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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

Me muero por ir al cielo (21 page)

BOOK: Me muero por ir al cielo
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—Bueno, chicas, creo que os he superado a todas —dijo Cathy Calbert—. ¡Yo escribí su esquela! —Y se rieron sin parar hasta Kansas City.

Cuando las señoras entraron en la habitación de Elner, alabaron al unísono su buen aspecto, después de todo. De pronto, Tot miró a una pálida Norma y le dijo:

—Pero tú tienes muy mala cara, pareces una ciruela seca.

—Bueno, estoy un poco cansada, me he levantado temprano —dijo Norma.

Entonces Tot se dirigió a Elner.

—Chica, nos la has jugado bien, ¿eh?, pensábamos que la habías palmado.

—También yo —soltó Elner riendo.

—¿Cuándo regresas a casa? —inquirió Irene.

—No lo sé, aún me están observando.

—¿Observando el qué?

—Tampoco lo sé…, supongo que quieren saber si estoy en mis cabales.

Verbena la miraba fijamente.

—¿Cómo te encuentras ahora? ¿Te duele la cabeza? A mí las picaduras de avispa me dan dolor de cabeza.

—No, la cabeza no me duele, pero estoy toda picoteada. Me han clavado un montón de agujas y me han mirado desde todas partes, por dentro y por fuera, de arriba abajo. Creo que me han hecho todas las pruebas imaginables, y algunas dos veces. No se les puede acusar de no ser rigurosos.

Tot se dejó caer en una silla junto a la cama.

—Vayamos al grano. Lo que me muero de ganas de saber es cómo es eso de estar muerto. ¿Pasaste por un túnel blanco? ¿Viste a alguien interesante?

Norma aguantó la respiración, pero Elner, mujer de palabra, respondió:

—No, no pasé por ningún túnel blanco.

—Jolín —dijo Tot—, esperaba algo más de información, algunas palabras sabias.

—Sí —terció Neva—. Tendrías alguna percepción nueva, alguna revelación, no sé.

—Sí —intervino Verbena—, porque he oído decir que algunos muertos vueltos a la vida pueden curar cosas; pensaba que igual podías hacer algo con mi artritis.

Elner miró a Norma y dijo:

—Sólo puedo deciros que viváis cada día de vuestra vida como si fuera el último, porque nunca se sabe. Aprended mi lección; ahora estás cogiendo higos, y al instante siguiente estás muerta.

Mientras el resto de las mujeres seguía charlando con Elner, Ruby Robinson salió al pasillo en busca de su amiga Boots para ver si podía averiguar algo más sobre lo sucedido.

Preguntó por ella, y la encontró en la sala de enfermeras tomándose su descanso. Boots se alegró mucho de verla y le dijo en confianza:

—Me han dado órdenes de no hablar de ello, pero te diré algo. —Miró alrededor por si había alguien escuchando—. Han comprobado y vuelto a comprobar todo y aún no tienen siquiera una pista sobre qué falló. Mi amiga Gwen estaba en ese momento en la sala de urgencias y jura que Elner estaba muerta.

—Qué extraño, ¿no?

—No había visto nada igual en toda mi vida de enfermera.

Cuando Ruby regresó a la habitación, Elner le dijo: —Cathy acaba de leer mi esquela, muy buena. Ahora lamento que no pudiera publicarla.

Las señoras se quedaron aproximadamente hasta las tres; luego se fueron a casa para evitar el tráfico.

Después de que se hubieran marchado, Elner dijo a Norma:

—Ruby me ha dicho que intentó llamar a Luther, pero éste se hallaba fuera de la ciudad. Va a lamentar haberse perdido todo el alboroto, ¿verdad?

—Francamente, creo que es mejor así, ya sabes que es como un niño grande.

—Sí, es verdad. Neva decía que mi entierro iba a ser uno de los más sonados que se han hecho jamás, y oyendo a Irene se diría que tú y Macky ibais a recibir un montón de cazuelas. Vaya, ¿no lamentas que no me quedara muerta? Pero, bueno, se pueden congelar. Seguro que tú y Macky habríais comido de ahí todo un año.

—Oh, tía Elner, santo cielo —exclamó Norma—. Puedo preparar un guiso en cualquier momento, por el amor de Dios. No tienes que morirte para que nos regalen una cazuela.

—Bueno, de todos modos espero que Dena y Gerry no compraran uno de esos tiques no reembolsables para ir a mi entierro, aunque si lo hicieron creo que pueden conservarlo y usarlo la próxima vez, ¿qué te parece?

Norma la miró.

—Tía Elner, si vuelves a morirte pronto, juro… Ya no podré soportarlo.

Esa noche, mientras Elner cenaba hígado con cebolla, aguardó a que se marchara la enfermera y luego le dijo a Norma:

—Este hígado está muy seco, es muchísimo mejor el que ponen en el Cracker Barrel.

Norma observó el plato.

—No, no parece muy bueno.

—¿Sabes cuándo me soltarán? Tengo que ir a casa —urgió Elner.

—No estoy segura, pero creo que nos lo dirán mañana.

—Norma, me sabe mal que hagas todo el camino hacia acá y luego de vuelta otra vez a casa, seguramente tienes cosas más importantes que hacer que estar conmigo todo el día.

—No seas boba —dijo Norma cogiendo la mano de Elner—. Lo más importante para mí es que tú estés bien. Mira, si te pasara algo me moriría.

—Vaya, es muy amable de tu parte, cariño.

Esa noche, después de que Norma se hubo ido a casa, Elner se quedó sola y pudo pensar más en su viaje. Lamentaba que su sobrina no le hubiera creído cuando le contó que había visto a toda aquella gente y lo maravilloso que era, pero si Norma no quería, ella no podía obligarla a creer. Elner se alegraba de volver a ver a amigos y parientes, desde luego, todos se estaban portando la mar de bien; y por supuesto no habría herido los sentimientos de Norma por nada del mundo. Pero estar de vuelta la ponía algo triste. Comprendía que Raymond y Dorothy tendrían sus razones para mandarla a casa, pero deseaba volver con ellos. No haber podido ver a Will le había causado una gran desilusión. Le estaba costando, pues se trataba de un sentimiento que debía guardarse dentro. Si una dice a sus seres queridos que preferiría estar muerta, inevitablemente les hace daño. Aun así, no podía evitar preguntarse por qué la habían hecho regresar. Bueno, sería uno de esos misterios de los que sólo ellos conocían la respuesta. Se quedó allí tumbada un momento, y de pronto empezó a cantar:

—«Ah, dulce misterio de la vida. Al fin te he encontrado… Al fin…»

La preocupada enfermera de noche entró de golpe.

—¿Qué pasa, señora Shimfissle? ¿Le duele algo?

—No, estoy bien, gracias.

—Oh, lo siento, creía haberla oído gemir de dolor.

—No, sólo estaba cantando. —Elner se rio—. Supongo que canto más o menos tan bien como Ernest Koonitz toca la tuba, pero al menos él está recibiendo unas clases.

—Bueno, siento haberla molestado. Buenas noches —dijo la enfermera.

—Buenas noches, y la próxima vez, cuando note que me viene una canción, la aviso.

—Hágalo, por favor, así podré meterme algodón en las orejas.

—De acuerdo.

La enfermera abandonó la habitación sonriendo. A su compañera de mostrador le dijo:

—Esa mujer de la 703 es todo un personaje. Cuando se marche a casa la echaré de menos. Tenías que haberla oído antes, cuando a un montón de gente nos hablaba de sus siete gatos anaranjados llamados
Sonny
.

—¿Tiene siete gatos que se llaman
Sonny
?

—No, no los ha tenido todos a la vez. Cada vez que tiene un gato nuevo, lo llama
Sonny
, y decía que cuando salga de aquí nos mandará mermelada de higos
y
una copia de una foto de no sé qué ratones saltando en el desierto.

—Dios del cielo, me parece que está chiflada.

—Quizá, pero una chiflada divertida. Al menos tiene buen humor. Todo un descanso teniendo en cuenta la gente amargada y desabrida que tengo que aguantar normalmente.

—A propósito de eso, antes ha estado aquí ese abogado pelmazo, Winston Sprague, dándose importancia, hablando pestes de todo el mundo. Hasta ha hecho llorar a una de las chicas tras darle una orden chasqueando los dedos. Lo que me gustaría saber es en qué tómbola le tocó la corona de rey esa.

—Sí, vaya mocoso. Sólo espero que algún día se caiga del caballo y estar yo ahí para verlo. —Miró alrededor por si alguien podía oírla y luego añadió—: Apuesto a que se empolva las partes pudendas con borlas. —Las otras mujeres rompieron a reír lo más bajito que pudieron teniendo en cuenta dónde estaba la enfermera. Luego ésta añadió—: Seguro que sí. Valiente gilipollas.

Aún confusa

6h 58m de la tarde

Mientras aquella noche Norma conducía a casa desde el hospital, la cabeza no paraba de darle vueltas. Aún no estaba segura de si creer a la tía Elner o no. Según el señor Pixton, la paciente describía lo que se consideraba una muy común experiencia cercana a la muerte. Norma había oído hablar antes de esa clase de cosas, así que era una posibilidad real. Y naturalmente Macky estaba seguro de que todo lo que Elner creía que había pasado era sólo un sueño, y tal vez tuviera razón, pero ella seguía dudando. Sabía que la historia de la tía Elner era descabellada y seguramente falsa, pero deseaba muchísimo pensar que había alguien o algo controlando y vigilando el mundo de vez en cuando, aunque ese alguien se llamara Raymond. Se había esforzado mucho por creer. Lo primero que hacía cada mañana era leer la tarjeta que había recibido como recién llegada a la Iglesia de la Unidad y que había pegado con cinta adhesiva en el espejo del lavabo.

¡
BUENOS DÍAS
!

Soy Dios.

Hoy me ocuparé

de todos tus problemas.

Así que vete en paz.

¡Que lo pases bien!

Cada día intentaba irse en paz, traspasar todos los problemas y preocupaciones a Dios, pero cada día, hacia las nueve o como mucho las diez, olvidaba que Dios debía encargarse de todo. ¿Por qué no aguantaba al menos un día entero? Y si Él estaba realmente ahí, ¿por qué no lo decía claramente y dejaba de poner las cosas tan difíciles? Además, tampoco es que los creyentes fueran todos buena gente. Se habían estado matando unos a otros durante años. Su propia madre era presbiteriana, y no muy maja que digamos…, incluso ahora que estaba muerta, según la tía Elner. Por otra parte, Macky no creía en Dios y era una de las mejores personas del mundo. «Oh, Dios mío —pensó—, no me extraña que haya tanta gente que beba o se drogue.»

El gilipollas

7h 3m de la tarde

Winston Sprague estaba sentado con la vista clavada en la pared en su caro apartamento con televisión, aparato estereofónico, electrodomésticos y gimnasio de primerísima calidad, pagado gracias a la práctica de ciertas conductas éticamente discutibles. Tras obtener la declaración de la anciana, Winston, ya en su despacho, la desechó como algo bastante intrascendente. Pero a medida que avanzaba el día y releía el documento una y otra vez, seguía dándole vueltas en la cabeza algo que había dicho la mujer. Ésta había sido condenadamente específica sobre el maldito zapato. Sprague sabía que seguramente estaba loca como una cabra, pero decidió, sólo por divertirse, volver al hospital, subir a la azotea y echar un vistazo. Una vez allí, recorrió todo el espacio e inspeccionó cada rincón. Nada salvo una paloma muerta, y tal como suponía, ningún zapato. En cierto modo le daba vergüenza haber llegado siquiera a comprobarlo. Mientras estaba allí de pie, contemplando Kansas City, rio estruendosamente sólo de pensar que la mujer creía que había vuelto al hospital flotando y sobrevolando la azotea. Cuando ya se iba, echó un vistazo al viejo edificio anexo, donde ahora estaba la lavandería, y pensó que, ya puestos, podía ir y revisar también ese terrado. Sin embargo, cuando llegó al último descansillo del otro edificio, la puerta de las escaleras que conducían al terrado estaba cerrada. Tuvo que volver a bajar y hacer que uno de los conserjes subiera con él y le abriera.

—¿Esta puerta está siempre cerrada? —preguntó.

—Sí.

—¿Ha estado usted aquí arriba hace poco?

—Hace poco no. La última vez que recuerdo teníamos un par de goteras y vinieron unos lampistas y pusieron tela asfáltica junto a ese saliente —dijo el conserje.

—¿Cuándo fue eso?

—Hará tres o cuatro años.

—Y aparte de eso, ¿no ha subido aquí nadie que usted sepa?

—No.

Después de que el conserje le abriera la puerta, Winston ascendió por el estrecho tramo de escaleras y empujó la última puerta que daba a la azotea. Esta estaba cerrada o atrancada, no sabía, pero él siguió empujando hasta abrirla lo suficiente para salir. El edificio estaba orientado al sur, y el sol deslumbraba al reflejarse en la fina gravilla que cubría la azotea entera. El calor de la tarde subía desde el suelo mientras él buscaba y miraba detrás de todas las chimeneas, pero lo único que encontró fue un viejo mango de fregona. Pasó al otro lado y echó una ojeada detrás de la chimenea más cercana a la cornisa. Nada. Se dirigió al otro extremo y miró. De pronto sintió que se le erizaba el vello del cogote y empezó a notar una especie de sudor frío. Metido de lado entre la cornisa y la chimenea, había un zapato marrón de golf con tacos. ¡Dios santo!

Cerró los ojos y volvió a abrirlos para asegurarse de que no estaba teniendo una alucinación. Miró otra vez. No. Estaba allí, sin duda, exactamente como ella lo había descrito. Ahora Sprague tenía la ropa empapada y pegada al cuerpo. Se obligó a sí mismo a acercarse. Se quedó allí mirándolo. Al final, al cabo de un rato, tocó el zapato con el pie cautelosamente, como si fuera una serpiente que pudiera morderlo. Aquello no se movió. Le dio un ligero puntapié. Seguía sin moverse. Se agachó y trató de cogerlo, pero permanecía quieto. Medio zapato estaba hincado en el alquitrán que rodeaba la chimenea. Tuvo que insistir durante unos cinco minutos, sudando a mares, moviéndolo de un lado a otro, hasta que por fin quedó suelto en su mano. Pero ahora que tenía el zapato, permaneció allí preguntándose qué demonios iba a hacer con él y cómo iba a llevárselo abajo sin que nadie lo viera. Lo apoyó en la puerta, corrió a la planta inferior, y vio una bolsa de papel marrón con medio bocadillo en un cubo de la basura. Vació la bolsa y subió a toda prisa, metió el zapato dentro y se lo puso bajo el brazo. Bajó por las escaleras de emergencia hasta el sótano, pasó al edificio principal y se metió en los lavabos. Se limpió las manos de alquitrán restregando a conciencia, escondió la bolsa detrás de la puerta y pensó por qué narices se sentía como si fuera un delincuente. Acto seguido, subió corriendo al despacho de Franklin Pixton, entró, cerró la puerta y se apoyó en ella de espaldas, sudando y sin aliento.

Pixton lo miró sorprendido.

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