadred al reino de Guthred. San Cutberto era, por supuesto, el santo, pero quienquiera que fuera rey de aquella tierra sería un cordero entre lobos. Ivarr, Kjartan y mi tío eran los lobos. Ellos eran los hombres que poseían las fuerzas de soldados profesionales, mientras que Eadred confiaba en montarse un reino sobre la espalda de un sueño, y yo no albergaba dudas de que aquella oveja nacida de un sueño acabaría despedazada por los lobos. Con todo, por el momento, Cair Ligualid era mi mejor refugio en Northumbria, porque mis enemigos tendrían que atravesar las colinas para venir a buscarme, y además yo sentía cierta querencia por aquel tipo de locura. En la locura reside el cambio, en el cambio la oportunidad, y en la oportunidad hay riquezas.

—Ahora —Eadred soltó la mano de Guthred y se dirigió a mí—, vais a jurar lealtad a nuestro rey y a este país —Guthred me guiñó un ojo y yo me arrodillé obedientemente e intenté cogerle al abad la mano derecha, pero Eadred me apartó—. Vais a jurarle al santo —me riñó.

—¿Al santo?

—Colocad las manos sobre las muy benditas manos de san Cutberto —me ordenó Eadred—, y decid las palabras.

Apoyé las manos sobre los dedos del santo y noté el pedazo de rubí bajo los míos, que parecía bien sujeto.

—Juro ser vuestro hombre —le dije al fiambre—, serviros fielmente —volví a forzar el anillo, pero los dedos estaban muy tiesos y la piedra no se movía.

—¿Lo juráis por vuestra vida? —preguntó Eadred con severidad.

Volví a retorcer el anillo, pero nada, imposible.

—Lo juro por mi vida —respondí respetuosamente, y jamás, en toda mi vida, me he tomado un juramento tan a la ligera. ¿Cómo se puede cumplir la palabra dada a un muerto?

—¿Y juráis servir al rey Guthred fielmente?

—Lo juro —contesté.

—¿Y ser enemigo de todos sus enemigos?

—Lo juro —contesté.

—¿Y servir a san Cutberto hasta el fin de vuestros días?

—Lo juro.

—Podéis besar al muy bendito Cutberto —añadió Eadred. Me agaché hasta el borde del ataúd para besarle las manos—. ¡No! —protestó Eadred—. ¡En la boca! —Me puse de rodillas y lo besé en los secos y rasposos labios—. Alabado sea Dios —concluyó Eadred. Después obligó a Guthred a que jurara servir a Cutberto, y la iglesia fue testigo de cómo el rey esclavo se arrodilló y besó el cadáver. Los monjes cantaron mientras se permitía a la gente de la iglesia contemplar a Cutberto. Hild se estremeció cuando llegó junto al ataúd y cayó de rodillas, llorando a mares, y tuve que levantarla y llevármela. A Willibald le afectó de manera parecida, pero su rostro refulgía de alegría. Gisela, pude apreciar, no se inclinó ante el cadáver. Lo miró con curiosidad, pero era evidente que para ella no significaba nada, y deduje que seguía siendo pagana. Observó al muerto, después me miró a mí y sonrió. Sus ojos, pensé, brillaban más que el rubí del santo muerto.

Y así fue como llegó Guthred a Cair Ligualid. Me pareció entonces, y me sigue pareciendo ahora, que todo fue un montón de mamarrachadas, pero fueron mamarrachadas mágicas, y el guerrero muerto juró lealtad al muerto y el esclavo se convirtió en rey. Se oían las carcajadas de los dioses.

* * *

Tarde, más tarde, reparé en que estaba haciendo lo que Alfredo habría querido que hiciera. Ayudar a los cristianos. Había dos guerras en aquellos años. La más evidente era entre sajones y daneses, pero también existía un combate entre paganos y cristianos. La mayoría de los daneses eran paganos, y la mayoría de los sajones, cristianos, de modo que ambas guerras parecían la misma lucha, pero en Northumbria las cosas se confundieron, y eso sucedió así gracias a la astucia del abad Eadred.

Lo que Eadred hizo fue terminar la guerra entre sajones y daneses en Cumbraland al escoger a Guthred. Guthred era, por supuesto, danés, y eso significaba que los daneses de Cumbraland estaban dispuestos a seguirle, y como había sido proclamado rey por un abad sajón, los sajones estaban igualmente dispuestos. De este modo, las dos mayores tribus que peleaban en Cumbraland, daneses y sajones, estaban unidas, mientras que los britanos, y un buen puñado de britanos seguía viviendo en Cumbraland, también eran cristianos, y sus curas les pidieron que aceptaran la elección de Eadred, cosa que hicieron.

Una cosa era proclamar rey, y otra muy distinta que ese rey consiguiera gobernar, pero Eadred había tomado una decisión muy astuta. Guthred era un buen hombre, pero también era el hijo de Hardicnut, que se llamaba a sí mismo rey de Northumbria, así que Guthred tenía derecho a reclamar la corona, y ninguno de los
thane
de Cumbraland era suficientemente poderoso para desafiarlo. Necesitaban un rey porque llevaban demasiado tiempo peleándose entre ellos, sufriendo el ataque de los noruegos de Irlanda y las salvajes incursiones de Strath Clota. Guthred, al unir a daneses y sajones, comandaría mayores fuerzas para enfrentarse a los enemigos. Había un hombre que habría podido erigirse en rival. Ulf, le llamaban, y era un danés que poseía tierra al sur de Cair Ligualid y más riquezas que nadie en Cumbraland, pero era viejo y cojo, y no tenía hijos, así que ofreció su lealtad a Guthred, y el ejemplo de Ulf convenció a los demás daneses para aceptar la elección de Eadred. Se arrodillaron frente a él uno tras otro y él los saludó por su nombre, les hizo ponerse en pie y los abrazó.

—Tendría que convertirme en cristiano, en serio —me dijo a la mañana siguiente de nuestra llegada.

—¿Por qué?

—Ya te he dicho por qué. Para mostrar mi gratitud. Oye, ¿no me tendrías que llamar señor?

—Sí, señor.

—¿Duele?

—¿El qué, llamaros señor, señor?

—¡No! —se rió—. Convertirse al cristianismo.

—¿Por qué tendría que doler?

—No sé. ¿No te clavan a una cruz?

—Claro que no —me burlé—, sólo te lavan.

—Yo ya me lavo solo —dijo, después se puso ceñudo—. ¿Por qué los sajones no se lavan? No tú, tú te lavas, pero la mayoría de los sajones no. No tanto como los daneses. ¿Es que les gusta la mugre?

—Si te lavas, te constipas.

—Yo no —contestó—. ¿Eso es todo, entonces? ¿Una lavadita?

—Le llaman bautizo.

—¿Y hay que abandonar a los otros dioses?

—En teoría sí.

—¿Y sólo tener una esposa?

—Sólo una. En eso son muy estrictos.

Pensó en esa cuestión.

—Aun así, creo que debería hacerlo —dijo—. Porque el dios de Eadred desde luego tiene poder. ¡Mira si no el muerto! ¡Es un milagro que no se les haya podrido!

Los daneses estaban fascinados con las reliquias de Eadred. La mayoría no entendía por qué un grupo de monjes iba por ahí transportando un fiambre, la cabeza de otro rey fiambre y un libro enjoyado por toda Northumbria, pero sí entendían que eran cosas sagradas y eso les impresionaba. Las cosas sagradas tienen poder. Son una vía desde nuestro mundo a los otros mundos del más allá, mucho mayores, e incluso antes de que Guthred llegara a Cair Ligualid, algunos daneses ya habían aceptado el bautismo para poder controlar parte del poder de las reliquias.

Yo no tengo nada de cristiano. Hoy en día no es bueno confesarlo, pues los obispos y abades tienen demasiada influencia y es más fácil fingirse de una fe que luchar por ideas violentas. Me criaron como cristiano, pero a los diez años, cuando me acogió la familia de Ragnar, descubrí que los viejos dioses sajones eran los mismos dioses que los de los daneses y los hombres del norte, y su culto siempre me pareció más lógico que el de arrodillarse ante un dios de un país tan lejano que a nadie he conocido que viniera de allí. Thor y Odín caminaban por nuestras colinas, dormían en nuestros valles, amaban a nuestras mujeres y bebían de nuestros arroyos, y eso te hace verlos como tus vecinos. También me gusta de nuestros dioses que no están obsesionados con nosotros. Tienen sus propias disputas y romances y la mayor parte del tiempo parecen no hacernos el menor caso, pero el dios cristiano no tiene nada mejor que hacer que establecer reglas para nosotros. Reglas, y más reglas, prohibiciones y mandamientos, y necesita cientos de curas y monjes con hábitos oscuros para asegurar que obedecemos esas leyes. Yo me lo imagino muy quisquilloso y malhumorado, al dios ese, aunque sus curas no paran de decir que nos ama. Yo nunca he sido tan imbécil como para creer que Thor, Odín u Hoder me amaban, aunque espero que en algunas ocasiones me hayan considerado digno.

Pero Guthred también quería que el poder de las reliquias cristianas lo beneficiara a él, así que, para alegría de Eadred, le pidió que lo bautizara. La ceremonia tuvo lugar al aire libre, justo fuera de la gran iglesia, donde sumergieron a Guthred en un gran barril de agua del río y todos los monjes elevaron las manos al cielo y aseguraron que la obra de Dios era maravillosa de contemplar. Después envolvieron a Guthred en un paño y Eadred lo coronó por segunda vez colocándole sobre el pelo mojado el círculo de bronce bruñido del rey Osvaldo. Después le embadurnó la frente con aceite de bacalao, le entregó una espada y un escudo, y le pidió que besara tanto el evangelio de Lindisfarena como los labios de cadáver de Cutberto, que habían sacado a la luz para que la muchedumbre lo contemplara. Guthred pareció disfrutar la ceremonia, y el abad Eadred se mostró tan conmovido que cogió la cruz de granates de las manos de san Cutberto y se la colgó al nuevo rey al cuello. No la dejó ahí demasiado tiempo; se la devolvió al cadáver cuando Guthred fue presentado a su harapiento pueblo en las ruinas de Cair Ligualid.

Aquella noche hubo un banquete. No había gran cosa que comer, sólo pescado ahumado, estofado de cabra y pan duro, pero la cerveza sobraba, y a la mañana siguiente, con la cabeza hecha un bombo, me acerqué al primer
witanegemot
de Guthred. Al ser danés, evidentemente, no estaba acostumbrado a tales reuniones con el consejo, en las que todos los
thane
y cargos eclesiásticos mayores son invitados a ofrecer consejo, pero Eadred había insistido en que se reuniera el
witan,
y Guthred tenía que presidirlo.

El consejo se reunió en la gran iglesia. Había empezado a llover por la noche y el agua goteaba por entre la tosca paja de modo que todo el mundo intentaba evitar las goteras. No había suficientes sillas ni taburetes, así que nos sentamos en el suelo cubierto de juncos, en un gran círculo alrededor de Eadred y Guthred, en dos tronos junto al ataúd abierto de san Cutberto. Había cuarenta y seis hombres, la mitad de ellos clérigos y la otra mitad, los señores con más tierras de Cumbraland, tanto sajones como daneses, pero comparado con un
witanegemot
de Wessex, el cónclave era más bien deslucido. No se exhibían grandes riquezas. Algunos de los daneses llevaban brazaletes, y unos cuantos sajones elaborados broches, pero parecía más una reunión de granjeros que un consejo de estado.

Con todo, a Eadred no le faltaban visiones de grandeza. Empezó dándonos noticias del resto de Northumbria. Sabía qué había ocurrido porque recibía noticias de todos los religiosos del país, y esos informes aseguraban que Ivarr seguía en el valle del río Tuede, enzarzado en una amarga guerra de pequeñas emboscadas contra el rey Aed de Escocia.

—Kjartan el Cruel merodea en sus dominios —informó Eadred—, y no saldrá a luchar. Lo que nos deja a Egberto de Eoferwic, y es débil.

—¿Y qué pasa con Ælfric? —intervine.

—Ælfric de Bebbanburg ha jurado proteger a san Cutberto —contestó Eadred—, y no hará nada que ofenda al santo.

Quizá eso fuera cierto, pero no había duda de que mi tío pediría mi cabeza a cambio de mantener incólume al santo. No dije nada más, me limité a escuchar mientras Eadred proponía que formáramos un ejército y marcháramos al otro lado de las colinas a capturar Eoferwic. Eso causó cierta perplejidad. Los hombres se miraron unos a otros, pero tal era la confianza y vehemencia de Eadred que al principio nadie se atrevió a cuestionarlo. Esperaban que les pidieran que prepararan a sus hombres para pelear contra los vikingos noruegos de Irlanda, o plantar cara a otro asalto de Eochaid de Strath Clota, pero el plan que les proponía era desplazarse para derrocar al rey Egberto.

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