Me llaman Artemio Furia (42 page)

Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Me llaman Artemio Furia
11.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Oh, lo siento! —se disculpó—. No sabía que estabas ocupado, Roger.

Blackraven, con el ceño oscuro y fruncido, le pidió que se retirara, molesto por la manera en que Furia la contemplaba.

—Con permiso —balbuceó Melody, antes de dar media vuelta y salir.

Artemio no podía apartar sus ojos de la condesa. Ese día, dado que llevaba la cabellera recogida en un rodete a la altura de la nuca, le recordaba especialmente a su madre. Volvió a sentarse cuando escuchó el carraspeo de Blackraven. Al descubrir su semblante, se dio cuenta de que lo había disgustado y de que le debía una disculpa. Si alguien hubiese mirado con esa impertinencia a Rafaela, él habría sacado el facón. Se preguntaba qué detenía a Blackraven; lo sabía un hombre de armas tomar y que celaba lo suyo como un león.

Con un abrecartas en la mano, Roger dijo:

—Si vuelve a mirar a mi esposa de ese modo, le arrancaré los ojos.

—Blackraven, le pido disculpas si lo he ofendido. Pero no he mirado a su esposa con irreverencia. Sucede que ella me recuerda a alguien y no he podido evitarlo.

Roger no se sorprendió por la declaración sino por la manera culta que Furia empleó para expresarse.

—Usted no es quien dice ser.

Artemio se puso de pie y se calzó el sombrero.

—Soy el que soy —dijo—. Y aura me marcho.

—Furia, tengo algo que confiarle antes de que se vaya —Artemio se detuvo junto a la puerta—. Déle aviso a sus amigos de que se cuiden las espaldas. Hay voces que aseguran que planean tenderles una emboscada y tomar por asalto los cuarteles. Si yo fuera Saavedra, no me mostraría tan ansioso por presentarme en el Fuerte hoy a las siete —Artemio se quitó apenas el sombrero e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento—. Furia, una cosa más. ¿A quién le recuerda mi esposa?

—A mi madre —respondió, y salió al pasillo.

Un empujón mientras accedía a la sala del teatro lo obligó a volver al presente. Siguió caminado hacia su butaca, estudiando el entorno bajo el ala del sombrero. Distinguió entre la concurrencia al capitán José Antonio Melián, que había participado en el conciliábulo de esa tarde en el cuartel, de los primeros en dar crédito a sus palabras junto con French, Beruti y Esteban Romero. Pasado el momento de incredulidad, el resto de los militares aceptó la posibilidad de que estuviese gestándose un golpe por parte de Cisneros y de las tropas leales a él, y se empeñaron en el trazado de un plan para neutralizarlo.

—Lo más sensato sería —sugirió Eustaquio Díaz Veloz, de los Patricios— tomar el mando de los guardias del Fuerte.

—Podemos ir con Tetrada y con usted, Díaz Vélez —sugirió Juan Ramón Balcarce, de los Húsares—, y ocuparnos de eso ahora mismo. Para las siete, no quedará un guardia que no responda a nuestras órdenes.

—¡Flor de chasco se llevarán! —exclamó Martín Rodríguez.

—Debemos controlar los accesos al Fuerte —apuntó Beruti— y hacernos de las llaves. Nuestra gente no admitirá el acceso de ninguno que esté en contra de la causa.

—¿Cómo los distinguirán? Entre regimientos, se conocen poco —apuntó con criterio Manuel Ruiz, a cargo de los Naturales, el batallón formado por los negros libres, indios y pardos.

—Que todos usen nuestro distintivo, el de los Húsares, las cintas azules y blancas —propuso Lucas Vivas.

—Las medidas de la Virgen —señaló French.

Se mostraron de acuerdo y enviaron a Joaquín Campana, el secretario privado de Saavedra, a la Recova por varios metros de cinta azul y blanca que, en menos de tres horas, debían convertirse en el salvoconducto que los soldados patriotas lucirían en sus chaquetas. Finalmente, la reunión en la sala del virrey en el Fuerte transcurrió sin sobresaltos.

—Este mediodía —habló Cisneros—, vino a verme el alcalde mayor del Cabildo y me ha referido que hay cierta intranquilidad en la población con motivo de las noticias arribadas de la España —sonrió con ironía—. No he prestado importancia al asunto porque se trata de un grupo de perdularios y sediciosos, como le apunté a de Lezica. En caso de que estos desaforados se desmadren, sé que cuento con mis comandantes para ponerlos en su sitio y conservar la fidelidad que todos le debemos a nuestro augusto y amado monarca, el señor don Fernando VII.

—Excúseme, excelencia —intervino Martín Rodríguez—, pero considero que vuesa merced está muy engañado. Ni son perdularios ni son sediciosos los que afirman que la Junta formada en Cádiz no tiene ninguna soberanía sobre los pueblos americanos. ¿Acaso un puñado de comerciantes gaditanos puede erigirse como gobierno de todo el Imperio español? Lo mejor de la sociedad porteña clama por un Cabildo Abierto para designar nuevas autoridades hasta tanto don Fernando sea restablecido en el trono.

—Coronel Saavedra —pronunció Cisneros, sin dignarse a contestar a Rodríguez—, ¿qué opina vuestra merced de esta situación? ¿Acaso no cuento con vuestro apoyo como sí se lo brindó a Liniers en la asonada del año pasado?

Todos notaron el nerviosismo de Saavedra en el modo en que hacía dar vueltas el sombrero entre sus manos. Cuando por fin habló, lo hizo con voz trémula.

—Su excelencia, la situación es muy distinta de la del 1º de enero de 1809. El mismo pueblo que en aquel momento amparaba a Liniers, ahora clama por un cambio. Lo que sí puedo aseverar a su excelencia es que me ocuparé de contener los desmanes y los desacatos contra vuestra persona.

—Ya veo —dijo el virrey, molesto.

—Quizá —insistió Saavedra—, si se nombrasen personalidades destacadas del pueblo para acompañarlo en el gobierno...

No pudo terminar. Cisneros explotó en una diatriba.

—¿De qué está hablando, Saavedra? ¿Nombrarme acompañantes? ¿A mí, que siempre me he desempeñado con honor? ¡Renunciaré antes de admitir esa humillación! —Cisneros calló, abrumado por su exabrupto. Más compuesto, disparó—: Señores, saquémonos las caretas. ¿Cuento o no con vuestro apoyo?

—Son estos tiempos radicales, su excelencia —afirmó Martín Rodríguez—, y los militares estamos dispuestos a acatar lo que disponga el Cabildo Abierto.

—¡Cabildo Abierto! —exclamó Cisneros—. ¡Pues adelante! ¡Convocad el malhadado Cabildo Abierto! Y que la suerte de esta tierra sea decidida por los vecinos.

Furia, que aguardaba en el Café de Marcos los resultados de la reunión en el Fuerte, conoció los detalles de boca de French.

—Artemio —dijo éste al terminar su relato—, vete para la campaña y apresta a tu gente. No sabemos cuándo te necesitaremos, pero puede ser de un momento a otro.

—Ya lo he hecho —aseguró—. Calvú Manque estará mañana por la mañana con un grupo de piones y paisanos, pa'ponerse a las órdenes de la Patria.

—¡Bien! —prorrumpió French, y le palmeó el hombro.

Artemio se despidió y salió del Café de Marcos en dirección a lo de doña Clara. Debía cambiarse para la función en el teatro, aunque antes visitaría al padre Ciríaco y a Serapio.

Por fin en su butaca, no le costó ubicar a Rómulo Palafox; por Albana sabía qué sitio le había indicado en la esquela. A unos palmos de él, se dedicó a estudiarlo con detenimiento. Para pasar inadvertido, no llevaba chiripá ni calzones sino un pantalón que le había conseguido doña Clara, y el poncho de vicuña, muy elegante y costosísimo; incluso se dejó puesto el charabergo con el ala caída sobre la frente; los zapatos de cordobán estaban matándolo.

No había nada de Rómulo Palafox en Rafaela; tal vez la altura y ese porte aristocrático de hombros cuadrados y derechos. Albana aseguraba que tenía ojos verdes, pero él no se había acercado lo suficiente para saberlo, ni lo recordaba de la tarde en
Laguna Larga.
El hombre había cambiado poco a lo largo de esos veinte años, y resultaba doloroso contemplarlo porque, sin remedio, las escenas de la noche del 5 de junio acudían a su mente. Hacía tiempo que lo investigaba y conocía bastante acerca de él, de sus negocios y de sus inclinaciones políticas. Sabía que idolatraba a su única hija. Y con ella, Artemio Furia iniciaría su plan de venganza.

Aarón Romano se aproximó a su tío Rómulo, lo saludó y se acomodó en la butaca contigua. Artemio lo observó con fijeza, al tiempo que le venían a la mente las palabras de Juan Andrés de Pueyrredón: "Su hermana Cristiana, que es ahora nuestra huésped, insinuó que Aarón pretende desposar a su prima Rafaela. Dios la libre y la guarde". Artemio apretó los puños bajo el poncho en el ademán de ahorcarlo. Le parecía que Romano tenía buen porte y, al verlo sonreír, no dudó de que su sonrisa seducía a Rafaela, siempre atenta a esos detalles. Tiempo atrás, ella le había confesado que la de él le quitaba el aliento. El teatro y los ruidos se esfumaron cuando la imagen de Rafaela desnuda, erguida sobre su cuerpo, con las piernas a horcajadas de él, haciéndole cosquillas para verlo reír, se coló en su mente.
Ría, señor Furia. Cuanto más ríe, más lo amo. Es en la sonrisa donde su hermosura se despliega.
"¡Mierda!", jadeó. Tenía que odiarla, como ella lo odiaba a él. "Furia, Rafaela se ha negado a recibir su presente", le comunicó la Bonmer, y le entregó el frasquito con el aceite esencial de rosas. "Me ha dicho que, para ella, usted ha muerto".Unos gritos invadieron su concentración. El teatro lucía convulsionado. Advirtió que Palafox y Romano se ponían de pie e intentaban descubrir a qué se debía la trapisonda.

—¡Queremos
Roma salvada —
exigían los criollos, mientras el dueño de la compañía anunciaba a gritos que no se presentaría
Roma salvada
sino
Misantropía.
La excusa —el actor principal se había indispuesto— sonaba inverosímil.

Para Artemio resultaba claro que el Sordo juzgaba la obra de Voltaire, en la cual se exaltaban la libertad y el patriotismo, imprudente para un tiempo radical como el que transitaban, razón por la cual el jefe de la Policía acababa de levantarla. El bullicio y el descontento crecían, y terminaría corriendo sangre si no se daba gusto al público.

Aarón Romano tomó por el codo a su tío y lo sacó del recinto. Artemio los siguió hasta la calle, donde los vio trepar a un coche que se dirigió al sur. Masculló un insulto. Albana no llevaría a Palafox a su casa esa noche para sonsacarle información. De igual modo, pensó, en el momento oportuno, él le sonsacaría la información que más necesitaba.

Después de dejar a Rómulo en la casa de la calle Larga, Aarón montó su caballo y se dirigió hacia la fábrica de jabones de Vieytes, donde se encontraban reunidos los de la Sociedad de los Siete. Al cruzar el centro, advirtió gran desasosiego y mucho movimiento para la hora. Divisó un grupo de parroquianos de mal aspecto que subían desde el Bajo; iban emponchados y con las caras cubiertas y, entonados con bebidas espiritosas, vociferaban: "¡Muera el virrey! ¡Queremos Cabildo Abierto!". Lamentó no contar con la escolta de Gabino, su nuevo sirviente, a quien había encargado el manejo de los alarifes que remozaban la casa donde instalaría el garito y el burdel. El gaucho contaba con un talento para amedrentar a la gente y hacerla trabajar.

Agitó las riendas y se movió en dirección contraria al piquete. Si la revolución se hallaba en manos de esas gentes, las horas de Cisneros estaban contadas, y él, por su parte, se pavonearía entre los vencedores. Su tío, como español, quedaría a merced de la protección que sus conexiones con la Sociedad de los Siete le brindarían. Podría resultar muy ventajoso y rentable.

Encontró los ánimos caldeados en la jabonería de Vieytes. Mariano Moreno no se molestaba en ocultar el desagrado que le había producido enterarse del desempeño del coronel Saavedra durante la reunión en el Fuerte. "¡Nosotros jugándonos las cabezas y este pusilánime entregándolas en charola de plata!". Belgrano y Rodríguez Peña intentaban calmarlo, tomándose el episodio en broma.

No le gustaba Moreno, por su aire soberbio y prepotente. Habría sido una estupidez negar que poseía una mente brillante. Su
Representación de los Hacendados y Labradores,
elaborada el año anterior en defensa del libre comercio y de las clases trabajadoras de la tierra, daba muestra de la claridad y rapidez de su discernimiento.

Artemio Furia apareció de la nada y se puso a conversar con Moreno. Lo pasmó el buen trato que el joven abogado le concedía al gaucho. Este asunto de la "patria" juntaba en una misma bolsa a tipos de todas las castas. Sin motivo, detestaba a ese paisano, tal vez porque le infundía temor. A pesar de la mala iluminación, distinguía la ristra de argollas que le perfilaba la oreja derecha, el enorme facón que llevaba cruzado en el tirador y las boleadoras que coleaban cerca de sus rodillas. En las últimas jornadas, lo había oído mentar frecuentemente ya que en las pulperías se hablaba de él con respeto y se lo asociaba al movimiento que propugnaba voltear al virrey y formar Junta sólo con criollos. Se decía que su ascendencia entre las gentes de la campaña no conocía límites, que era un centauro sobre la montura y rápido con las armas. A Aarón lo inquietaba que un hombre como ése hubiera pasado tanto tiempo con Rafaela en
Laguna Larga.
No se trataba de celos sino de una cuestión de territorialidad. Celos había sentido al pillar a Juvenal Romano en bata en la tienda de Bernarda de Lezica. No quería pensar en eso. No había vuelto a verla desde entonces, consumido por la ira, la humillación y los celos, aunque pronto lo haría para levantar el pagaré. Nunca había deseado a una mujer como a ésa, que le llevaba casi diez años y que lo miraba como una madre lo haría con un hijo travieso.

Cerca de la medianoche, llegaron los que habían concurrido al Teatro Argentino y, a porfía, relataban los detalles de la trifulca desatada ante el anuncio de la suspensión de
Roma salvada.
Juan José Paso, de los más enfervorizados, explicó que finalmente se puso en escena la obra de Voltaire y, con el bastón en alto, declamó la parte de Cicerón:
Entre regir al mundo o ser esclavos, ¡elegid, vencedores de la Tierra!,
a lo que los congregados en la jabonería respondieron: "¡Viva Buenos Aires libre!".

A pesar de que a Aarón ese despliegue le resultaba grotesco y empalagoso, reía y aplaudía, se unía a las exclamaciones y cánticos. Apostaba por ese grupo de exaltados y pensaba recoger los frutos de hallarse del lado de los vencedores. En caso de perder, el exilio se convertiría en la pena menos gravosa.

—¡Escuchad, compañeros! —vociferó Paso—. Mañana concurriremos a primera hora al Cabildo, donde exigiremos la convocatoria al Cabildo Abierto. Cisneros ya lo ha consentido. ¡Mañana será el comienzo del fin de varios siglos de esclavitud!

Other books

Revolution by Russell Brand
The Gift by Cecelia Ahern
Bellagrand: A Novel by Simons, Paullina
nancy werlocks diary s02e14 by dawson, julie ann
Keep Calm by Mike Binder
Seven Days in Rio by Francis Levy
The Revenant Road by Boatman, Michael
Night Swimming by Robin Schwarz
Nebula by Howard Marsh