Me llaman Artemio Furia (32 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Se incorporó de modo súbito y brusco, y asustó a Regino. Artemio descansó la frente sobre las rodillas flexionadas, mientras cerraba el puño en torno al pañuelo. Aguantó la tirantez en la garganta y en el rostro hasta que, vencido, soltó un aullido ronco y profundo que estremeció el orden de la pampa. Lloró con rabia, mordiéndose el puño, apretando los dientes hasta sentir dolor en las encías, insultando y maldiciendo al destino que le había jugado sucio al entregarle lo que buscaba desde hacía años a cambio de un altísimo precio: Rafaela. ¿No había pagado suficiente con la pérdida de su familia? Ahora también le arrebataba al amor de su vida.

La verdad resultaba escalofriante. Haberse enamorado de la hija de uno de los asesinos de sus padres era algo para lo que el gaucho Furia no estaba preparado, porque, sin duda, la mano de Rómulo Palafox era la que él había visto, desde el baúl, la noche de la tragedia. Jamás la olvidaría; la habría identificado entre miles. No sólo se trataba de la falta del pulgar ni del sello que le ocupaba una falange en el índice de la mano derecha sino de las características de sus uñas, del largo de sus dedos, de la rugosidad de la piel, del tamaño de la palma, del color de los nudillos, medio amarillentos, del ancho de las articulaciones, del callo manchado con tinta junto a la uña del dedo mayor. El había visto esa mano en detalle y la llevaba impresa en la retina desde hacía veinte años. Se acordó de la inquietud que le había causado la marca del ganado de Palafox, una P y una R, yuxtapuestas, una copia de las del sello; en realidad, una R y una P, Rómulo Palafox. Le extrañaba que no las hubiese reconocido durante la yerra.

Quedó estragado por la rabia y el llanto, débil también, con las extremidades entumecidas. Despegó la cabeza de las rodillas y la irguió, sumido en una sensación de pesadez. Al secarse las lágrimas con el pañuelo y despejarse los ojos, descubrió a Quinto frente a él, sentado sobre sus cuartos traseros, observándolo con solemnidad. Las comisuras de Artemio Furia se movieron en un gesto que no llegó a formar una sonrisa.

—Ven, amigo —le pidió, con voz rasposa—. Acércate —el puma caminó sobre el cojinillo y se detuvo a centímetros de Furia—. Has llegao justo cuando te andaba necesitando —admitió el hombre.

Acabada la cena, compartida en un ambiente tenso y de caras largas, Aarón Romano decidió salir de la casa a fumar un cigarro que armaba con el tabaco que su prima Rafaela le perfumaba con ámbar. Pensó en ella, encerrada en su dormitorio. Rómulo no le había permitido cenar con ellos. De igual modo, Aarón dudaba de que Rafaela hubiese aceptado acompañarlos. Pocas veces la había visto tan alterada, y nunca, contradecir a su padre y faltarle al respeto. "Y todo por defender a ese mostrenco." Artemio Furia, un nombre que se mentaba con frecuencia en las pulperías del Bajo. Había quienes lo admiraban y quienes lo odiaban, y aun éstos preferían mantenerse fuera de su camino y no despertar la furia que, decían, le había dado el apellido.

Según los rumores, no se trataba de un gauderio más. Si bien errante y con pinta de malandrín, era taimado como una culebra, con ascendencia entre los peones y campesinos, y dueño de un portamonedas bien gordo que había comenzado a llenar gracias al comercio con las provincias, para lo cual se sirvió de las carretas de su patrón, Ismael Santos, a quien despachó de una cuchillada. La viuda de Santos, Dolores García, que vivía en Córdoba, todavía lo recibía con gusto en su cama. Furia se dedicaba al abigeato y al contrabando de ganado en pie, de cueros y de toda clase de mercancías. A diferencia de sus pares, no malgastaba los reales en naipes ni en bebida. Corría el rumor de que viajaba de modo incansable por el Virreinato del Río de la Plata en busca de sus peores enemigos, a quienes había jurado despedazar. No se sabía quiénes ni cuántos eran ni por qué se habían granjeado su odio. "Esos pobres diablos", aseguraban los parroquianos, "son dinos de compasión. Tienen la suerte echáa. Naides se salva del guampudo ni de la juria de Artemio Juria".

El hombre contaba con la amistad de los Pueyrredón y de varios de los alborotadores, los que se reunían en el Café de Marcos a despotricar contra el Sordo y el régimen colonial. Se lo había contado su amigo, Tomás de Grigera, el alcalde de las Lomas de Zamora, que conocía a Furia porque había tenido tratos con él. "Mire, Romano", le había referido Grigera en aquella oportunidad, "si el gaucho Furia se lo propusiera, podría levantar en rebelión a la mitad de la campaña, como lo hizo en el año seis cuando, junto con don Juan Martín" —hablaba de Pueyrredón— "formó ejército para expulsar a los ingleses. Esos paisanos son unos centauros endemoniados y lo siguen y respetan. Furia es su líder". Aarón admitía que, después de la descripción provista por Grigera, una mezcla de envidia, miedo y reverencia lo asaltaba cada vez que se lo nombraba. Esa tarde, al conocerlo, la impresión lo dejó pasmado. Furia era rubio, de ojos celestes y de una estampa que hablaba de antepasados vikingos. Evocó el instante en que su mirada se cruzó con la del gaucho. Algo siniestro habitaba en él.

Terminó de fumar y se encaminó al puesto de don Íñigo. Esperaba encontrarlo sobrio. Golpeó las manos cerca de la enramada y varios perros salieron a recibirlo.

—¡Don Aarón! —se sorprendió Mencia—. Pase, pase, por favor.

—No, no. Dígale a don Íñigo que salga.

—Como usté mande, don Aarón.

"Está ebrio", concluyó al verlo tambalearse. "Quizá sea mejor", pensó. "Los borrachos siempre dicen la verdad."-Don Aarón. Buenas noches, patrón.

—Ven. Caminemos hacia el potrero.

Al alejarse del puesto, Aarón se volvió y miró con desprecio al capataz.

—¿Qué mierda pasó con el ganado? Mis hombres dicen que se lo arrebataron una noche, y que tú formabas parte del grupo que lo hizo.

—Yo no maté a naides, don Aarón —farfulló Íñigo, al borde del llanto—. Juria y sus hombres despacharon a varios y les perdonaron la vida a otros. Yo no hice náa.

—¿Qué carajo hace Furia aquí?

—Yo hice tuito lo que suecelencia me mandó. Después del robo, le pedí al pulpero que le escribiera esa nota a la niña Rafaela, pa'que no se sospechara de mí. Ella se apareció a los días y, poco después, se presentó juria. Dis que lo mandaba don Juán Andrés pa'ayudar a la niña. Él se puso al mando, recuperó el ganao y metió orden por tuitos los lados.

—¿Hace mucho que llegó a
La Larga?

—Mucho, casi tres meses.

—Mierda —masculló Aarón.

El gaucho Furia le había arruinado un negocio redondo. El dinero obtenido por el abigeato lo habría destinado a las obras del burdel y del garito como también a devolver el platal que le debía a Bernarda de Léxica. Se encontraba en un aprieto.

—Me tuve que hacer el zonzo, don Aarón, porque me dio miedo de que ese picaro de Juria se diera cuenta de que yo había tenío algo que ver con el robo del ganao. Me vi en el brete de tener que ayudarlo a recuperarlo, porque habría sospechao de mí, si no. Usté no lo conoce, a Juria, pero é un hombre malino. ¡Vaya uno a saber cuántos cristianos se jueron al otro mundo gracias a su guampudo! É taimado como un zorro. ¡Y sí que tiene garrones! Naides sabe como él sobre las faenas del campo. No é fácil pasarlo al cuarto.

Fastidiado con el panegírico, Aarón lo mandó callar.

¿En qué momento la felicidad se había transformado en un infierno? A partir de la tarde del día anterior, hasta respirar le significaba un esfuerzo. Después de una noche en vela, la peor que recordaba, no había encontrado consuelo en el amanecer. La asaltaban oscuras premoniciones. Según la información recabada por Creóla, Artemio Furia se había marchado de
La Larga
y ni Calvú Manque sabía adonde. Su padre la despreciaba y la mantenía encerrada en el dormitorio. Jamás lo había visto tan furioso. Cristiana debía de estar disfrutándolo. "¡Maldita Cristiana!" Le deseaba toda clase de tormentos. Le deseaba la muerte. "¡No, no!", se arrepentía, asustada de los oscuros abismos de su corazón.

Escuchó la llave que giraba en la puerta y se incorporó en la cama. Ñuque entró con una bandeja que lucía más pesada que ella. La depositó sobre el tocador y se encaminó hacia Rafaela, que se abrazó a ella y hundió la cara en su regazo.

—Ya, mi Rafaela. No llores. Todo se solucionará.

—El señor Furia me llamaba así, "mi Rafaela". ¿Dónde está él, Ñuque? Necesito verlo. Necesito verlo con desesperación.

—No lo sé. No lo he visto hoy. Nadie lo ha visto.

El llanto de Rafaela recrudeció. Ñuque, en silencio, la ayudó a higienizarse y a cambiarse. La peinó y la obligó a tomar la sopa y a beber la leche. Aunque en un principio Rafaela se opuso a comer, después reconoció que se sentía más animada.

—Puedes salir de tu dormitorio. Tu padre te lo ha permitido.

—Mi padre —dijo, y sus palabras destilaron odio—. Llegar aquí, del brazo de esa ramera. E insultar al hombre que ha salvado su estancia de la ruina. Al hombre que recuperó su ganado de manos de los abigeos, a riesgo de su propia vida. ¡Lo detesto, Ñuque! ¡Con toda mi alma!

—Siempre has sido mujer de emociones extremas —comentó la anciana—. Y más de una vez te he visto arrepentirte de tu vehemencia. Cálmate y sal un rato. Te hará bien pasar unas horas en tu laboratorio o en tu jardín.

Rafaela, en cambio, se escabulló hacia la zona de los potreros y se refugió en el cobertizo. Trepó a la carreta y se recostó sobre las mantas. Albergaba la ilusión de que Artemio Furia la buscase en ese sitio donde habían hecho el amor. Se quedó dormida. Al despertarse comprobó que su sueño no se había vuelto realidad; estaba sola. Se dirigió a la zona de los puestos. Allí se topó con Calvú Manque y los demás, que entraban y salían de los ranchos con bultos y trastes.

—Nos vamos, señorita —le informó el indio—. Su padre nos ha echao.

—Lo siento —balbuceó Rafaela—. Estoy tan mortificada y avergonzada.

—No se priocupe, señorita. Artemio ya nos había dicho que en dos días nos iríamos de
La Larga.

—¿Sabe algo de él? ¿Dónde está, Calvú?

—No lo sé, señorita. Yo me llevaré sus cosas y al Cajetilla. Él anda con el Regino.

Rafaela asintió, sin atreverse a pedirle que no se llevase las pertenencias de Furia. Quería darle una excusa para regresar.

—¿Mi padre les ha pagado los jornales que se les adeudan?

—No, señorita. De eso se ocupaba Artemio.

—¿Cómo? ¿Acaso no les pagaba don Juán Andrés?

—Pues sí, al prencepio. Dispués, nos pagaba Artemio, de su faltriquera. ¡No se me ponga así, señorita! —le suplicó el indio, ante los ojos anegados de Rafaela—. Él lo hacía con mucho gusto, pa'ayudarla a usté.

Rafaela se secó las lágrimas y se limpió la nariz con disimulo antes de despedir y agradecer al resto de la partida. Los hombres se quitaron los sombreros y la saludaron con una inclinación de cabeza.

—Calvú —dijo Rafaela, y volvió sobre sus pasos—, cuando vea al señor Furia, dígale... No, no le diga nada.

Cristiana y Poupée entraron en la sala principal con airosa actitud. Ñuque levantó la vista del telar, la estudió unos segundos y reinició la labor. Mimita, que jugaba en el suelo con su muñeca Melody, profirió un gritito y se trepó a las piernas de Peregrina, que cebaba mate sentada en la alfombra. La pequeña perra, que profesaba una animosidad especial por la niña, corrió hasta ella y comenzó a saltar y a ladrar. Peregrina se puso de pie de un brinco, mientras Mimita se encaramaba hasta su cuello. Temblaba y gritaba. Peregrina también.

—¡Saca a tu perra de aquí! —le ordenó Ñuque, mientras Cristiana reía de los torpes intentos de Mimita por quedar fuera del alcance de Poupée. Siempre le había parecido una criatura desagradable, pero, gesticulando por el miedo y el llanto, la encontraba repulsiva.

Rafaela vio la escena antes de ingresar en la sala. Corrió por la galería y se abalanzó dentro. Pateó a Poupée, que profirió un gañido y terminó bajo el telar de Ñuque. Giró sobre sí y descargó su puño en la mejilla de Cristiana, que aterrizó sobre el sofá, con el tocado deshecho. Se apartó los mechones para ver a su prima arrancar a Mimita de los brazos de Peregrina. La niña escondió la cara en el cuello de Rafaela y se echó a llorar.

La fastidiaba el vínculo entre Mimita y su prima. Aunque le costaba admitirlo, sentía celos, rabia, dolor. Aunque pensó: "¡Ojalá Mimita hubiese muerto al nacer!", en ocasiones anhelaba amar a su hija. Ese anhelo se desvanecía cuando Cristiana se decía que, más allá de la potencial oposición de Rafaela, Rómulo se negaba a desposarla por temor a que, de su unión, naciera otro espantajo como esa niña. Por otra parte, intuía que su tío consideraba a Mimita un castigo divino por la relación incestuosa que mantenían.

A tres años del parto, aún recordaba las horas de sufrimiento indescriptible en las que Rafaela se mantuvo a su lado, aferrándole la mano, secándole el sudor, dándole de beber aguamiel, animándola a pujar. Nunca la abandonó, a diferencia de su madre, que delegó el asunto en manos de Ñuque y no regresó hasta la mañana siguiente. "Es una niña y está muerta", dictaminó la india cuando por fin el bebé salió de su cuerpo. Lo depositó en el suelo, sobre una sábana. Cristiana jamás olvidaría la impresión que le causó el color azulado de las facciones de su hija, con un matiz violáceo en torno a los labios. "Todo ha terminado", pensó. Cerró los ojos y enseguida volvió a abrirlos al escuchar el llanto de Rafaela. La vio acuclillarse junto a la criatura y tomarla en brazos; la vio besarla en la cabeza, en los párpados y en la frente, y acomodarla sobre sus piernas y, con un bálsamo —de alcanfor, a juzgar por el aroma—, masajearle el pequeño torso, los bracitos, las manitas y las piernas. Lo hacía con tanta delicadeza y lentitud que Cristiana comenzó a adormecerse. Un graznido la sobresaltó, al que siguió un quejido tenue. "¡La niña respira! ¡La niña vive!", exclamó Rafaela, y Ñuque se movió con agilidad para asistirla. La llamaron Milagros, porque, en verdad, vivía de milagro. Gracias a Rafaela, que le había devuelto el aliento. Cristiana reflexionó que Mimita podría haber fallecido días más tarde, de hambre, pues ella se negaba a amamantarla y la leche de burra le causaba diarrea. Entonces, conoció la índole oculta de su prima, violenta, fuerte y cruel. "Amamántala", le ordenó, mientras colocaba a la criatura en su regazo. "¡Hazlo! O tus amigas aristócratas sabrán que has parido a una bastarda. Te juro por la vida de mi padre que lo haré."Poupée la devolvió a la realidad saltando sobre sus piernas, en busca de consuelo. Cristiana se percató de que el llanto de Mimita languidecía, en tanto Rafaela le palmeaba la espalda y le cantaba una canción de cuna. La escena le resultó intolerable.

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