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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

Me muero por ir al cielo (10 page)

BOOK: Me muero por ir al cielo
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El año anterior, cuando Dwayne Jr. le preguntó qué regalo quería para Navidad, Tot le pidió una «vasectomía» y le dijo que se la pagaría ella misma, pero él cogió el dinero y se compró un vehículo todo terreno. No tenía remedio. Ahora estaba intentando convencer a Darlene para que se hiciera una ligadura de trompas, pero tampoco iba a servir de nada, pues su hija decía que tenía miedo de la anestesia. Cuando Linda Warren adoptó a aquella niña china, Norma entró un día en el salón de belleza llevando una sudadera con la foto de la niña, bajo la cual ponía «Alguien maravilloso me llama abuela». Tot se imaginó luciendo una que ponía «Un montón de delincuentes e inadaptados me llaman abuela». Y los mantenía a casi todos. Se metió en la cama, se tapó con la colcha y lloró por Elner, y también por ella misma, ya puestos.

Una sorpresa

11h 59m de la mañana

Después de que Tot se marchara, Ruby se quedó en la casa de Elner por si llamaba alguien por teléfono. Mientras esperaba, para que Norma no tuviera que molestarse, decidió lavar las sábanas, las toallas y todo lo que hubiera en el cesto de la ropa sucia, y cuando abrió la tapa y empezó a sacar prendas descubrió algo sorprendente: Oculta en el fondo de la ropa había una pistola del calibre 38 lo bastante grande para volarle a uno la cabeza. Ruby, con los brazos llenos de ropa, se quedó mirándola fijamente y pensando por qué demonios guardaba Elner Shimfissle un arma en el cesto de la ropa sucia. Supuso que probablemente había una explicación perfectamente válida, pero por otro lado también era consciente de que, por mucho que creas conocer a alguien, nunca puedes estar del todo seguro; con quienes hay que tener cuidado es con los más apacibles. Te pueden sorprender.

Ese imprevisto hallazgo en el cesto de la ropa de Elner planteó a Ruby un dilema importante. ¿Qué debía hacer? Tras darle vueltas durante unos minutos y examinar la situación desde varios ángulos, tomó una decisión. Pensó que una vecina era una vecina, y Ruby habría querido que Elner hiciera lo mismo por ella en la situación inversa. Así que alargó la mano, cogió la pistola y la limpió con uno de los camisones de Elner por si había huellas comprometedoras. A continuación la envolvió con una funda de almohada, fue a la cocina y buscó bajo el fregadero una bolsa de papel, metió el arma dentro y se fue a su casa y la escondió en el arcón de cedro del vestíbulo. Con lo afectada que estaría, a Norma sólo le faltaba encontrar una pistola del 38 cargada en el cesto de la ropa de su difunta tía.

Cuando regresó para lavar la ropa, se fijó en la pila para pájaros y pensó: «Alguien deberá mantener esto lleno de agua.» Y de repente se acordó de otra cosa. «¿Quién va a dar cada noche a ese mapache ciego su plato de helado y barquillos de vainilla?» Y aún recordó algo más. Cada tarde, Elner preparaba a un viejo perro labrador negro llamado
Buster
un bocadillo de queso. «Dios mío», pensó Ruby, ella prepararía el bocadillo, pero Merle tendría que ocuparse del mapache. Tenía miedo de que ese animalito la mordiera. Elner no le tenía miedo a nada y dejaba que las ardillas entraran en su cocina y saltaran a la encimera donde guardaba comida. Como amiga y profesional de la salud, Ruby ya le había avisado: «Elner, las ardillas no son más que ratas grandes con la cola peluda que transmiten toda clase de enfermedades.» Pero por lo visto a Elner no le preocupaban los microbios. «Ahora que caigo —pensó Ruby—, hasta esta mañana en que la han matado las avispas, Elner no había estado enferma ni un solo día de su vida.»

La causa de la muerte

10h 55m de la mañana

Norma, atendida por varias enfermeras, estaba ahora incorporada y hablando aunque todavía se encontraba mal.

—Sabía que un día iba a pasar, pero aún no me lo creo —repetía una y otra vez.

El capellán de guardia del hospital, un baptista con el pelo mal cortado y un traje marrón de poliéster, llegó para ofrecerle su tarjeta y darle el pésame.

Al cabo de un rato, entró Macky en la habitación tras haber llamado a su hija Linda.

Norma alzó los ojos.

—¿Has podido hablar con ella?

Él asintió.

—Va a venir. Ha dicho que estará aquí lo antes posible.

—¿Ha quedado muy afectada?

—Sí, claro, pero estaba preocupada por ti y me ha dicho que te quiere.

En aquel preciso instante apareció el médico con un historial, se sentó junto a Norma y Macky y les dio toda la información que tenía. Por lo visto, a su entender la tía había recibido más de diecisiete picaduras de avispa y seguramente había sufrido inmediatamente una parada cardíaca causada por shock anafiláctico. Además, la caída quizá le había provocado un trauma cerebral, aunque no lo suficientemente fuerte para matarla, por lo que el informe oficial decía lo siguiente: «Causa de la muerte: parada cardíaca debida a shock anafiláctico grave.»

—¿Ha sufrido? —preguntó una llorosa Norma.

—No, señora Warren, lo más probable es que no se diera cuenta de qué la golpeó.

Norma soltó un gemido.

—Pobre tía Elner, siempre decía que quería morir en casa, pero seguramente no se refería al patio, no de esta manera y con esta bata vieja y horrible… —Macky la rodeó con el brazo mientras ella se sonaba la nariz.

—Bien, señora Warren —prosiguió el médico—, ahora usted sabe que tenemos una causa oficial de la muerte, pero si no está conforme, podemos practicar la autopsia.

Norma miró a Macky.

—¿Necesitamos la autopsia? No sé, ¿qué te parece? ¿Para estar seguros?

Macky, que sabía de qué iba eso, dijo:

—Norma, depende de ti, pero no creo que haga falta. No cambiaría nada.

—Bueno, quiero hacer las cosas bien. Al menos esperemos a que llegue Linda —dijo, y luego miró al médico—. ¿Podemos hacer esto, doctor? ¿Esperar a nuestra hija?

—¿Cuándo estará aquí? —preguntó el médico.

—En un par de horas…, quizá menos, ¿verdad, Macky?

El médico miró el reloj.

—De acuerdo, señora Warren, supongo que podemos hacerlo; si usted y el señor Warren quieren verla, les puedo acompañar.

—No —dijo Norma al punto—. Esperaré a que Linda esté aquí.

El médico asintió.

—Muy bien. Llegado el momento, díganle a la enfermera si quieren verla y cuándo.

Macky, que había hablado poco, dijo:

—Doctor, a mí me gustaría verla ahora, ¿es posible?

—Por supuesto, señor Warren. Si quiere, lo acompaño.

Macky miró a Norma.

—¿Estarás bien?

—Sí, no te preocupes, es que ahora mismo no soy capaz.

—Me quedaré aquí con ella, señor Warren —dijo la enfermera.

La verdad es que Macky no quería ver a la tía Elner muerta. En realidad, quería recordarla tal como era cuando estaba viva, pero la idea de que aquella mujer encantadora yacía sola en alguna habitación le perturbó aún más. Mientras recorrían el pasillo, el médico dijo:

—Su esposa parece muy conmocionada, supongo que las dos estarían muy unidas.

—Sí, así es, muy unidas —confirmó Macky.

Pasó un camillero, y el médico lo llamó:

—Eh, Burnsie, me debes diez pavos, ya te dije que los Cards ganarían la serie —soltó como si fuera cualquier otro día.

Macky quiso agarrarlo y estrangularlo hasta la muerte, a él y a todo el mundo, pero no podía hacer nada para que ella volviera. Así que continuó andando.

Un negocio triste

11h 48m de la mañana

En la sala del tanatorio, tras la llamada de Tot, Neva se levantó, entró en el archivo y sacó el expediente que ponía «difunta, Elner Shimfissle», y acto seguido dobló la esquina hasta donde su esposo, Arvis, daba los últimos toques al postizo de Ernest Koonitz, una llegada reciente. Asomó la cabeza.

—Cariño, acaba de llamar Tot. Seguramente Elner Shimfissle llegará a última hora de la noche o de buena mañana, muerta por picaduras de avispas.

Él levantó la vista.

—Vaya. Dos difuntos en veinticuatro horas. No está mal para ser abril.

Era verdad, en abril el trabajo siempre decaía, pero a Neva no le gustaba nada que Arvis dijera esas cosas. De acuerdo, llevaban una funeraria, pero ella tenía sentimientos. Últimamente, a él sólo parecían importarle los números. Si la ciudad sufriera una plaga y murieran cien personas, Arvis probablemente bailaría un minueto. Neva era consciente de que cada fallecimiento significaba dinero para su bolsillo; en fin, le fastidiaba ver que se moría el último de los veteranos, pero los Warren eran sus clientes de toda la vida y era un trabajo que había que hacer. Ellos se habían ocupado de todos sus difuntos hasta la fecha, los padres tanto de Norma como de Macky, diversos tíos y tías, y de vez en cuando algún primo. Neva sabía que no debía decantarse por nadie, pero por ellos tenía cierta debilidad. La familia entera les había sido leal a lo largo de los años, y Neva prestaba una atención especial a sus fallecidos, los trataba como si fueran de su propia familia.

Además de que ellos le caían francamente bien, Neva tenía en gran estima su negocio. Los tiempos habían cambiado. Ya no eran los únicos que se dedicaban a eso; en la interestatal, Costco estaba vendiendo ataúdes a precio rebajado, y ellos habían perdido un montón de clientes al mudarse al edificio donde estaba el restaurante de las salchichas. Muchos decían que no se sentían cómodos contemplando el cadáver de sus seres queridos en el lugar donde se comían salchichas y patatas fritas, y se habían pasado a la morgue recién instalada. Neva suponía que los nuevos eran eficientes a la hora de ofrecer servicios rápidos e impersonales. No iba ella a hablar pestes de la competencia, pero el suyo era un negocio familiar de toda la vida que ofrecía algo muy importante: el servicio completo. Ella y Arvis atendían a sus clientes desde la recogida en coche hasta el enterramiento. Preparaban el cadáver, organizaban las visitas, colocaban las flores, disponían gratuitamente libros para firmar, traían a un pastor, una soprano y un organista que estaban disponibles las veinticuatro horas. Ofrecían el paquete «Suyo y Suya» de dos entierros por uno y tenían un gran surtido de ataúdes y urnas funerarias a precios razonables. Aplicaban un diez por ciento de descuento en las habitaciones del Days Inn local para los parientes y amigos de fuera de la ciudad, incluyendo un desayuno continental gratis el día del entierro y un tentempié en el vestíbulo por la tarde. Se encargaban incluso del transporte a y desde el cementerio y ayudaban a ordenar, medir y colocar las lápidas. «¿Qué más querías en un paquete así?», se preguntaba. Lo que no suministraban era el ser querido muerto, naturalmente. Aparte de eso, hacían todo lo que se podía hacer. De hecho, en las páginas amarillas, el anuncio, que ella se había pasado semanas creando, reflejaba con exactitud sus sentimientos:

FUNERARIA QUÉDESE TRANQUILO

Acude a nosotros cuando lo necesites,

y descansa seguro recibiendo

la mejor atención en tu entierro.

Porque nos preocupas tú.

Volvió a sonar el teléfono de la oficina del tanatorio. Ahora era la esposa de Merle, Verbena Wheeler, que llamaba desde la lavandería, a dos manzanas de allí.

—Neva, ¿te has enterado? —preguntó Verbena.

—Sí, hace un momento ha llamado Tot. Acabo de sacar su carpeta —dijo Neva.

—Es horrible, ¿eh?

—Horrible.

—Era la persona más afable del mundo.

—Así es.

—Cuesta de creer, ¿verdad? —insistió Verbena.

—Sí, es increíble —admitió Neva.

—Según Ruby, quizás Elner no llegó a saber con qué golpeó.

—Es lo que me ha dicho Tot. Al menos no sufrió.

—Sí.

—Al menos podemos dar gracias por eso.

—Sí, es verdad.

—En todo caso, creo que haré ahora mi encargo de flores y así me ahorro aglomeraciones —dijo Verbena.

—Es una buena idea. —Neva cogió su bloc de pedidos—. ¿Qué quieres mandar?

—Lo de siempre, supongo.

Neva anotó «una azalea mediana en un jarro de cerámica».

Verbena siempre mandaba plantas, flores no. Pensaba que quedaban bien en las visitas, y luego en el entierro, o que se podían colocar después en la tumba. Le gustaba dar opciones a la gente, como almidonado o no, en percha o envuelto.

—¿El mismo mensaje? —preguntó Neva—. ¿«Con nuestro más sentido pésame, Merle y Verbena»?

—Sí, ya está bien así, nunca se me ocurre otra cosa que decir, ¿y a ti?

—No, así queda muy claro —apuntó Neva.

—Sé que Norma la va a echar de menos.

—Desde luego.

—Al margen de qué edad tengan, o de su estado de salud, siempre les echas en falta. —Verbena hizo una pausa—: Recuerdo cómo me sentí cuando perdimos a mamá Ditty, y luego el pobre papá Ditty el mismo año.

—Sí.

—Y luego al año siguiente la tía Dottie Ditty, ¿te acuerdas?

—Claro —dijo Neva.

—Perdimos los tres Ditty en menos de dos años, y creo que no pasa un día sin que me acuerde de ellos.

—No me cabe duda.

—¿Cuándo serán las visitas?

—No lo sé. Norma todavía no nos ha llamado, y tampoco sé cuándo tendrán el cadáver. Quizás esta noche, o ya mañana.

Verbena exhaló un suspiro.

—Bueno, te veré ahí… Me fastidia tener que ponerme otra vez este viejo vestido de los entierros, pero la vida es así, ¿no?

Neva colgó. Claro que se acordaba de la tía Dottie Ditty de Verbena Wheeler. ¿Cómo no? Dottie Ditty había sido su difunto más difícil, y ella y Arvis aún cargaban con las consecuencias de ese día. Cuando murió, la tía Dottie Ditty pesaba ciento cuarenta kilos y fue un problema desde el principio. Aparte de tener que pedir un ataúd lo bastante grande, al ir a recogerla Arvis se hernió y además se le salió un disco de la zona lumbar que aún le producía molestias. Aunque en general la gente no es consciente de ello, el negocio de las funerarias tiene también su cuota de accidentes, igual que cualquier otra actividad que conlleve levantar peso.

Neva abrió el expediente de Elner Shimfissle y leyó que en su momento se había solicitado el ataúd estilo «lirio de los valles», pero en 1987 se había cancelado el pedido porque Elner cambió de opinión respecto al entierro y de pronto se decidió por la incineración. Neva pensó «tierra, trágame». No porque perdiera la venta de un ataúd, sino porque le fastidiaba el alboroto que causaban las incineraciones, sobre todo entre los baptistas y los metodistas. Éstos se mostraban muy disgustados, casi montaban en cólera cuando se les decía que no había ningún cadáver que ver. Algunos llegaban a reclamar que se les devolviera el dinero de las flores enviadas. Según recordaba ahora, Elner decía que prefería la incineración no para ahorrarse dinero, sino porque le encantaba la idea de desaparecer en una luz blanca de destello. Decía que sería mucho más divertido que ser embalsamada.

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