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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

Me muero por ir al cielo (4 page)

BOOK: Me muero por ir al cielo
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—Tía Elner, ¿quién te cuenta estas bobadas?

—Bud y Jay. ¿Sabías que el escarabajo de la patata también se conoce como saltamontes de Jerusalén?

—No.

—¿Sabías que el cuerpo humano tiene cuarenta y siete billones de células?

—No, no lo sabía.

—Sí, ésta era la respuesta correcta de ayer. Alguien ganó un cuchillo eléctrico.

Norma colgó. Se dirigía al cuarto de baño cuando volvió a sonar el teléfono.

—Eh, Norma, ¿te imaginas cuánto tiempo se pasaron contando todas esas células?

Creer o no creer

8h 49m de la mañana

Norma conducía lo más rápido que podía, y por un segundo perdió el siguiente semáforo y tuvo que pegar un frenazo, por lo que los papeles del seguro de la tía Elner se desparramaron por el suelo del coche. Para entonces estaba ya muy alterada y rezaba para tranquilizarse, pero sabía que tenía que rezar o conducir con cuidado; no podía hacer las dos cosas, así que decidió prestar atención a la carretera.

Además de no querer sufrir un accidente, Norma tampoco estaba totalmente segura de que rezar sirviera de mucho. Había forcejeado con la fe durante toda su vida, y se preguntaba por qué no le había resultado fácil creer, como el inglés o la pronunciación en el instituto. Había sacado sobresalientes en ambas asignaturas; todo el mundo decía que tenía una voz clara y bonita, y aún era capaz de conjugar una frase. Pero ella, más que nadie, necesitaba tener fe en algo. Macky no era de ninguna ayuda, pues, contrariamente a lo que pensaba Verbena, estaba tan seguro de que ahí fuera no había nada como la tía Elner de que sí lo había. Esta la había llamado la semana anterior para decirle: «Norma, desde que veo estos programas científicos, mi opinión del Creador ha mejorado muchísimo; sabía que era fabuloso, pero no hasta qué punto; se me escapa cómo alguien pudo pensar en crear tantas cosas, vamos, que sólo las diferentes especies de peces tropicales ya son un milagro.»

La tía Elner no tenía ninguna duda, pero Norma estaba atascada, fluctuando de un lado a otro. Un día creía, y el otro ya no sabía. Norma deseaba hablar con alguien sobre ello, pero no confiaba en su pastor, demasiado inexperto, y necesitaba todo el aliento posible. Pero aunque no estaba segura de a quién o qué rezar, a menudo suplicaba ayuda para superar los defectos de su carácter: no darse cuenta de cuándo la gente pone la botella de
ketchup
en la mesa, o tener el garaje lleno de trastos y dejar las puertas abiertas de par en par, no retroceder al ver los asientos de roble macizo del váter de Verbena; pero fracasaba lamentablemente, sintiendo decepción de sí misma una y otra vez.

Norma estaba convencida de que su incapacidad para no sentirse ofendida por la gente con mal gusto o modales groseros, o por los que utilizaban la gramática incorrectamente y decían «fue» en vez de «ha ido», estuviera relacionada directamente con la inestabilidad de su fe. Esperaba algún día ver una señal, algún tipo de revelación, como prueba de que había algo ahí fuera. Verbena decía que siempre estaba alerta por si veía «signos, maravillas y milagros», y en la situación presente Norma daría por buena cualquier cosa, pero hasta el momento no había visto nada.

Si ahora mismo muriera en un accidente mientras iba a ver a su tía, en su lápida debería leerse este epitafio:

«Aquí yace Norma Warren,

Muerta, pero todavía confusa.»

La mujer de la revista

8h 50m de la mañana

En el mismo instante en que Cathy Calvert oyó la fuerte sirena de la ambulancia que pasaba frente a su oficina del centro, supo que tendría una historia que escribir. Cathy, una mujer alta y delgada de cuarenta y pocos años, con el pelo castaño oscuro, era la propietaria y editora de una modesta revista semanal. Ella misma hacía la mayoría de los reportajes, y sabía por experiencia que siempre que mandaban llamar a Elmwood Springs a un vehículo de urgencias era por algo trascendente: un accidente o alguna clase de contratiempo. Salió a la calle para ver si era un coche de bomberos o una ambulancia, pero no alcanzó a verlo y se sorprendió de que la escandalosa sirena se callara tan cerca. Por lo general, los coches de bomberos o las ambulancias se dirigían al cruce del nuevo cuarto cinturón, donde la gente no paraba de tener accidentes, o si no al centro comercial. Desde que las «Personas que cuidan la línea» se habían trasladado junto al Granero de Cerámica, los que intentaban quitarse kilos antes de tenerlos, a veces se pasaban y sufrían ataques cardíacos.

Cathy regresó a la oficina, cogió la cámara y el bloc, y se apresuró al lugar donde pensaba que la sirena había dejado de sonar. Tras doblar la Primera Avenida Norte, vio que era una ambulancia, aparcada justo delante de la casa de Elner Shimfissle. «Oh, no —pensó—, se ha caído otra vez de la escalera.» Cuando llegó al lugar, Tot estaba en la acera, con aspecto afligido, y corrió hacia ella.

—Esta vez se la ha pegado buena. Ha caído limpiamente y ha quedado sin conocimiento; y Norma va a tener un ataque. Macky la acaba de llamar para que venga.

De repente, Cathy se olvidó de la historia que iba a escribir y se convirtió en otra amiga de Elner que andaba por allí sintiéndose impotente. Al cabo de un rato, cuando se habían congregado ya muchos vecinos y no había nada que ella pudiera hacer, se sintió mal con la cámara a cuestas. No quería que nadie pensara que había acudido como periodista, así que pidió a Tot que la llamara y la tuviera al corriente del estado de la señora Shimfissle, y acto seguido regresó al despacho. Estaba preocupada pero tampoco demasiado, pues Elner Shimfissle era una vieja campechana que se había caído ya de muchos sitios y siempre vivía para contarlo. Cathy sabía de primera mano que Elner era dura y resistente en más de un sentido.

Unos años antes, después de licenciarse, Cathy había dado clases de historia oral en la escuela de la comunidad, a las que Elner Shimfissle asistió con su amiga Irene Goodnight. Ambas fueron excelentes alumnas que contaron historias interesantes. En esas clases, Cathy aprendió que las apariencias pueden ser engañosas. Por ejemplo, a primera vista, uno jamás sospecharía que Irene Goodnight, una abuela tranquila, de aspecto sencillo, con seis nietos, había sido conocida en otro tiempo como «Goodnight Irene» y que con la compañera de equipo «Tot, la terrible e implacable lanzadora zurda» había ganado tres veces seguidas el Campeonato de Damas Lanzadoras del Estado de Misuri. Y si un desconocido viera por primera vez a Elner, nunca adivinaría que, pese a aquella fachada de anciana venerable, seguía siendo fuerte como un roble.

Mientras analizaba la historia de Elner con ella, Cathy se enteró de que, durante la Depresión, cuando Will, el marido de Elner, quedó postrado en cama durante dos años con tuberculosis, Elner se estuvo levantando cada día a las cuatro de la mañana y, provista tan sólo de una mula y un arado, mantuvo en funcionamiento la granja sin ayuda de nadie. De algún modo había logrado sobrevivir a una de las peores inundaciones de la historia de Misuri así como a tres tornados, había cuidado de su marido y había cosechado suficiente para alimentar a su familia y a la mitad de los vecinos. Lo que más asombró a Cathy fue que a la señora Shimfissle jamás se le ocurrió pensar que aquello hubiera sido algo extraordinario. «Alguien tenía que hacerlo», decía.

Antes de dar clases de historia oral, Cathy siempre había querido ser escritora; soñaba incluso con que un día escribiría la gran novela americana. Pero al cabo de unos semestres abandonó la idea y empezó a dedicarse al periodismo. Su nueva filosofía era: «Por qué escribir ficción? ¿Por qué leer ficción?» Rasca a cualquier persona de más de sesenta, y tienes una novela mucho mejor y sin duda más interesante que la que pueda fabricar cualquier escritor de ficción. O sea, que no valía la pena.

¡Oh, no, esa bata no!

8h 51m de la mañana

Cuando por fin Norma hubo cruzado la ciudad y se paró frente a la casa, la ambulancia ya estaba allí. Había llegado justo en el momento en que se estaba cerrando la puerta del vehículo con la accidentada dentro, pero también a tiempo de ver, consternada, que la tía Elner llevaba una vieja bata marrón a cuadros que desde hacía años ella le suplicaba que tirara a la basura. Norma se bajó del coche con el bolso y todos los papeles y apretó a correr, pero antes de llegar a la altura de su tía las puertas ya estaban cerradas del todo y la ambulancia había arrancado. Entonces, Norma y Macky subieron en el coche de él y empezaron a seguir a la ambulancia. Mientras transcurrían los cuarenta y cinco minutos que se tardaba en llegar al hospital de Kansas City, Macky, muy preocupado, no dijo casi nada, sólo algún esporádico:

—Estoy seguro de que todo irá bien, Norma, es mejor que le echen un buen vistazo y se aseguren de que no tiene nada roto.

Pero Norma no escuchaba y durante todo el trayecto fue casi la única que habló.

—No sé por qué no me han dejado ir con ella, soy su pariente más cercano, debería estar con ella, seguramente está muerta de miedo, y además, ¿cómo es que aún llevaba esa bata marrón raída y vieja? Al menos tendrá veinte años y se le está descosiendo. La semana pasada le compré una nueva en Target. Cuando aparezca en el hospital con eso, van a pensar que somos unos simples blancos pobres del Sur; no sé por qué tiene que comportarse siempre como si no tuviera un céntimo. Le dije «tía Elner, el tío Will te dejó un montón de dinero, no tiene sentido que vayas por el patio con esa bata hecha polvo», pero ¿acaso me escuchó? No…, y ahora esto. —Norma suspiró—. Tenía que haberla cogido y haberla quemado, eso es lo que tenía que haber hecho. Ojalá no se haya roto la cadera o una pierna. Debía haber venido a vivir con nosotros, pero no, tuvo que quedarse en esa vieja casa, y además no cierra las puertas. La otra noche me acerqué a dejarle los supositorios en el porche, y la puerta de la calle estaba abierta de par en par. Y le dije «tía Elner, si un asesino en serie te mata mientras duermes, entonces no vengas corriendo a quejarte».

Macky giró a la izquierda.

—Norma, ¿cuántos asesinos en serie ha habido en Elmwood Springs?

Norma lo miró y dijo:

—Bueno, no hay ninguna garantía de que no vaya a pasar en el futuro… Tú creías que ella estaría bien cuando viviera otra vez sola en su casa. Pues ya ves…, no lo sabes todo, Macky.

—Norma, si te preocupas tanto, te dará un ataque. Espera a saber algo, ¿vale?

—Lo intentaré —dijo, pero no podía evitar enfadarse con Macky, y cuanto más pensaba en ello, más furiosa se ponía. Él era el único culpable de que la tía Elner se hubiera caído de la escalera. Él era quien la consentía y pensaba que todo lo que ella hacía era muy gracioso. Incluso cuando la tía Elner permitió que su amigo Luther Griggs aparcara su enorme y feo camión de dieciocho ruedas junto al patio durante seis meses, Macky se había puesto de su lado, y si él no hubiera dejado que se quedara aquella escalera, si se la hubiera llevado tal como ella le había pedido que hiciera, ahora mismo la tía Elner no estaría en la cama de un hospital.

De repente, Norma se volvió hacia su esposo y dijo:

—Escucha una cosa, Macky Warren, ésta es la última vez que tú y la tía Elner me disuadís de algo. ¡Te dije que era demasiado vieja para vivir sola!

Macky no comentó nada. En ese asunto, ella tenía toda la razón. También pensó que ojalá la tía Elner no se hubiera subido sola a la escalera. Había estado en la casa a primera hora de la mañana, tomando café con ella antes de ir a trabajar. La tía Elner no había dicho nada de coger higos. Todo lo que quería saber era hasta qué punto era buena una pulga y qué lugar ocupaba en la cadena alimentaria. Ahora él tenía problemas con Norma y estaba muerto de preocupación por la tía. Sólo deseaba que no se hubiera roto nada importante; de lo contrario, se lo recordarían toda la vida.

Súbitamente, Norma alzó el brazo y se palpó la coronilla.

—Dios mío —soltó—. ¡Creo que el pelo se me está volviendo totalmente blanco! Estarás contento, Macky. Ahora Tot, en vez de retocarme algunas partes, seguramente tendrá que teñirme toda.

Por si fuera poco, cuando les faltaban apenas diez minutos para llegar al hospital, Macky decidió tomar un atajo, y naturalmente lo primero que les sucedió fue que se encontraron con un paso a nivel y tuvieron que esperar un rato a que pasara un tren de carga. Norma quería gritar con toda su alma «¡te he dicho que siguieras a la ambulancia! ¡Mira ahora!». Pero no lo hizo. Nunca servía de nada. Él siempre contestaba lo mismo, «Norma, no empieces a buscar culpables», y esa frase la ponía aún más furiosa, de modo que se aguantó el enfado en silencio y respiró hondo mientras permanecía sentada y los vagones pasaban uno tras otro traqueteando.

«¿Por qué nadie me escucha?», se preguntó.

Con su hija Linda había acertado. Le había dicho que no se casara con el chico con el que estaba saliendo. Incluso se había mostrado moderna al respecto y le había aconsejado que viviera con él un tiempo, pero no, Linda quería una gran boda con su luna de miel, y luego, ¿que pasó? Pues que todo acabó también con un gran divorcio. «¿Por qué no escuchan? No es que me guste tener siempre razón; desde luego para mí tener razón no es divertido. Tener razón, sobre todo con tu esposo, puede ser doloroso; y a veces darías el brazo izquierdo por estar equivocada.»

Mientras seguía sentada esperando que acabara de pasar el tren, pensó en los acontecimientos de los últimos días. Se había notado más inquieta que de costumbre, y ahora se preguntaba si habría tenido el presentimiento de que estaba a punto de suceder algo fatal.

Mientras seguía a vueltas con lo mismo, recordó que había empezado a sentirse algo ansiosa el miércoles por la mañana, inmediatamente después de su habitual cita de las diez y media en el salón de belleza. «¿Cuál sería el desencadenante?», pensaba. Se remontó mentalmente a aquella mañana… Había estado sentada en la silla como siempre, le estaban arreglando el cabello, cuando Tot Whooten, la que parecía un mono de nieve, alargó la mano para coger un rulo mediano de su bandeja de plástico y se le cayó al suelo.

—¡Mecagoen…! —soltó Tot—. Es la segunda vez que se me cae algo esta mañana. Te digo una cosa, Norma, tengo los nervios a flor de piel. Parece que desde el 11-S todo anda del revés. Me encontraba bien, e incluso había superado mi crisis, volví a trabajar con buen ánimo, y entonces, zas, te despiertas y descubres que los árabes nos odian a muerte; ¿y por qué? Yo nunca me he portado mal con un árabe en mi vida, ¿y tú?

BOOK: Me muero por ir al cielo
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