Los tipos duros no bailan (31 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–Bueno, recuerda que les tienes manía a los policías.

–Es verdad. Pero tampoco hay que olvidar que algunos son todavía menos dignos de confianza que los demás. Y este tipo, Regency, es un lobo de las praderas. ¡Un soldado profesional que se pasa a policía! Seguro que es un agente de narcóticos. El cuento ése de ser jefe de policía en funciones no era más que una tapadera. Es de narcóticos, un tipo duro, y me jugaría cualquier cosa a que en la central le tienen miedo, se cagan de miedo solo de verle.

–No sé, me cuesta creerlo.

–Conozco a la policía mejor que tú. ¿Sabes durante cuánto años pagué a la Mafia los miércoles y a la policía los jueves? Conozco bien a la policía. Conozco su psicología. ¿Por qué crees que un matón como Regency lo tienen enterrado en Cape Cod?

–Aquí hay mucho tráfico de drogas.

–No es nada, comparado con Florida. Allí sí que sería útil, se lo quitan de encima. Trata de comprender la psicología de los policías. Ni siquiera a los más duros les gusta colaborar con compañeros que los ponen nerviosos. No se les puede dar órdenes que no les gusten, a menos que quieras enemistarte con ellos. Un tipo que dispone de un arma legalizada tiene todas las oportunidades para pegarte un tiro por la espalda. Por eso, cuando los policías tienen que tratar con un colega que está loco, no le echan del cuerpo. Lo alejan. Le nombran jefe de lo que sea en el poblacho más remoto de Montana o de Massachusetts.

Después de una pausa, mi padre concluyó:

–No, Regency no me gusta nada. Y por eso nos vamos a desembarazar de esas cabezas.

Comencé a discutir sus teorías, pero me cortó en seco.

–Si encuentran las cabezas en tu sótano, no tienes salvación. Te joderán, y bien. Y si intentas sacarlas de aquí, todavía es peor. Tan pronto pongas el coche en marcha comenzarán a seguirte.

–Tengo que dar sepultura a mi esposa.

–No, tú no. Yo me encargaré. Cogeré tu barca, tus aparejos de pesca y un par de cajas de herramientas. ¿Llevas ancla de repuesto a bordo?

–No.

–Bueno, pues usaré la que tienes. Para las dos, Patty y Jessica.

–¡Cristo! –exclamé.

–Oye, piensas que soy muy bruto, pero tú no eres más que un pardillo.

–Iré contigo, es lo menos que puedo hacer.

–No. Si salgo sólo únicamente verán a un viejo que sale a pescar. Ni se fijarán en mí. ¡Pero tú…! Si te ven, avisarán a la policía de costas. Y ¿qué dirías cuando encontraran a las dos damas a bordo, y encima sin cuerpo? Ya lo imagino: «No, yo no lo he hecho, me las encontré por ahí, unas voces secretas me dijeron dónde estaban.» Y ellos te dirían: «Sí, muchacho, eres Juana de Arco, ya se lo contarás al juez» –mi padre movió la cabeza, y añadió–: Muchacho, ahora debes serenarte. Estaré unas horas fuera de casa. Entre tanto, ¿por qué no haces unas cuantas llamadas telefónicas?

–¿A quién?

–Al aeropuerto. Quizá puedas averiguar el día en que llegó Jessica.

–Vino en coche con Lonnie.

–¿Sabes si era la primera noche que pasaban en el pueblo?

Me encogí de hombros. No, no lo sabía.

–Averigua quién es el agente de la propiedad inmobiliaria.

Cuando mi padre bajó al sótano, me quedé inmóvil en el sillón, y no me habría movido si mi padre no me hubiera gritado desde abajo:

–Tim, voy a ir remando en la barquita hasta tu yate. Date un paseo de veinte minutos. Quiero alejar de la casa a esa gente. Mi padre veía personas de carne y hueso, y yo veía espíritus. Muy bien, de acuerdo. Él era quien se arriesgaba; lo menos que podía hacer era irme a dar un paseo.

Me puse el chaquetón, salí por la puerta delantera de mi casa y eché a andar por la calle del Comercio. La tarde era soleada, pero no tenía ganas de pasear. Era un día silencioso, sereno como la luz del sol que descendía en estriadas columnas por entre las grises nubes en lo alto, y me constaba que en la playa habría un juego de luces y de sombras. Oí que se ponía en marcha el motor de nuestro yate (el yate de Patty), y me metí en un solar y bajé a la playa. Vi la barquita de remos amarrada al embarcadero, y también vi a mi padre que llevaba el yate hacia la salida de la bahía. No había lanchas de la policía a la vista, sólo un par de barcas pesca que se dirigían al muelle; y emprendí por la arena el camino de regreso arrastrando mi dolorido pie.

De nuevo en casa, y sorprendentemente reanimado gracias al paseo, decidí seguir el consejo de Dougy y hacer unas cuantas llamadas telefónicas. Primero probé con el aeropuerto, y tu buena suerte. La muchacha que despachaba los billetes era amiga de copas, y estaba de servicio. Le pregunté si Jessica Pond o Laurel Oakwode, y Lonnie Pangborn, o los dos juntos, había llegado o se habían ido de Provincetown en el curso de las últimas semanas. Pocos minutos después, la chica me llamó. Jessica Pond había llegado una tarde, hacía quince días. Se había ido, en el primer vuelo de la mañana, hacía nueve días. Su vía de regreso era de Provincetown a Boston, de Boston a San Francisco y de San Francisco a Santa Bárbara. En cambio, no había llegado ni salido nadie que se llamara Pangborn. Sin embargo, la chica recordaba que estaba de servicio el día en que Jessica Pond se fue, y que el jefe de policía, Regency, la había llevado aeropuerto. La chica me explicó que Regency le había dicho «Atiende bien a esta señora.»

–¿Parecían buenos amigos?

–Tim, tenía tanta resaca que no me fijé –la chica pensó durante unos instantes y añadió–: Pero me parece que estaban liados.

Bueno, esto abría nuevas posibilidades. Si Jessica Pond había estado en Provincetown durante una semana, sola, y luego regresó en avión a Santa Bárbara, para volver después a Provincetown, la pregunta era si trabajaba con Pangborn por cuenta de Wardley o si trabajaba por su propia cuenta.

Llamé al agente de la propiedad inmobiliaria del pueblo con el que tenía más confianza. Era una mujer, y sólo pudo decirme el nombre del abogado de Boston que administraba la finca Paramessides. Según ella, la finca no estaba en venta. Sin embargo, llamé al despacho del abogado en cuestión y dije que me llamaba Lonnie Oakwode. El abogado se puso al aparato.

–Señor Thwaite –le dije–, mi madre, la señora Oakwode, ha tenido que ir a Europa a solucionar un asunto urgente, pero me encargó que me pusiera al habla con usted.

–Bueno, me alegra que haya llamado. Durante los últimos días hemos estado esperando su llamada. Su madre tenía que entregarnos un cheque.

–Sí, lo sé.

–Bien. Dele este mensaje. Me temo que el precio pueda subir. A menos, claro, que recibamos pronto noticias suyas. Debemos formalizar la compra. Una promesa es una promesa, pero tenemos que recibir el cheque. Resulta que la semana pasada tuvimos otra oferta.

–Me pondré inmediatamente al habla con mi madre.

–Será lo mejor. Siempre ocurre lo mismo. Pasan los años y una finca no da más que disgustos, arbitrios y contribuciones. Y, luego, en una sola semana, todo quisque quiere comprarla.

El abogado tosió.

–Señor Thwaite, mi madre se pondrá muy pronto en contacto con usted.

–Eso espero. Su madre es una mujer encantadora.

–Se lo diré.

E inmediatamente después de decir estas palabras, colgué el aparato. Sabía tan poco, que no podía prolongar más la conversación.

De todas formas, mi primera hipótesis había quedado confirmada en cierta manera. Cabía la posibilidad de que Laurel Oakwode hubiera planeado llevar a cabo una operación por su cuenta y riesgo. Tal vez decidió quedarse la finca, chasqueando a Wardley y a Patty Lareine.

Me formulé esta pregunta: ¿qué le habría hecho Patty Lareine a una mujer que hubiese intentado jugarle semejante faena?.

Desde el fondo de mi mente me llegó la indudable respuesta: la habría matado.

En ese caso, si Patty Lareine hubiese decidido utilizar pistola del 22 con silenciador, ¿por qué decapitó Regency a la víctima? ¿Para dejar una prueba comprometedora en mi escondite? ¿Tan apasionadamente me odiaba Patty Lareine, o era Regency el que me la tenía jurada?

Fue Regency, decidí. El me sugirió que fuera a mi escondite.

Hablar por teléfono me había llenado de una claridad, una cólera y una decisión que no había sentido en mucho tiempo. ¿Sería posible que, en el fondo, tuviera una fortaleza parecida a la de mi padre? Me inclino a creer que el optimismo es uno de los peores rasgos de mi carácter. Sentía el impulso de contemplar aquellas fotografías que hacía años había tomado, con mi Polaroid, de Madeleine y de Patty desnudas. Curioso deseo, realmente, pensar en fotografías obscenas cuando te sientes estimulado por nuevos síntomas de fortaleza de carácter. Creo poder afirmar que no tengo una personalidad clásica.

Subí al piso superior. Dentro de un sobre, en un archivador estaban las fotografías. Había tres de Patty y dos de Madeleine En todas ellas estaban con las piernas separadas, mostrando el luciferiano destello de su alma inferior, sí, los labios mayores se veían perfectamente. Sin embargo, ahora sólo había diez trozos de reluciente papel dentro del sobre. Todas las cabezas habían si limpiamente separadas del cuerpo.

¿Saben?, creo que aquél fue el instante en que mi padre después de haber unido con alambre las dos cabezas a los eslabones de la cadena del ancla, había arrojado aquel macabro conjunto a las aguas más profundas que pudo hallar. Inmediatamente, la Ciudad del Infierno arremetió contra mí. Fue el bombardeo más prodigioso que jamás había recibido.

–¡Hola, tonto del culo, hueles mal y estás podrido! –chilló la primera voz.

–¡Saluda al vampiro, insensato! –dijo la segunda voz.

–¡Es Timmy, el de los dedos ligeros, aplástale los huevos!

–¡Mutila al cerdo matón! ¡Abre el cáncer de la luna rebosante de pus!

–¡Timmy, olisquea la podredumbre y revuélcate en la mierda!

–¡Eres un traidor, eres un ladrón, eres un rapaz!

–¡Traédmelo, robó mi casa!

–¡Me robaste la cama, te la llevaste flotando!

–¡Destripad al asesino, arrancadle el cipote a mordiscos!

–¡El y su padre hicieron el trabajo! ¡Asesinar! ¡Locos matones y bizcos asesinos!

–¡Tú mataste a Jessica!

–¡Dougy mató a Patty!

–¿Por qué? ¿Por qué matamos? –pregunté en voz alta.

–¡Oh, querido muchacho, tu enfermo padre quería curarse! Y ésta es su cura. Oler sangre.

–Esto vale para él, pero ¿y en mi caso? –pregunté de nuevo en alta voz.

–También tú estás enfermo, desdichado. Te hemos hechizado.

–¡Marchaos, putas de mierda! –grité.

De pie, solo en mi despacho envuelto en la luz gris rosada del atardecer, fija mi vista en el mar, con mis oídos en las arenas de la Ciudad del Infierno, y mis pies, o así me lo parecía, en la bahía, vi en mi mente la imagen de las cabezas, ondulante el rubio cabello, descendiendo como flores marinas, atadas al final de la cadena y al principio del ancla. Descendieron por entre capas de agua hasta el fondo del mar, y creo que tuve conciencia del momento en que el ancla tocó fondo, ya que en ese instante cesaron las voces. ¿Aquellos gritos dirigidos a mí fueron acaso la bienvenida dada a la cabeza de Patty Lareine? Me quedé quieto, en pie, empapado en sudor.

Comenzaron a temblar diversas partes de mi cuerpo con independencia las unas de las otras. Algunas temblaban, mientras otras permanecían quietas, una experiencia que nunca había tenido antes. Éste fue el momento en que sentí que una idea se apoderaba de mí, empujando a mi espíritu a pesar de su resistencia, como si mi pensamiento y yo hiciéramos fuerza a uno y otro lado de una puerta. Al fin, no pude contenerme más: tenía que examinar mi pistola (la pistola de Patty). Era del calibre 22 y tenía silenciador.

Por increíble que parezca, durante los últimos cinco días ha rehuido el pensamiento de hacerlo. Pero acababa de recibir una citación formal: tenía que examinar la pistola del 22.

Se encontraba donde siempre había estado, en un pequeño armario, en el lado de nuestra cama de matrimonio en que dormía Patty. Nada más abrir el armario, noté el olor. Alguien había disparado la pistola recientemente y la había vuelto guardar sin limpiarla. ¿Acaso fui yo? La recámara había expulsa cartuchos y en el cargador faltaba una bala. Las pruebas materiales coincidían con las voces que antes había oído.

Sin embargo, no experimenté sentimientos de culpabilidad. Me sentí furioso. Cuanto más hacia mí apuntaban las pruebas más me enfurecía. Aquella pistola tuvo la virtud de enfurecerme como si yo fuera un abogado criminalista al que le presentan un testigo que sabe que ha sido comprado. Me sentía inocente y lleno de fortaleza. ¿Cómo podían atreverse tanto? Fueran ellos quienes fuesen. ¿Qué pretendían?, ¿que me volviera loco? Era muy curioso que cuanto más probable parecía a todos los demás –mi padre incluido– que yo hubiera dado muerte por lo menos a una de dos mujeres, más seguro estuviera yo de mi inocencia.

El teléfono estaba sonando. Tuve la clara intuición de que era Madeleine.

–¡Gracias a Dios que te encuentro en casa! –me dijo, y se echó llorar.

Aquella voz de bajo registro y roncas tonalidades gozaba de especiales dimensiones para expresar la desdicha. La emoción Madeleine pronto alcanzó aquella intensidad que habla de años de amor perdido y de firmes propósitos de follar en las camas que no deberías hacerlo. Con esfuerzo, Madeleine consiguió decir:

–Oh, querido…

Y la voz volvió a quebrarse. Me parecía escuchar los lamentos de una mujer que acaba de enterarse de la muerte de su marido.

–Querido –dijo por fin Madeleine–. He pensado que habías muerto. Se me quedó helado el corazón –volvió a sollozar y añadió–: No sabes qué miedo me daba pensar que tal vez no cogieras el teléfono.

–¿Qué pasa?

–Tim, no salgas de casa. Cierra con llave la puerta. No recordaba ningún momento en que Madeleine hubiera llorado de forma tan terrible como en aquella ocasión.

–Por favor, dime qué pasa –insistí.

Poco a poco, fue diciéndolo. Frase tras frase. Y sus palabras eran frecuentemente interrumpidas por muestras de su desdicha, de su temor, de su indignación. Había momentos en que no podía determinar si interrumpía su relato dominada por el horror o por la furia.

Madeleine había descubierto unas fotografías. Por fin me enteré con claridad de este hecho. Había estado poniendo ropa limpia y planchada en unos cajones, y en uno de ellos encontró una caja cerrada que no había visto antes. Se sintió molesta porque Regency tuviera la osadía de guardar una caja cerrada en el dormitorio conyugal. Si Regency tenía secretos, ¿por qué no los ocultaba en el garaje o en el sótano? En consecuencia, Madeleine reventó la cerradura.

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