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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito on the road (4 page)

BOOK: Manolito on the road
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—Yo no puedo desayunar.

—¿Por qué?

—Es que a mamá se le ha olvidado echarme los chococrispis.

—Tú quieres ser mi compañero, mi camionero-copiloto, en este viaje. ¿Verdad, Manolito?

—Sí.

—¿Y a cuántos camioneros conoces que no desayunen porque en el bar no hay chococrispis?

—Igual no los piden porque saben que no los hay, si los hubiera a lo mejor los pedirían. Alguien tiene que ser el primero.

—Pues tú no vas a ser el primero —no sé por qué pero parecía que se estaba enfadando el tío—. Tú vas a ser uno más de los que se piden un bollo o un bocadillo de queso.

—¿Hay muchos quesos en el bar en que vamos a parar?

—Pues sí, hay muchos quesos, montones de quesos manchegos.

—Es que no sé si te acuerdas de que una vez que fuimos al pueblo del abuelo paramos en un bar de los que tenían muchos quesos manchegos.

—¿Y qué?

—Que yo en esos bares que tienen muchos quesos manchegos me mareo.

Mi padre me dijo que yo parecía un Siete-Leyes y yo le pregunté que qué era un Siete-Leyes, y mi padre me explicó que un Siete-Leyes era un niño bastante pesado que siempre andaba incordiando a las demás personas con sus teorías.

—¿Y yo soy como ese niño?

—Todavía no, pero si sigues por ese camino que llevas, puedes llegar a serlo.

Me quedé callado, pensando que sólo llevaba un rato a solas con mi padre y parecía que ya se estaba hartando de mí. Mi madre siempre dice que a primera vista yo parezco un niño supersimpático, pero que cuando la gente pasa conmigo más de diez minutos ya no puede soportarlo. Decidí que como mi padre no me conocía muy a fondo, sólo a ratos los fines de semana, iba a cambiar de personalidad en este viaje. Iba a ser ese niño callado y misterioso que nunca he sido. Me puse el cronómetro a funcionar para proponerme estar en silencio veinte minutos. Mi padre, que me vio callado, me preguntó:

—¿Qué pasa, hijo, te está picando «Fernandillo»?

En Carabanchel Alto eso quiere decir: ¿te está entrando el sueño? No me preguntes por qué, a lo mejor «Fernandillo» es el equivalente a la mosca tsé-tsé carabanchelera.

Como yo no contestaba me lo volvió a preguntar:

—¿Que si te pica «Fernandillo»?

Estuve en un tris de contestarle, pero me mordí el labio con fuerza para no hacerlo, porque ahora era ese niño callado y misterioso. No dije ni mu y cerré los ojos.

—Anda que no tienes tú puntos raros —oí que me dijo mi padre.

Pero ya lo estaba oyendo muy de lejos porque «Fernandillo» me había clavado su aguijón criminal y sin darme cuenta me quedé completamente sopa.

Me desperté porque el camión se había parado y porque mi padre me había abierto la puerta para ayudarme a bajar.

—El camionero jefe y el camionero-copiloto tienen que reponer fuerzas —dijo mi padre.

Mientras entrábamos en aquel bar yo eché de menos la cama en la terraza de aluminio visto que comparto con mi abu, y los desayunos con el Imbécil, que son desayunos de alto riesgo, porque el día que no se le cae el vaso del colacao al suelo, le da la risa y le salen los chococrispis de la boca como perdigones mortales. No exagero, en una ocasión, uno de los chococrispis me dio en la frente y me tuvo que poner mi madre un hielo para el chichón. Yo le dije a mi madre que, por favor, le diera una colleja al Imbécil (me gusta participar en su educación), pero mi madre me dijo que la culpa la tenía yo por hacerle reír incontroladamente cuando tenía la boca llena.

Pues todos esos buenos ratos en familia eran los que yo echaba de menos porque tenía sueño y porque cuando entré en aquel bar todo estaba lleno de quesos aceitosos en la barra, como yo me temía. Mi padre me sentó al lado de unos colegas suyos y uno de ellos se echó en el café con leche toda una copa del anís que le gusta a mi abuelo y, después de haber pegado un sorbo de oso hormiguero a la taza, se me acercó a la cara y me preguntó con su boca justo al lado de mi nariz:

—¿Y este gafillas de quién es?

Me quedé mirándole sin contestarle. Primero, porque era el niño callado y misterioso —recuerda— y, segundo, porque de la boca de aquel tío salía un pestazo criminal que me había dejado paralizado.

—Se le ha comido la lengua el gato —siguió el tío pesado.

—Es mi chico, que se ha mareado un poco —dijo mi padre.

Yo dije que no quería desayunar, pero mi padre se empeñó en pedirme un vaso de leche. El tío pesado me dio un codazo como si fuéramos amigos de toda la vida y me dijo otra vez cerca de la nariz:

—Si quieres te echo un chupito de mi vitamina en la leche y ya verás cómo se te pasa el mareo.

Dicho esto se puso a reírse de su ocurrencia.

—Déjalo, Marcial, que ahora no está para bromas.

Así que el tío pesado se llamaba Marcial. Mi padre se puso a hablar con él de carreteras y de portes y de cosas que a mí no me importaban. Y a mí me pareció que mi padre era otra persona que la que yo conocía, que aquel padre que venía a mi casa los fines de semana y que casi nunca hablaba demasiado. Allí en el bar saludaba a todo el mundo, hablaba con el camarero, que estaba detrás de los quesos; con Marcial, que pegaba sorbos sonoros a su mejunje asqueroso y parecía que se lo estaba pasando de maravilla. Me acordé de cuando mi padre decía que se pasaba la vida como un perro solitario andando por esas carreteras. Ja, ja, como un perro solitario. Mentira podrida.

Antes de salir del bar el gracioso de Marcial le dijo a mi padre:

—Pues sí que es simpático tu chaval y qué conversación tiene.

Dejé que mi padre saliera y me acerqué a él para decirle:

—Si bebes, no conduzcas.

Me fui corriendo y allí lo dejé, pero pude oír que decía a mis espaldas:

—Nos volveremos a ver, chaval, nos volveremos a ver.

Y un escalofrío mortal me recorrió todas las partes de mi cuerpo.

Nos volvimos a montar en el camión. La alarma de mi reloj sonó y yo respiré porque estaba de ser un niño callado y misterioso hasta las narices.

—¿Por qué hablas tanto con las personas? —le pregunté a mi padre.

—Porque son mis amigos.

—¿Pero superamigos? Del uno al diez, ¿cuánto de amigos?

—Pues… seis, más o menos.

—¿Sólo seis y hablas tanto?

—¿Y qué problema le ves a que yo hable?

—Nada, que como en casa no hablas, será que a nosotros nos quieres un cinco o un cuatro.

Mi padre se echó a reír y a mí me dio rabia que se riera de un tema tan serio.

—Y aunque tu amigo sea un borracho, ¿a ti no te importa?

—¿Qué amigo es un borracho?

—Marcial, que se echa anís para desayunar.

—Pero eso no es ser un borracho.

—Sí, porque mamá no le deja bajar al abuelo a desayunar al Tropezón para que no se eche anís en el café porque dice que un viejo borracho es lo más feo que puede verse en el mundo.

—Tu madre es un poco exagerada.

—¿Cuánto hay que beberse entonces para ser un borracho?

—No te podría decir…

—¿La botella entera?

—Es que tú quieres respuestas para todo, y no todo tiene respuestas. Tu madre ve a uno que se desayuna un anís y dice «ése es un borracho», y yo no soy así.

—¿Y tú cómo eres?

—Pues ahí sí que me rindo. Que cómo soy…, que cómo soy… ¿Tú cómo me ves? Dímelo con sinceridad.

Le miré un rato y al final de ese rato, le dije:

—Pues eres… un poco grande tirando a gordo, y un poco serio tirando a callado, y eres bastante bueno porque como casi nunca estás en casa nos riñes menos que mamá.

—Así que un tío grande tirando a gordo…

Lo repitió mirándome muy serio y yo creía que me iba a regañar, pero de repente se echó a reír a carcajadas:

—Un tío grande tirando a gordo que es bueno porque nunca está en casa. Sí, señor, ¡ése soy yo!

Mientras mi padre se reía yo empecé a notar que un sudor frío me llenaba la cabeza. De la boca me salió un eructo ensordecedor, de los que solían soltar los dinosaurios velocirraptor después de comerse cuatro o cinco árboles del Planeta, y después del eructo salió sin que pudiera controlarlo una masa volcánica de mi boca. La masa volcánica cayó sobre el asiento y mi padre pegó un frenazo poniendo en peligro nuestras vidas para apartarse de la masa terrorífica, que se estaba extendiendo por todo el asiento.


Jodé
, cómo lo has puesto todo, hijo mío.

—Te lo dije, me pasa siempre que entro a un bar de esos de quesos.

Mi padre me miró como si estuviera bastante harto de mí.

—La próxima vez no me vomites en el asiento, vomitas en…

Se puso a buscar un recipiente donde pudiera vomitar si es que el volcán volvía a ponerse en erupción y no encontró nada más que mi gorra de las Tortugas Ninja.

—La próxima vez antes de vomitar en el asiento, vomita en tu gorra.

No te lo creerás pero a mí sólo de imaginarme mi gorra nueva de las Tortugas Ninja llena de mi propio vómito me entró una pena que se me saltaron las lágrimas (dos).

—¿Y, ahora, por qué lloras?

—Porque no quiero que se me estropee mi gorra.

Mi padre me dijo que entonces lo mejor sería que no volviera a vomitar (es un hombre de grandes soluciones), que mirara al frente y que me pusiera a disfrutar del paisaje. Yo miré a eso que mi padre llamaba el paisaje. El paisaje se parecía mucho a un secarral que compraron mis padres el año pasado para que nos hiciéramos un adosado. Pero no encontramos a nadie que quiera hacerse un adosado con nosotros. Durante dos meses sacamos el anuncio en el
Segundamano
:

Ofertón: Familia García Moreno ofrece a la venta la mitad de un prado para hacer adosado. Vistas inigualables y familia encantadora.

Durante esos dos meses estuvimos yendo todos los fines de semana a enseñar el Ofertón. La gente se quedaba pálida al ver lo que mi madre había anunciado como prado. Miraban el secarral, nos miraban a nosotros, y también miraban al Imbécil que se divertía persiguiendo a los ratones de campo con su pistola de ventosas y riéndose como un niño poseído de un lado para otro. La gente se metía en su coche sin decir ni adiós. Algunos arrancaban el coche tan deprisa que las ruedas derrapaban y se montaba una nube de polvo terrorífica que nos cubría a todos nosotros.

Mi abuelo dice que no sabe si salían huyendo al ver el secarral o al vernos a nosotros. Está visto que, por lo que sea, nadie quiere ser compañero de adosado en nuestro secarral de las afueras de Parla. A mi madre cada vez que sale el tema «Secarral» se le tuerce el morro. Antes decía con una sonrisa: «Nuestra tierra»; ahora dice: «El secarral que compró tu padre». Es una costumbre de los García Moreno echarnos la culpa los unos a los otros. Son tradiciones familiares que pasan de padres a hijos.

Yo le dije a mi madre que no había que perder la esperanza, que en las películas cada vez que había un secarral que despreciaba todo el mundo, en ese secarral salía petróleo y los protagonistas se hacían millonarios y se fumaban tres puros, o que a lo mejor teníamos suerte y nos lo compraban para poner un cementerio de coches o un vertedero de basuras. Mi madre me dijo con el morro torcido (morro «Secarral»):

—Para vender el secarral haría falta un milagro.

Es verdad, un milagro de esos que se aparece la Virgen y la gente se entera y la gente va como loca a comprar garrafas del agua de la roca donde se apareció la Virgen. La Luisa tiene una garrafa de cuando fue a ver a la Virgen de Fátima y, por las noches antes de meterse en la cama, mete el dedo en la garrafa y se pone dos gotitas detrás de las orejas porque dice que así la vida le va que te pasas de bien.

Nosotros, el agua de la «Virgen del Secarral» en garrafas, no la podríamos vender. Allí tipo
souvenir
milagroso sólo se podría vender un puñado de tierra o algún ratón del secarral que el Imbécil metiera en un bote. Para que la gente echara ese ratón en una botella de licor. Y el Imbécil y yo vendiendo como locos artículos supermilagrosos. Entonces, todo el mundo querría comprarnos nuestra tierra y diríamos:

—No, no, amiguito, haberlo pensado antes, cuando aún no se había aparecido la Virgen.

Mi madre dice que la Virgen no se nos puede aparecer porque mi abuelo no cree en Dios y que así nos va la vida como nos va. Yo le dije a mi abuelo que si no le importaba creer en Dios un poco de tiempo, dos o tres meses, para ver si la cosa cambiaba. Mi abuelo dice que me promete que si vendemos el secarral empezará a creer en Dios. Estas conversaciones no se pueden tener delante del Imbécil porque es el único que tiene cariño al secarral (por su afición a cazar ratones), y como se entere de que está en venta se pone como él se pone cuando se pone: tirado en el suelo boca abajo y llorando con unos gritos que han llegado a oírse en ocasiones en Carabanchel Bajo.

Esto venía a cuento de que mi padre me había dicho que disfrutara del paisaje, y el paisaje por el que pasábamos era un secarral detrás de otro: un secarral interminable.

—Me acuerdo del secarral —le dije a mi padre, para que viera que soy un niño con un corazón dentro.

Mi padre me miró con cara rara y me dijo:

—En cuanto tenga algo de tiempo os voy a sacar de viaje porque, aparte del parque del Ahorcado y del secarral, no habéis visto nada de nada, y no quiero tener unos hijos tan catetos.

Yo no sabía lo que era un cateto, pero me sonó fatal, y le dije a mi padre que sí que había estado en muchos más sitios: en Mota del Cuervo (Cuenca), que es el pueblo de mi abuelo; en Carabanchel Bajo, en la Gran Vía y en la
Semana del Japón en Carabanchel
que se celebró en el Pryca. Mi padre se echó a reír y, cuando la risa le dejó hablar, me preguntó:

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