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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Malas artes (8 page)

BOOK: Malas artes
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—Pues no les quedó más remedio que vender todo lo que tenían, convertirlo en oro, en piedras o en divisas, en algo que creían que podrían llevar consigo.

—¿Y no pudieron?

—Va a llevar mucho tiempo explicar todo esto, Guido —dijo Lele casi con tono de disculpa.

—Está bien.

—De acuerdo. El proceso, por lo menos, muchas veces, el proceso era éste. El vendedor, ya fuera aquí o en cualquier ciudad importante, acudía a un agente, muchos de los cuales eran anticuarios. Algunos de los grandes coleccionistas incluso trataron de vender sus piezas a los alemanes, a hombres como Haberstock, de Berlín. Se rumoreaba que, en Roma, el príncipe Farnese había conseguido vender muchas cosas a través de Haberstock. En fin, uno acudía a un agente, el agente iba a ver las piezas y hacía una oferta por las que más le gustaban o creía que podría vender. —Nuevamente, Lele calló.

Brunetti, intrigado por descubrir qué podía haber en eso que provocara las iras de Lele, preguntó:

—¿Y bien?

—Entonces el agente ofrecía una pequeña parte de lo que valían los objetos diciendo que era todo lo que él podría sacar por ellos. —Antes de que Brunetti pudiera hacer la pregunta obligada, Lele explicó—: Todo el mundo sabía que no había que molestarse en preguntar a otro. Habían formado un cartel, y cuando uno daba un precio lo comunicaba a los otros y ninguno ofrecía más.

—Pero, ¿y los que eran como tu padre? ¿Por qué no lo llamaban a él?

—Para entonces mi padre estaba en la cárcel. —La voz de Lele era de hielo.

—¿De qué lo acusaron?

—¿Quién sabe? ¿Y qué importa? Fue denunciado por hacer comentarios derrotistas. Y los hacía, desde luego. Todo el mundo sabía que no teníamos ninguna posibilidad de ganar la guerra. Pero esos comentarios los hacía en casa, sólo delante de nosotros. Lo denunciaron los otros agentes, y la policía vino a buscarlo y se lo llevó, y durante el interrogatorio le dieron a entender que no debía volver a trabajar de agente.

—¿Para los que querían abandonar el país?

—Entre otros. Nunca le dijeron con quién no debía trabajar, pero tampoco hacía falta. Mi padre captó el mensaje. A la tercera paliza, captó el mensaje. Así que, cuando lo soltaron y volvió a casa, nunca más trató de ayudar a esa gente.

—¿Judíos? —preguntó Brunetti.

—Principalmente, sí. Pero también había familias no judías. La de tu suegro, por ejemplo.

—¿Hablas en serio? —preguntó Brunetti sin poder ocultar el asombro.

—Éste, Guido, es un tema con el que no bromeo —dijo Lele con insólita acritud—. El padre de tu suegro tuvo que marcharse del país, y fue a ver a mi padre para preguntarle si podía vender algunos objetos por su cuenta.

—¿Y los vendió?

—Se hizo cargo de ellos. Creo que eran treinta y cuatro pinturas y una gran colección de primeras ediciones de Aldo Manuzio.

—¿No tuvo miedo de la advertencia?

—No los vendió. Dio una suma de dinero al conde y le dijo que le guardaría los cuadros y los libros hasta que regresara a Venecia.

—¿Qué pasó?

—Toda la familia, incluido tu suegro, se fue a Portugal y, desde allí, a Inglaterra. Ellos fueron de los afortunados.

—¿Y los objetos que tenía tu padre?

—Los guardó en lugar seguro y cuando el conde y su familia regresaron después de la guerra se los devolvió.

—¿Dónde los guardó? —preguntó Brunetti, no porque ello importara sino porque el historiador que llevaba dentro deseaba saberlo.

—Yo tenía una tía que era abadesa del convento de dominicas de Miracoli. Lo puso todo debajo de la cama. —Brunetti, sorprendido, guardó silencio, y entonces Lele explicó—: Había un gran espacio hueco debajo del suelo de la celda, y la abadesa puso la cama encima de la trampilla. Por discreción, nunca pregunté qué podía una abadesa esconder allí, y no sé cuál era la finalidad primitiva de aquel habitáculo.

—Pero podemos imaginarla —observó Brunetti, recordando relatos oídos de niño sobre tropelías de curas y monjas.

—Desde luego. Lo cierto es que allí se quedaron los objetos hasta que terminó la guerra y regresaron los Falier. Entonces mi padre se lo entregó todo al conde y el conde le devolvió el dinero. Además, le regaló un pequeño Carpaccio, que es el que está en nuestro dormitorio.

Después de reflexionar sobre todo ello, Brunetti dijo:

—Nunca, en todos los años que hace que lo conozco, he oído a mi suegro hablar de eso.

—Orazio no habla de lo que ocurrió durante la guerra.

Sorprendido de que Lele hablara con tanta familiaridad de un hombre al que Brunetti, en más de dos décadas, nunca había llamado por el nombre de pila, preguntó:

—¿Cómo lo sabes? ¿Por tu padre?

—Sí. Por lo menos, una parte. Orazio me contó el resto.

—No sabía que lo conocieras tan bien, Lele.

—Luchamos juntos dos años con los partisanos.

—Pero él dice que era poco más de un niño cuando se marcharon de Venecia.

—Eso fue en 1939. Tres años después, era un joven. Un joven muy peligroso. Uno de los mejores. O de los peores, supongo, si eras alemán.

—¿Dónde estabais?

—En las montañas, cerca de Asiago —dijo Lele, que agregó después de una pausa—: Si quieres saber algo más, será mejor que se lo preguntes a tu suegro.

Interpretando esas palabras como una orden —lo que eran—, Brunetti volvió al tema objeto de su llamada.

—Háblame de lo que hacía tu padre antes de que lo arrestaran.

—Antes se limitaba a cobrar su diez por ciento y tratar de conseguir lo máximo por los objetos de sus clientes. Y, por si te interesa, él nunca compraba nada por su cuenta. Por muy buen precio que le ofrecieran y por mucho que le gustara la pieza, él se negaba a quedarse con ella.

—¿Y Guzzardi? —preguntó Brunetti llevando la conversación por donde a él le interesaba que discurriera.

—Eran el equipo perfecto: el padre era el capitalista; el hijo, el artista. —La voz de Lele derramó unas gotas de ácido en la palabra—. Entraron en el negocio de las antigüedades casi por casualidad. Debieron de olerse que podían hacer dinero. Esa clase de gente tiene instinto para estas cosas. Al principio, contrataron a un tasador, y como los dos eran miembros influyentes del partido, no tuvieron la menor dificultad para entrar en el cartel. Y al poco tiempo, la gente de aquí, o de Padua, o de Treviso que tenían cosas que vender y querían venderlas pronto, acudían a los Guzzardi. Y ellos se las quedaban. Los Guzzardi se lo tragaban todo. Como los tiburones.

—¿Tuvieron algo que ver con el arresto de tu padre?

Lele, con su cautela habitual, nacida de su convicción de que todas las conversaciones telefónicas eran escuchadas por alguna agencia del Gobierno, respondió:

—Siempre ha sido una sabia política comercial eliminar a la competencia.

—¿Compraban sólo para sí o también para clientes?

—Cuando empezaron, como ninguno de los dos tenía gusto, compraban para clientes, personas que se habían enterado de que salía a la venta una determinada colección y no querían rebajarse a que se les viera comprar directamente. Esos casos eran cada vez más frecuentes hacia el final de la guerra. La gente quería las obras de arte, pero no que se supiera que las había adquirido aprovechándose de las circunstancias.

—¿Y los Guzzardi?

—Hacia el final, se dice que sólo compraban por cuenta propia. Para entonces Luca ya tenía buen ojo. Hasta mi padre lo reconocía. Luca no era tonto, ni mucho menos.

—¿Qué compraban?

—El padre, sobre todo, pintura. A Luca le interesaban los dibujos y grabados.

—¿Luca tenía ojo en eso?

—No mucho. No creo. Pero son piezas más manejables. Además, de los grabados siempre hay más de uno y los pintores suelen hacer varios apuntes o bocetos antes de pintar un cuadro, por lo que son más difíciles de identificar que si fueran piezas únicas. Y se esconden fácilmente.

—No tenía ni idea de todo eso —dijo Brunetti cuando le pareció que Lele había acabado de hablar.

—Pocos la tienen, y aún son menos los que quieren saber algo al respecto. Eso hicimos todos, después de la liberación, decidimos olvidar lo sucedido durante la última década, especialmente desde el comienzo de la guerra. Además, terminamos en el bando de los vencedores, por lo que olvidar resultaba más fácil todavía. Y eso es lo que hemos tenido desde entonces, la política de la amnesia. Es lo que queríamos y es lo que nos dan.

Brunetti pocas veces había oído una definición más acertada.

—¿Algo que añadir? —preguntó.

—Podría llenar un libro con todo lo que ocurría durante aquellos años. Y luego, en cuanto la guerra terminó, como si no hubiera pasado nada, lo mismo que en Alemania. Bueno, lo mismo no, a ellos les costó un poco más, con todo eso de la desnazificación, aunque para lo que sirvió… Pero esos cerdos, esos agentes, en cuanto terminó la guerra, ya volvían a estar con el morro en el pesebre.

—Hablas como si los conocieras.

—Claro que los conozco. Algunos aún viven. Uno hasta tiene una carpeta de dibujos de los maestros antiguos en la cámara acorazada del banco. La ha tenido allí desde que la adquirió en 1944.

—¿Legalmente?

Lele soltó un bufido de desdén.

—Si alguien teme por su vida y vende algo, firma una nota de venta, y los Guzzardi tenían buen cuidado en exigirlas. Así, la venta es legal. Pero si alguien entra en la cámara del banco, roba esos dibujos y los devuelve a su primitivo dueño comete un acto ilegal, desde luego. —Lele hizo una larga pausa después de su último comentario y dijo bruscamente—: Te llamaré si me acuerdo de algo. —Y su voz se apagó.

Capítulo 9

Brunetti tuvo toda la tarde para meditar sobre lo que le había contado Lele. Había leído muy poco acerca de la historia de la última guerra, pero otros países aportaban ejemplos de pillaje y rapiña suficientes para ilustrar todo lo que había dicho Lele. Después de los saqueos de Roma y de Constantinopla, ¿no habían cambiado de manos grandes riquezas y tesoros artísticos y sido destruidos otros muchos? Roma quedó arrasada y Bizancio ardió durante semanas, mientras los vencedores saqueaban a placer. Sin ir más lejos, los caballos de bronce que ahora coronaban la puerta de la basílica, formaban parte del botín que los venecianos habían traído a casa. Antes de que cayeran aquellas ciudades, debió de cundir la histeria entre sus habitantes, desesperados por escapar. En definitiva, por bello o precioso que sea un objeto, ¿qué valor puede tener, comparado con la vida? Hacía años, había leído la crónica de un cruzado francés que había estado en el sitio y saqueo de Constantinopla, que decía: «Nunca, desde que el mundo existe, se había obtenido en ciudad alguna semejante botín.» Pero, ¿qué importancia tenía eso, frente a la pérdida de tantas vidas?

Poco después de las siete, Brunetti ahuyentó esas cavilaciones, pasó distraídamente varios papeles de un lado al otro de la mesa, para que pareciera que aquella tarde había hecho algo más que tratar de encontrarle sentido a la historia de la Humanidad y se fue a casa.

Encontró a Paola, como era de prever, en su estudio y se unió a ella dejándose caer en el viejo sofá del que su mujer se negaba a desprenderse.

—No me habías dicho lo de tu padre —dijo, a modo de introducción.

—¿No te había dicho qué de mi padre? —preguntó ella. Intuyendo, por el tono y la actitud de su marido, que la conversación sería larga, abandonó las notas que estaba preparando.

—Lo que hizo durante la guerra.

—Hablas como si acabaras de descubrir que fue un criminal de guerra —comentó ella.

—Todo lo contrario —concedió Brunetti—. Hoy me han dicho que estuvo en la montaña con los partisanos, cerca de Asiago.

—Pues ya sabes tanto como yo —sonrió ella.

—¿En serio?

—Completamente. Sé que combatió y que entonces era muy joven, pero nunca me ha hablado de eso y yo no he tenido valor para preguntar a mi madre.

—¿Valor?

—Por su tono y su manera de reaccionar siempre que yo sacaba el tema, años atrás, comprendí que ella no deseaba hablar de eso y que tampoco debía preguntarle a él. De modo que me callé y, con el tiempo, se me pasó la curiosidad o el afán de enterarme de qué había hecho exactamente. —Antes de que Brunetti pudiera hacer algún comentario a esto, agregó—: Supongo que es lo que te ocurrió a ti con tu padre. Lo único que me has contado es que estuvo en África y en la campaña de Rusia y que cuando regresó de allí, al cabo de varios años, todos los que lo habían conocido decían que no era el mismo hombre que se fue. Pero nunca me has dicho más. Y tu madre, cuando hablaba de aquello, sólo decía que él había estado ausente cinco años, nada más.

Aquellos cinco años habían marcado la niñez de Brunetti, por los accesos de violencia que, sin causa aparente, acometían a su padre. Una palabra o un gesto inocentes, un libro olvidado encima de la mesa de la cocina, podían provocar en él un furor que sólo su esposa podía aplacar. Como si poseyera la virtud de los santos, le bastaba con ponerle una mano en el brazo para, con ese leve contacto, hacerlo salir del infierno en el que hubiera caído.

Cuando no estaba invadido por esa cólera súbita y espectacular, su padre era un hombre tranquilo, callado y solitario. Lo habían herido varias veces en el frente y cobraba una pensión del ejército, de la que trataba de vivir la familia. Brunetti nunca había llegado a comprenderlo, ni siquiera a conocerlo realmente, porque la madre no se cansaba de repetir que su verdadero marido era el que se había ido a la guerra, no el que había vuelto a casa. Ella, por la gracia de Dios, o del amor, o de ambos, quería al uno y al otro.

En una sola ocasión Brunetti había visto un reflejo del hombre que debía de haber sido su padre. Fue el día en que, al llegar del colegio, anunció a sus padres que él era el único de su clase que había sido admitido en el Liceo Classico. Lo decía procurando disimular que reventaba de orgullo y temiendo la reacción de su padre, que se levantó, apoyando las manos en la mesa junto a la que estaba ayudando a su mujer a desgranar guisantes, se acercó a él y, poniéndole una maño en la mejilla, le dijo: «Guido, tú haces que vuelva a sentirme como un hombre. Gracias.» El recuerdo de la sonrisa de su padre bastaba para hacer bailar las estrellas en el firmamento y, por primera vez desde que era niño, Brunetti sintió que rezumaba amor por aquel hombre taciturno y bueno.

—¿Me escuchas, Guido? —preguntó Paola haciéndolo volver al estudio y a su presencia.

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